A las seis de la tarde del sábado 5 de mayo de 1923 fallecía en su casa de El Cervigón, doña Rosario de Acuña Villanueva víctima de una embolia cerebral, según consta en la inscripción de defunción archivada en el registro civil de Gijón. La fallecida había manifestado el deseo de que su entierro se realizase en la intimidad, así lo había dejado escrito en el testamento ológrafo (⇑) redactado unos años antes: «Prohíbo terminantemente todo entierro social, toda invitación, todo anuncio, aviso o noticia ni pública ni privada, ni impresa, ni dada de palabra que ponga en conocimiento de la sociedad mi fallecimiento»
A pesar de que los periódicos locales no publicaron referencia alguna al fallecimiento, en la mañana del domingo la noticia se difunde de boca en boca por la ciudad. El desapacible día, con lluvia persistente, y la lejanía de la casa no fueron obstáculos suficientes para evitar que numerosas personas, a título individual o en representación de diversas sociedades, acudieran a El Cervigón para dar un último adiós a quien fuera durante los últimos años una personalidad significada en la vida gijonesa, cúmulo de virtudes para algunos y personificación del pecado para otros.
Carlos Lamo se encargaría de cumplir las indicaciones que la escritora había dejado escritas para esta ocasión. En la carretera próxima a la casa aguardaba un coche fúnebre. Desde la vivienda, la caja-féretro fue conducida hasta el coche, mas, a decir del cronista, éste resultó innecesario pues «el pueblo, las gentes humildes que viven del trabajo, y a las que dedicó doña Rosario el fruto de su talento y el tesoro de su innata bondad, se apoderaron del querido despojo encerrado en aquel modesto féretro y quisieron rendirle el último homenaje de su gratitud» (Véase la necrológica (⇑) publicada en El Noroeste el 8 de mayo de 1923).
El cortejo mortuorio, en el que se encontraban representantes de las logias Jovellanos y Riego, del Ateneo Obrero, del Círculo Reformista y de «otras sociedades democráticas» así como destacados dirigentes de las asociaciones obreras, entró en la ciudad por la avenida de Rufo Rendueles y tras atravesar varias calles se dirige por la de Cabrales y la carretera de Ceares hasta el cementerio. Un breve discurso pone fin a este acto de despedida celebrado el 6 de mayo de 1923.
Aquel domingo, día de culto para la mayoría católica de la población, debió de permanecer largo tiempo en el recuerdo de los gijoneses. La nutrida manifestación de duelo, recorriendo las calles de la villa tras la humilde caja que envolvía los restos de la eximia pensadora, hubo de suponer un acontecimiento para aquella población de poco más de treinta y seis mil habitantes y su recuerdo perduró en la memoria colectiva. Diez años después, el periodista Mario de la Viña publica en La Libertad de Madrid un artículo en el que, entre otras cosas, describe cómo vio la multitudinaria ceremonia:
«Su entierro se realizó bajo una lluvia incesante, lenta y melancólica. Era domingo, y una muchedumbre espesa y silenciosa se congregó en las cercanías de la casa de la muerta. Yo recuerdo mejor esto, porque aún está todo muy amigo y muy fiel, muy limpio y muy transparente en mi memoria.
Las escasas palabras que sonaban caían temblorosas y profundas, empapadas de pena y de dolor muy grandes El cadáver, guardado en una caja humilde, fue sacado de la casa a hombros de obreros y bajado así hasta la carretera. Allí esperaba la carroza fúnebre, toda negra, negra; pero resultó innecesaria, porque el pueblo, el pueblo auténtico, los bajos, los últimos, los que viven al día de su trabajo de todos los días, luchaban y se disputaban el honor de sentir sobre sus fuerzas el peso de aquel tesoro caído, que le había dedicado los frutos mejores de su talento y de su vida larga y penosa.
Iban también en el acompañamiento mujeres y familias enteras de labradores que vivían por aquellos contornos y sabían de las bondades y de la excelsitud ejemplar de la finada.
Encima del féretro llevaba una golondrina muerta con las alas extendidas como desmayada. Y verdaderamente como aquella avecilla parlera había sido ella, que luchó y luchó hasta su última hora por quitarnos a los hombres de la frente algo de esta pesada corona de espinas que nos hace sangrar desde que somos hombres.
El cortejo la reliquia al frente– se paró un momento ante el Ateneo. Y después siguió pasando por una calle dedicada a otra mujer inolvidable Concepción Arenal–, camino de la tierra amorosa que ya esperaba abierta para abrazarse a su hija por siempre jamás.
Y distante, lejana, allá atrás, sola y callada sobre su punta verde y marinera, la casita miraba cómo se le iba su dueña, su madre, para no volver nunca ya. Y cuando la perdió de vista fue como si le clavasen siete puñales muy buidos en el corazón, y sintióse vacía, y helada, y muerta también.» (La fosa de Rosario de Acuña ⇑ )
Nota. En relación con este tema, se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:
Para saber más acerca de nuestra protagonista
osario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)
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