Una casa lejos de la ciudad: Villa-Nueva
A la vista de los acontecimientos, es probable que el retorno a la capital, primero, y la instalación en el campo, después, supusieran un último intento de la pareja por salvar una relación que, tras poco más de tres años de matrimonio, parece que está pasando por una profunda crisis. De ahí el comentario que la escritora hizo tiempo después en el sentido de que no le importaba que «el hombre corriese al placer ciudadano» si era respetado su aislamiento campestre. De ahí también el traslado del militar, a finales de aquel año, a Alcalá la Real para trabajar como agente del Banco de España y su posterior renuncia al trabajo. Tal parece que al iniciarse 1881 Rosario y Rafael han decidido cambiar drásticamente su vida para intentar salvar su matrimonio. En primavera, su Villa Nueva está terminada y allí se instala la pareja, tras serle concedido a Rafael el preceptivo permiso para residir en Pinto, al tiempo que se autoriza su pase a la situación de supernumerario en el Ejército. Dice la Real Orden que la concesión es por un plazo de tres años y «para dedicarse a asuntos de familia». Lo cierto es que cuando realiza la solicitud tiene en su mano un nombramiento como visitador de Agricultura, Industria y Comercio, con un sueldo anual que triplica el que percibía en el Ejército. En la misma fecha pasa a formar parte, con el correspondiente sueldo, del equipo responsable de la edición de la Gaceta Agrícola, publicación trimestral que edita el Ministerio de Fomento. La situación parece haber cambiado de forma radical para el joven matrimonio. El nuevo trabajo de Rafael, más próximo a las expectativas que por entonces tiene su mujer, y la tranquila y salutífera vida que deben llevar en el campo parece que han mejorado algo las cosas, y la pareja se anima a realizar durante el verano un largo viaje por diversos lugares de España y de Francia, del que ha quedado fiel constancia en la hoja de servicios del militar y en el escrito que publica Rosario en el madrileño El Liberal con el título Desde Pau a Panticosa (⇑), fechado en septiembre en esta localidad oscense. Durante el año siguiente, Rafael continúa en su puesto en el ministerio de Fomento y en la Gaceta Agrícola, donde su mujer publicará, al menos, tres trabajos: Influencia de la vida del campo en la familia (⇑), El lujo en los pueblos rurales (⇑) y La educación agrícola de la mujer (⇑).
Todo parece ir mejor y en ello debe tener mucho que ver el nuevo escenario en el que viven. Pinto era el lugar ideal para los propósitos de Rosario: estaba poco poblado (por esas fechas apenas tendría unos 1 800 habitantes, bien lejos de la poblada Zaragoza y, más aún, de aquel Madrid bullicioso que por entonces contaría con cerca de cuatrocientas mil almas) y, sin embargo, no se encontraba muy alejado de sus padres, pues la línea de ferrocarril que unía la capital con Aranjuez tenía estación en el pueblo, en las proximidades de su villa campestre, con lo cual el viaje hasta su antigua vivienda familiar le resultaría bastante cómodo. Por tanto, una nueva vida autónoma en las proximidades de la naturaleza y alejada de las vanidades capitalinas, pero con facilidad de comunicación a sus seres queridos; con línea directa a su progenitor, a quien tanto admiraba.
La mujer regenera la patria
La decisión de romper con la vida que ha llevado en el pasado más inmediato, ya sea junto al que aún es su marido o separada de él, parece hacerse evidente en la misma elección del nombre de su pequeña quinta campestre: Villa-Nueva. La fe e ilusión en el camino emprendido la llevan a iniciar esta aventura a partir de un modesto proyecto constructivo «para ir ensanchando sus límites con el tributo del trabajo y de la economía». Con la ayuda, en calidad de sirvientes, de un matrimonio manchego y su hija, a los que, gracias a la fortuna que por entonces poseía, podía pagar espléndidamente, se dispuso a disfrutar de aquel oasis paradisíaco, con la firme pretensión de convertir su morada en una unidad de producción autosuficiente, al tiempo que acogedora estancia para el solaz de sus moradores. Veamos: tal y como ella nos describe su nueva villa pinteña disponía de un palomar con pichonas moñudas o voltadoras; un corral con gallinas cochinchinas y de otras variadas razas; un establo con dos caballos, fuertes y mansos, compañeros necesarios en sus múltiples expediciones por los caminos patrios ; frutales diversos entre los que no faltaban los ciruelos, el albaricoquero, el nogal o la morera; arbustos y plantas de todas clases (acacias, madreselvas, enredaderas, claveles, azucenas, lirios ) que cubrían de sombra los cenadores y envolvían de delicados aromas el ambiente; un maizal, una cuidada huerta y todo ello bien regado por múltiples regueras de animada agua.
Entusiasmada con aquel prometedor futuro que se abre de nuevo en su vida, emocionada con la recuperación de las sensaciones rurales, recuperado su ánimo por efecto de los salutíferos aires campestres, convencida, en fin, de la influencia regeneradora de la vida en el campo para las personas y, por ende, para la sociedad, se muestra decidida a propagar sus ideas; quiere esparcir la nueva simiente regeneradora en terreno apropiado: en el de la mujer sensata, con cierta preparación, abierta a las ideas razonables que puedan mejorar la vida de los suyos. Nada mejor para ello que una revista dirigida a lectoras femeninas, a mujeres preocupadas por las últimas novedades en todo aquello que atañe a la moda y al hogar, a su vida y a la de los suyos. En el ejemplar de la revista El Correo de la Moda publicado el 11 de marzo de 1882 aparecerá el primero de sus artículos. Lleva por título Cuatro palabras de prólogo (⇑) y constituye un compromiso de comunicación periódica con las lectoras para contarles sus experiencias y convicciones en una serie de artículos que aparecerán bajo un título genérico, que habla bien a las claras de sus intenciones: En el campo.
Desde las páginas de esta publicación, subtitulada «Periódico ilustrado para las señoras», hace pública su voluntad regeneradora:
« si queréis que vuestra existencia dé un paso hacia el perfeccionamiento al cual la llama el sentido moral y la constitución de la sociedad del porvenir He aquí otra razón poderosísima que me impulsa a dirigiros la palabra: el porvenir; quien observa y siente, por fuerza ha de lamentar esa degradación paulatina que, como frío sudario, envuelve nuestras juventudes; quien lo observa y lo lamenta no tendría perdón si no señalase enérgicamente algún reactivo en contra de tan invasora carcoma que amenaza reducir nuestra escogida naturaleza a los límites de la animalidad perdonadme la frase, y haced acopio de la indulgencia para otras muchas que habréis de oír y que acaso lastimen vuestros oídos, acostumbrados a las melifluidades de la lisonja.»
El fallecimiento de su padre
La nueva vida en el campo parece satisfacerla plenamente. No obstante, aquella aventura vital, aquella nueva esperanzadora etapa va a verse bruscamente alterada al poco de haber comenzado. En el mes de enero de 1883 fallece su padre, joven aún, pues apenas cuenta cincuenta y cuatro años de edad. La muerte «vino a recoger de mi lado el más querido, el más idolatrado de cuantos seres me rodeaban», se lamentaba a los pocos meses su desconsolada hija, quien ha dejado escritas numerosas muestras del cariño y admiración que sentía por su padre. Por los datos disponibles, Felipe de Acuña y Solís no debía de andar en los últimos tiempos muy bien de salud, hasta el punto de haber obtenido en 1878 la jubilación por su «notoria imposibilidad física para continuar en el servicio activo del Estado», aunque posteriormente se hiciera cargo del negociado de Agricultura, Industria y Comercio . Por más que su salud no fuera todo lo buena que cabría desear, su prematura muerte pilló por sorpresa a su hija, dejándola postrada por el dolor, desconsolada por la ausencia, naufragando en un mar de dudas:
«…pero fuera de ese imaginar incesante; fuera de este dolor del pensamiento silencioso y terrible, sin consuelo ninguno, que el pensamiento, cuando no fantasea en las supersticiones, no tiene consuelo para su dolor más que en el dolor mismo; fuera de esta vida de sentimiento que me invadía como una ola monstruosa, anegando, cegando con su amargura y espesor todas mis facultades intelectuales; fuera de este constante padecer, de esta rebeldía soberbia de la voluntad ante el inexorable destino de los seres y de las cosas que es el morir, mi pensamiento frío, mudo, hundido allá en un no sentir ni pensar, no daba luz, ni sonido, ni forma; era como una máquina rota y desquiciada por violento choque» (A mis lectoras (⇑), 10 de noviembre de 1883).
La muerte del padre parece precipitar la ruptura definitiva de su matrimonio. En el mismo mes de enero cesa Rafael de Laiglesia y Auset en su puesto de visitador de Agricultura, Industria y Comercio y en la Gaceta Agrícola. Cuatro meses después, se convierte en el nuevo jefe de la Sección de Contribuciones de la sucursal del Banco de España en Badajoz. Desde entonces sus vidas discurrirán por alejadas trayectorias. Huérfana de padre («un alma como la suya, gemela en el amor hacia todas las lealtades») y definitivamente separada de su marido (⇑), los meses que siguieron a aquel aciago inicio de 1883 conformaron un tiempo de gran trascendencia para nuestra protagonista, a juzgar por el brusco giro que, tiempo después, tomó su vida. Fueron aquellos meses momento de analizar las leyes que rigen el universo, de diseccionar las costumbres animales, de echar mano de la teoría darwininana que su abuelo materno, fallecido unos meses antes , se empeñó en que conociera; de repensar las enseñanzas del Evangelio, de analizar las enseñanzas de otras religiones, de separar la paja del grano; de diseccionar el alma humana, de contemplar su bondad y de analizar las causas que la enturbian; de rememorar las primeras imágenes del pasado de la humanidad, que su padre le hizo ver cuando ella estaba casi ciega; de evocar sensaciones: el olor de las serranías jiennenses, de las umbrías de Madrona, de los llanos de Navalahiguera, de las cumbres del Tamaral, de las mesetas de la Solana; la imagen del inmenso mar, probablemente el mar Cantábrico, acompañada de su padre, su querido padre que ya no estaba a su lado, que ya no estaba, que yacía para siempre en el cementerio de la Sacramental de San Justo, tan cerca, tan lejos, y a quien, más bien a su ausencia, había dedicado el soneto que, según nos cuenta El Liberal (5-3-1883, ha mandado esculpir en la losa que cubre su sepulcro: Piedra que serás polvo deleznable/ pues todo al paso de los años muere (⇑)/...
La campaña de Las Dominicales (1884-1891)
Fue en ese tiempo cuando, por casualidad, se produjo su encuentro con el semanario librepensador. Volvía de la capital con varios paquetes envueltos en papel de periódico. Al desenvolverlos, sus ojos repararon en un título que nunca antes había leído: Las Dominicales del Libre Pensamiento. Allí se encontraba, hecho tinta, encarnado, el ideal de libertad. Al ojear sus páginas, al leer sus escritos, al desmenuzar sus frases, su ser se estremeció ante aquel ejemplo real, lo tenía entre sus manos, de lo que para ella había sido hasta entonces parte de un ideal inalcanzable, al menos en aquella sociedad que le había tocado vivir: por las cinco columnas de cada una de aquellas páginas rezumaban las esencias de la libertad, de la justicia y de la fraternidad. Tras este primer encuentro con el aún joven semanario, Rosario se convirtió en fiel lectora de sus páginas: «¡Cuánto he meditado teniéndolas delante y con los ojos a medio cerrar, para resumir mejor la síntesis de cada uno de sus artículos!». Tenía delante de sus ojos lo que para ella era «el grito primero, el más valiente, el más conmovedor y el más imposible de ahogar de un pueblo que despierta...». Tan solo veía un problema, tan solo encontraba un punto débil en aquel proyecto: «¡Defender la libertad de pensamiento sin contar con la mujer! ¡Regenerar la sociedad y afirmar las conquistas de los siglos sin contar con la mujer! ¡Imposible!».
¡La mujer! Confinada en el hogar, adormecida su capacidad de aprender, de pensar por sí misma, desconocedora de «la fe de la naturaleza, de la ciencia y de la humanidad», se cobija en cuanto le inspira confianza, en aquello que le enseñaron en su niñez: es presa fácil del púlpito y del confesionario, queda a merced de los enemigos de la libertad. Convencida de que no se puede vencer en aquella batalla sin entrar en lo más íntimo del hogar, convencida de que resulta imprescindible cubrir aquel flanco, Rosario de Acuña y Villanueva decide dar un paso al frente, haciendo pública su adhesión a la causa del librepensamiento (⇑), con el firme propósito de «combatir a los enemigos, sean los que fueren, del hogar, de la virtud femenina, de la ilustración de la mujer, de la dignificación de la compañera del hombre».
A lo largo de estos siete años Rosario de Acuña se entrega a la tarea de combatir a los enemigos de la ilustración de la mujer, de la dignificación de la compañera del hombre, y el semanario dirigido por Chíes y Lozano se convierte en el instrumento más eficaz de la campaña. Sus escritos, que son recibidos con entusiasmo por quienes, de una u otra forma, se oponen al imperio del pensamiento único, aportan altas dosis de ilusión y fecundo sustrato ideológico a los suyos ( ¡Ateos! ⇑, Hipatia ⇑, Se lo merecen ⇑, La ramera ⇑...). Su palabra –ariete demoledor del oscurantismo, al tiempo que vigoroso acicate para quienes lo padecen– es seguida con expectación por un creciente número de mujeres, como bien prueban las adhesiones y cartas de agradecimiento que regularmente aparecen publicados en sus páginas. Tal y como se cuenta en el comentario 171. Mujeres en lucha (⇑), la lista se va ampliando semana a semana; cada vez son más las que, siguiendo su testimonio, van «anunciando a la mujer que su sitio está al lado de la libertad y del progreso».
Nota. En relación con esta etapa de su vida, se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)
© Macrino Fernández Riera – Todos los derechos reservados – Se permite la reproducción total o parcial de los textos siempre que se cite la procedencia