HIPATIA en el recuerdo
Macrino Fernández Riera
Tal día como hoy del año 1923 fallecía en su casa de El Cervigón Rosario de Acuña y Villanueva. Una traicionera embolia cerebral acabó de manera inesperada con la vida de quien, renunciando a los privilegios que su distinguido origen le tenía reservados, prefirió caminar con valeroso entusiasmo por la intrincada senda de la VERDAD y la LIBERTAD, por más que tal decisión le acarreara todo tipo de penalidades.
Nacida el primero de noviembre de 1850 en el seno de una distinguida familia que hundía sus orígenes en las raíces de los Grandes de España, sus primeras décadas de vida debieron semejarse bastante a las de aquellas jovencitas de la burguesía madrileña que la novela realista tan bien nos ha retratado: una vida cómoda salpicada por fiestas, teatro, viajes, modas... y ¡poesía!, para la que la señorita de Acuña parece estar especialmente capacitada, a tenor de los parabienes que reciben algunas de sus obras.
En 1876 su vida parece felizmente encarrilada: en febrero alcanza un clamoroso éxito con el estreno de «Rienzi el tribuno», su primera obra dramática; y en abril se casa con el capitán de Infantería Rafael de Laiglesia y Auset, con quien a finales de junio se traslada a Zaragoza donde el matrimonio fijará su nueva residencia. Sin embargo, unos años después Rosario se separa de su marido, se declara librepensadora, ingresa en la masonería y se convierte en una escritora militante. A partir de entonces su pluma se convierte en arma demoledora al servicio de la libertad de pensamiento, el racionalismo, la educación laica, el republicanismo o la defensa de los más desfavorecidos. Sus numerosos artículos, publicados en diversos periódicos y revistas, tanto del país como del extranjero, dan cumplido testimonio de su lucha, larga y penosa lucha, contra el fanatismo, el fundamentalismo religioso y la postergación social a la que está sometida la mujer.
El cambio de rumbo en la vida de Rosario de Acuña se produjo a mediados de la década de los ochenta, cuando su vida mediaba la treintena. Fue entonces cuando ingresó en la Logia Constante Alona de Alicante y cuando, puesta a buscar un nombre simbólico, dio con Hipatia, filósofa griega que, tras algún tiempo explicando a Platón y a Aristóteles en la escuela que abrió en Alejandría, murió lapidada en los albores del siglo V por las huestes del fanatismo, hábilmente incitadas por algunos de los monjes del lugar. Todo un símbolo al que nuestra escritora convierte en protagonista de la obra que con el escueto título de «Hipatia» publica en 1886. Dada la importancia de la misma y como quiera que desde entonces no ha vuelto a ser reeditada (lástima que, al igual que sucede con «El crimen de la calle de Fuencarral» y otros escritos, no haya sido incluida en las «Obras Reunidas» de reciente publicación, a pesar, por cierto, del ofrecimiento que en ese sentido realicé al editor tiempo atrás), me parece interesante recuperar en fecha tan señalada un fragmento de la misma:
«Y sonó en el reloj de los tiempos tu último minuto; a tu alrededor se revolvía la muchedumbre embriagadora por las sugestiones de Cirilo, el primero, sino el mayor de tus enemigos; el pueblo había olfateado la sangre, ¡sangre de joven y de sabio! ¡para qué necesitaba más! Por si acaso desmayabas allí estarían los vicarios de Roma, los primeros frailes católicos, el trono de aquella raza de inquisidores que se abotargaban con el calor de la carne humana churruscada en el quemadero; allí estaban, empuñando la cruz por arena, para excitar el irresponsable vulgo: un grito, cualquiera, el de «¡hereje!» «¡ramera!» o «¡bruja!» ¿qué más da? el grito que tienen siempre en los labios los herejes, las rameras y las brujas, surgió de entre las masas y encendió el reguero de ideas de muerte en aquellos pensamientos entenebrecidos; los corceles de tu carro, con la nobleza instintiva, pero grande, que imprime la naturaleza, se encabritaron entre sus arreos; con las crines erizadas y el fuego del espanto escapándose de su boca hicieron la protesta al desafuero, pero cien jarras cayendo sobre sus cervices humillaron su impulso generoso e independiente: una mano osada te retorció la muñeca en que liabas las riendas; lo demás todo fue hecho como hacen las fieras sus festines, a zarpazos. ¡Aquella belleza escultural de tu hermoso cuerpo no te sirvió de nada! Si hubieras sido meretriz impura, vendedora de tu carne al mejor postor, entonces, acaso al hallarte desnuda habrían sentido un instinto de lástima tus impíos verdugos; pero no lo eras; no podía realizarse en ti el juicio de Iriné; no eras la hembra que bien sea gran señora o hija del pueblo, necesita de la multiplicidad del varón para descansar reposada; no eras la cortesana reconocida por el Estado ni la cortesana defendida por un esposo bonachón, la que alternativamente ocupa su lecho entre varios, sin más intervalo que el necesario para tomar el precio de su venta, la una en oro o planta constante, la otra en joyas, suntuosidades, títulos de congregaciones benéficas o blasones por añadidura de su nombre tu eras la mujer que llora viuda por la muerte o abandono comprobado de su compañero y deja que al secarse lentamente las lágrimas de sus ojos y el recuerdo de su corazón, renazcan sus sentimientos a la vida; ¡a la vida, a la cual tiene derecho como criatura que es! y torna al amor de su igual sin que nunca se oculte ni mienta; entregándose con el alma, la voluntad, la conciencia, la fe, el entusiasmo; sin que ni en el pensamiento ni en la palabra, ni en la obra, engañe, venda o envilezca.
«Tu sentías; tu pensabas; tu eras algo más que carne y vanidad y por esto al mirarte desnuda no compadeció nadie aquel tu hermosísimo cuerpo. Te arrancaron la última túnica que defendía tu pudor, y fuiste arrastrada a una iglesia cercana; era el templo de los católicos; en aquel recinto se hallaba una divinidad impuesta por el pontificado; allí se adoraba bajo una de las infinitas formas del paganismo, conservado por la naciente secta, el llamado Dios de las misericordias; allí se reunían sus adeptos para escuchar lo que decían, era la base de su doctrina: «Amarás tu prójimo como a ti mismo» (hasta el presente no se sabe que Dios dijese que prójimo era solo el católico)
«A aquel Santo, misericordioso y fraternal lugar fue elevada Hipatia; sus desgarradas carnes, cruelmente arrastradas por los sayones de Cirilo dejaron ancho reguero de humeante sangre sobre las losas del templo y mientras la lámpara chisporroteaba delante del ara, y mientras el Cristo, irrisoriamente colocado allí por los descendientes de los que le crucificaron, extendía sus brazos en actitud de infinita piedad, uno de aquellos monstruosos felinos, cuyas uñas se hallaban enrojecidas por los despojos de la mártir, levantando la maza sobre su inteligente cabeza hizo saltar en pedazos aquel cráneo en el que la naturaleza había acumulado las maravillas de su poder organizándolo para emitir el divino fulgor de la sabiduría.
«Ya estaba Hipatia muerta; ya nada podía brotar de aquel tronco informe que, esperando su turno en el recinto de las transformaciones, llevaría miles de átomos al remolino eterno e inextinguible de la vida, para hacerlos palpitar, con igual potencia, en el mar, en la roca, en el árbol, en la nube, en la nebulosa; ya nada podían temer aquellos hombres de aquel cadáver que empezaría pronto a circular en la corriente de lo inorgánico y, sin embargo, sus instintos de fiera no estaban satisfechos: una cosa inexplicable les anunciaba que en Hipatia había algo que no moriría, algo de eterno, de inextinguible, de impalpable, de superior a ellos y a los mismo restos que estrujaban entre sus manos, y aguijoneados por esto, que pudiéramos llamar presciencia de la inmortalidad del genio, pretendiendo ¡ilusos! engañarse a sí mismos, imaginaron que cuanto más desecho quedase el cuerpo, más difícil sería subsistir al alma ¡el alma! ¡la inteligencia, el verbo latiendo sin cesar, sin cesar renovado en las purísimas fuentes de la verdad! El alma de Hipatia, como el alma de todos los héroes, de todos los sabios y de todos los justos queda unida a la Humanidad, oráculo eterno de la Omnipotencia de Dios, que nos lleva por los espacios infinitos en una inacabable ascensión progresiva. Ella, cuando ya no haya historia, cuando ya no haya resto de nada de lo que fue sobre la tierra, seguirá subsistiendo, porque en la lucha por la vida hizo prevalecer el espíritu de la verdad, sufriendo los mayores dolores para defenderla, y al participar de ella consagrándola con su martirio, se hizo como ella, eterna en las leyes universales La rabia con que sus verdugos la descuartizaron indicaba lo seguro de su gloria, lo cierto de su inmortalidad: todo les parecía poco; cuando ya no quedó de los desmenuzados miembros más que leves partículas; cuando sus huesos blanqueaban, raídos con verdadera ferocidad por los servidores de Cirilo, encendieron la consumidora hoguera, y allí en las llamas ardientes, avivadas con todos los rencores de que es capaz el hombre cuando se empeña en imitar a la tierra, se tornaron cenizas los inanimados restos del último filósofo de Alejandría.
«Con ella pereció la ciencia, y desde entonces sonó la hora de la decadencia para la filosofía griega que en aquellos tiempos representaba la lucha por la libertad de pensamiento: éste se encontró aherrojado por los corifeos de Roma que, al destrozar a Hipatia, había derruido el último y más firme Campeón de la autonomía de conciencia; ya no, no se debía pensar de otro modo que el impuesto por la autoridad eclesiástica: la verdad no era patrimonio del hombre, sino de unos cuantos hombres, y, fuera de lo que ellos dijeran, nada era cierto, nada era seguro, ni posible, ni siquiera probable. A contar desde entonces todas las obras de las bibliotecas alejandrinas, caudal inmenso del saber, tesoro inapreciable para el mejoramiento de la especie humana fueron dispersadas, con un resto del encarnizamiento sentido hacia Hipatia, y el crimen de los siglos quedó consumado. Una casta cruel y despótica, apoyándose en todas las pasiones bastardas; dominando con el terror al ignorante pueblo; comprando con el oro a los magnates; tranquilizando con indulgencia a los malvados; encubridora de todo cuanto la producía beneficios, y valiéndose de los eres enfermos como reclamos para la santidad y beatitud de sus fines, comenzó su tiranía reinando sobre una parte de Europa, retardando todo progreso, infeccionando toda verdad, oscureciendo toda dicha y reclutando en sus filas como grueso ejército, a las almas abyectas que habiendo perdido la esperanza de redimirse en la tierra, se acogen a sus banderas creyendo que así les será más fácil redimirse en el cielo. El catolicismo clavó su puñal en el corazón de Alejandría, y el mundo antiguo al derruirse con la pesadumbre de su fanatismo, dejó tras sí, como el postrer destello de sus magníficos esplendores, el nombre excelso de Hipatia.»
La Nueva España, Oviedo, 5-5-2009