Una temporada en Bayona (Francia)
Años después de la primera visita que que realizó a París en compañía de sus padres, volverá al país vecino y allí permanecerá durante algunos años, en un tiempo en el que en España se vivían momentos de turbulencias sociales y políticas. Sus progenitores debieron pensar que, durante aquellos agitados años del Sexenio, era conveniente que la jovencita se alejase del solar patrio hasta que la situación se tranquilizase un tanto; al fin y al cabo, aquel era buen momento para que Rosario, ya en edad de merecer, completase su educación con ese toque de distinción que aportaba el idioma y la cultura del país vecino. No sabemos quién acompañó a Rosario durante el tiempo que estuvo en Francia, lo que sí conocemos es que fijó su residencia en Bayona o, al menos, que allí pasó una gran parte del tiempo que estuvo fuera de España, pues en aquel lugar conoció a una joven viuda que se habría de convertir, andando el tiempo, en un referente de gran importancia en el porvenir de nuestra protagonista. La señora en cuestión, al hallarse sin marido y con tres hijos a su cargo tomó la decisión de poner en marcha una granja avícola en las inmediaciones de aquella localidad francesa y, por lo que sabemos, la iniciativa resultó tan satisfactoria que, años después, la propia Rosario habría de emularla. De esta etapa francesa nos han llegado, además, dos obras que, por haber sido escritas en 1873, han de incluirse entre las primeras de nuestra escritora. Se trata de la poesía titulada A una golondrina (⇑), fechada en «Bayona, 25 de julio de 1873» (publicada en Ecos del Alma (⇑), 1876: 23-25) y de Un ramo de violetas (⇑), una «obrita», según sus propias palabras, de siete páginas dirigidas a la reina Isabel II, que por entonces vive en su exilio parisino, y que fue editada en la imprenta Lamaignère de aquella ciudad francesa. Además de escribir y de conocer gentes y costumbres diferentes, aprovecha la proximidad a la gran cordillera que une los dos países para practicar la que será durante toda su vida una de sus aficiones más queridas: el montañismo. En 1874 ya se encuentra de nuevo en Madrid; no obstante la experiencia pirenaica, placentera a tenor de la repetición, la lleva a tomar de nuevo aquel rumbo ese mismo verano, instalándose en esta ocasión en la localidad oscense de Panticosa.
Un viaje por Italia
En el siguiente año, de nuevo se embarcará en un viaje al extranjero; en esta ocasión será Italia el destino elegido. Aprovechando que en marzo de 1875 un pariente suyo es nombrado embajador ante la Santa Sede, allí se marchará, a la residencia de Antonio Benavides y Fernández Navarrete. El citado don Antonio, nacido en Baeza en 1807 era un personaje bien conocido en la política española, pues a ella se había dedicado durante las últimas décadas, adscrito al bando moderado desde que en el año 1837 obtuvo por primera vez su acta de diputado por la circunscripción de Jaén, representación que renovó en 1838, 1839, 1840 y 1846; a partir de las elecciones celebradas en 1847 ocupará su escaño por el distrito de Villacarrillo en la misma circunscripción; en los años sesenta lo será por el distrito murciano de Mula. Fue ministro de Gobernación en los gobiernos de Pacheco (1847), Roncali (1852-53) y Arrazola (1864), y de Estado con Narváez en el año 1864; senador en tres legislaturas: en 1867 (por designación real), 1876-77 (electo por la provincia de Jaén) y 1877 (por la Academia de la Historia). Destacó también por su dedicación a los estudios históricos, siendo miembro de las academias de la Lengua, de la de Ciencias Morales y Políticas y de la de Historia, de la cual fue presidente durante cinco mandatos consecutivos. Estamos, por tanto, ante un veterano político moderado que ve ahora recompensados sus servicios con este cargo de representación ante el Vaticano, suceso que permitirá a su sobrina permanecer una temporada en tierras italianas en compañía de aquel distinguido político, durante la cual «visité, estudié y conocí la Roma papal, durante algunos meses de estancia en ella y en Italia» (Carta abierta (⇑) , 29-9-1916). De aquellas semanas, de las experiencias vividas en tierras italianas, tomó buenos apuntes, pues la chica era aficionada a trasladar al papel sus impresiones y vivencias. Por aquel entonces ya había dado a la imprenta alguna de sus poesías, y la vieja Italia y sus gentes le brindaban temas suficientes para ejercitar sus habilidades literarias, que tomarían forma en el artículo «Una ramilletera en Venecia» (⇑), fechado en Venecia en septiembre de 1875 y enviado a Julia Asensi para que fuera publicado en la revista La Mesa Revuelta con la que ya había colaborado anteriormente, así como la poesía «Ante el sepulcro de Rafael» (⇑), que será incluido en el poemario Ecos del Alma (⇑) (1876).
Los primeros pasos de una joven escritora
Al principio, cómo no, la poesía. Parece ser que nuestra joven poeta comenzó a utilizar los versos para expresar sus emociones siendo aún muy jovencita; tan prematura debió de ser en esto de la rima que a la edad de veinticinco años nos dice que ya llevaba dieciocho haciendo versos, «muchos y desiguales renglones que con lápiz, carbón o tinta iba escribiendo en ratos tan perdidos, que ni de ellos me daba cuenta». La aprobación de los más próximos debió de estimular su largo aprendizaje, que, al fin, dio sus primeros frutos con la publicación del poema En las orillas del mar (⇑), una extensa composición dividida en seis cantos que agrupan 92 estrofas con variada rima, pues si bien predominan los serventesios, tampoco faltan los quintetos, las quintillas y las octavas reales. La composición publicada en La Ilustración Española y Americana el 22 de junio de 1874, debió contar con el aprecio y la estima de sus lectores, pues en 1876 no duda en incluirla en el poemario Ecos del alma (⇑) y en publicarla, ese mismo año, en un volumen independiente que será reeditado hasta en cuatro ocasiones en los años siguientes. La experiencia, por tanto, resultó favorable y ello parece abrirle las puertas de imprentas y redacciones. De tal forma que pocas semanas después sus versos vuelven a ocupar las páginas de un periódico: El Imparcial publica en su edición del 20 de julio A la muerte (⇑), una oda que, según propia confesión, estaba inspirada en las reflexiones surgidas ante la contemplación de un cadáver. Cualquier acontecimiento es ocasión propicia para que la pluma de la joven poeta se afane en transcribir al papel sensaciones y sentimientos. Su oda A la memoria de Fortuny (⇑), publicada el 23 de diciembre de 1874 en La Iberia despide con enfática admiración al pintor reusense, fallecido en Roma el mes anterior: «¡Alcázar de la luz, patria del genio/ inmensa eternidad que en pabellones/ el porvenir ocultas de la vida/ entre la gasa azul de tus festones!...» En el verano siguiente, sus versos vuelven a aparecer: lo hacen el 31 de agosto en honor de Francisco Delgado Jugo, un afamado oftalmólogo de origen venezolano que se había ocupado de su enfermedad ocular en los pasados años (« Ya que libre te ves, y el pensamiento/ puede bajar al mundo donde vivo,/ deja un instante la mansión del alma,/ y entre una triste lágrima de pena / recoge aquesta palma/ que el corazón te envía;/ que gracias a tu ciencia/ gozan mis ojos de la luz del día.» «Al doctor Delgado» ⇑)
Al principio fue, en efecto, la poesía; incluso cuando escribía de seguido hasta terminar los renglones, pues poesía había en aquel escrito fechado en 1870 con el título «Una lágrima» (⇑) que fue publicado años más tarde en La siesta (⇑), un volumen con sus primeros artículos; o en los que publicó en el semanario La Mesa Revuelta en el verano del setenta y cinco acerca de las tierras andaluzas («Correspondencia de Andalucía» ⇑) o las gentes venecianas (el ya citado «Una ramilletera en Venecia» ⇑); o, incluso, en aquellas siete páginas que, dedicadas a la reina Isabel II que pasaba sus días en el exilio parisino, publicó en Bayona en 1873.
El éxito de Rienzi el tribuno
Pero no fue la prosa, la poética prosa de la joven Rosario, la que le daría la entrada oficial en el parnaso madrileño. Ni siquiera aquella lírica femenina de sus primeros poemas. No; será con el verso grave y viril de un drama trágico con el que reciba el reconocimiento del público y la crítica capitalina. Su primer gran éxito: Rienzi el tribuno (⇑).
No sabemos cuáles fueron las fuentes en las que la joven autora se inspiró; no sabemos si durante su estancia en Roma (no debemos olvidar que en septiembre estaba en Italia y cuatro meses después estrena el drama) perfiló el estudio del personaje acudiendo a los textos de Petrarca y a la Vita di Cola di Rienzi, una crónica anónima del siglo XIV que se había publicado de nuevo en 1854: o si, por el contrario, la expectación que encuentra a su regreso a Madrid ante el próximo estreno de la ópera wagneriana la animaría a leer la traducción que del texto de la misma publica Antonio Peña y Goñi por entonces o, acaso, la obra de más reciente aparición: Nicolás Rienzi, drama escrito por Carlos Rubio; probablemente, las dos Lo cierto es que en la capital de España se espera desde hace semanas el estreno de la ópera Rienzi de Richard Wagner. Al fin, el telón del teatro Real se alza la noche del 5 de febrero de 1876 para que el público se deleitara con las interpretaciones de Enrico Tamberlick (afamado tenor romano que gozaba de gran prestigio al que la joven Rosario dedica un soneto (⇑) en 1879) o de Antonietta Pozzoni. Los satisfechos asistentes volvieron a sus casas sabiendo que una semana después se estrenaría en el teatro del Circo un drama de autoría desconocida que llevaba por título Rienzi el tribuno.
El empresario había hecho muy bien su trabajo y el sábado 12 de febrero el teatro se hallaba lleno al completo. Entre los asistentes se rumorea que la autoría de aquel drama se debe a la mano de una joven poetisa, lo que aumenta la expectación. Al finalizar el primer acto, el público «seducido por los pensamientos, que abrillantaban versos rotundos, galanos y armoniosos, quiso conocer el nombre del autor», según cuenta el poeta Ramón de la Huerta Posada, presente allí. Ante la insistencia mostrada por los espectadores, el actor Ricardo Calvo tuvo que rogarles que fueran un poco pacientes, que aguardasen hasta el final de la obra. Sin embargo, concluido el segundo acto la autora tuvo que subir al escenario para saciar la curiosidad de los presentes. Al ver aparecer en escena al joven artífice del drama, el asombro fue tan grande que la sala ensordeció con los inacabables aplausos de los presentes. La cosa no acabó ahí, pues, según cuentan las crónicas, el tercer acto transcurrió entre una sucesión interminable de aplausos. Al final, una noche gloriosa que tendrá su continuidad en los siguientes días en los cuales la prensa, entre loas y alabanzas a la autora del drama, viene a coincidir a la hora de resaltar el carácter viril que Rosario, la señorita de Acuña, ha impregnado a los versos de aquel drama, muy lejos de la delicadeza y el lirismo que son atribuidos a las mujeres. Las críticas ensalzan a la joven autora, «poeta de gran aliento, de rica fantasía y alto vuelo», a la actriz Elisa Boldún, al actor Rafael Calvo y a la empresa del teatro «por haber dado a conocer a esta poetisa, a esta verdadera poetisa, que parece encender sus inspiraciones en la luz de la estrella inmortal en que vive el alma de la Avellaneda» (El Imparcial, 13-2-1876).
La hija de don Felipe y de doña Dolores vive entonces un momento dulce. La obra se mantiene en cartel durante dieciséis días seguidos durante los cuales el público llena el teatro. La Ilustración Española y Americana se enorgullece de haber sido «el primer periódico que dio cabida en sus columnas a la primera composición poética de la señorita D.ª Rosario de Acuña y Villanueva», al tiempo que publica en su sección de grabados uno de la joven escritora que, por cierto, se ha convertido en su imagen más difundida. Los comentarios de críticos, autores dramáticos y literatos parecen coincidir en que en aquella pluma hay condiciones excepcionales para el drama. Algunos veteranos poetas deciden homenajear a la recién llegada con unos versos plagados de parabienes y piropos que recogen en un Álbum que piensan entregar a la joven. Allí se juntan, con ingenio más bien forzado, los versos de autores consagrados como Pedro Antonio de Alarcón, José Echegaray o Gaspar Núñez de Arce con los de otros más veteranos aún como Ramón de Campoamor o Juan Eugenio Hartzenbusch (Dos versitos, no más, para Rosario/¡Versos, un carcamal septuagenario!...), que lisonjean a la autora , no sé si más por su juventud y belleza que por su obra: «Para formarse idea/ de las diversas gracias que atesora/ Rosarito, que vea/ el curioso su Rienzi, y a la autora./ Dirá «Me gusta el drama» (por supuesto)./ Pero aún me gusta más quien lo ha compuesto».
Dejando a un lado los almibarados versos de estos veteranos poetas, alguno, por cierto, ya setentón, lo cierto es que parece haber unanimidad en las alabanzas dedicadas a la autora y a su dominio de la técnica poética: se dice que tiene mucha soltura con el verso, que ha escrito la obra en unas pocas semanas, que tiene grandes dotes como dramaturga Animada por los halagos, y tras la edición de tan exitosa obra dramática, la vitoreada escritora decide recopilar poemas escritos tiempo atrás y entregarlos a la imprenta agrupados en un volumen que lleva por título Ecos del Alma (⇑) , el cual verá la luz apenas unos meses después del sonado estreno de Rienzi. En el prólogo de esta nueva obra, que como se ha dicho recoge parte de su producción poética anterior, confiesa que se vanagloria de haber llegado con su primera obra dramática a los umbrales del Parnaso. El camino emprendido tendrá su continuidad al año siguiente cuando estrene en Zaragoza su segundo drama: Amor a la patria (⇑); sus poesías empiezan a aparecer en algunos periódicos de provincias, como sucede en Revista Semanal y La Semana, ambas editadas en el Jaén paterno: la joven promesa parece consolidar su vocación literaria para satisfacción de los suyos.
Nota. En relación con esta etapa de su vida, se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:
161. Découvrez la France
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)
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