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La suya fue una vida intensa y ejemplar, una incansable lucha contra la superstición y el oscurantismo, contra la marginación de la mujer, contra la opresión y las desigualdades, en la que alcanzó un protagonismo como pocas mujeres tuvieron en la España de la época. Dramaturga, feminista, montañera, poeta, regeneracionista, librepensadora, masona, avicultora, articulista, exiliada, iberista, puritana, filo-socialista, productora teatral, autodidacta, deísta, republicana, melómana, publicista… un portento de mujer que a nadie dejaba indiferente: hubo quien la situó «en la vanguardia de la lucha social y en la línea de la unidad de los trabajadores» o quien afirmó que «representa una gloria nacional como pensadora y una creadora de valores nuevos para la mujer española»; otros, en cambio, la calificaban de «harpía laica», «engendro sáfico», «hiena de putrefacciones» o «trapera de inmundicias».
Nacida en confortable cuna, no tuvo una educación (⇑) como la de las otras niñas de su entorno social. Su condición de hija única y de enferma precoz, pues desde los cuatro años padeció una afección ocular que le negaba la visión durante largos periodos de tiempo, propició que la suya fuera bastante diferente a la que por entonces recibían las niñas de su edad. Así, de la mano de su madre fue conociendo las primeras letras y el calor del hogar; de la de su padre, la historia y la literatura; de la de sus abuelos, las ciencias naturales; y de la Naturaleza, todo lo demás. Fueron, en efecto, muchas las temporadas pasadas en las propiedades que poseía su abuelo en Jaén (⇑) donde, cuando sus ojos se lo permitían, se dedicaba a contemplar el comportamiento de todos los seres, animales y racionales, que poblaban aquellas tierras; varios fueron los viajes que realizó, con su madre y su padre primero y sola más tarde, por las tierras de España y por las de Francia (⇑) e Italia (⇑). Todo ello completado con buenas lecturas, afamadas representaciones dramáticas y los mejores conciertos.
La única hija de aquella familia acomodada muestra pronto inquietudes literarias que la llevarán a publicar sus primeros poemas al poco de cumplir los veinte años. Estimulada por el cariñoso aliento de los más próximos y dado que parece que no se le da mal el arte de la rima, se atreve a acometer una obra de mayor complejidad: en 1876 se estrena su drama Rienzi el tribuno (⇑), que obtiene el aplauso del público, la aprobación de la crítica y los parabienes de renombrados escritores del momento, como Núñez de Arce, Campoamor, Alarcón, Echegaray y algunos otros integrantes del Parnaso nacional. Ese mismo año contraerá matrimonio con un oficial del ejército de quien cuentan está muy enamorada.
Pocos años después todo empieza a cambiar: su matrimonio empieza a resquebrajarse (⇑) y la joven escritora decide alejarse de la gran ciudad, a la que cree fuente de vanidades, envidias y futilidades insanas. Se instala en una quinta campestre situada a las afueras de Pinto (⇑), una localidad situada al sur de Madrid que por entonces no alcanza los dos mil habitantes, y allí –atendida por familiar servidumbre y rodeada de sus animales y plantas– medita, estudia y escribe. Poco tiempo después, recibe otro gran mazazo: la muerte de su querido padre. Los que siguen son tiempos de hondas meditaciones, de sosegado disfrute de las bondades de la naturaleza cultivada en la que vive; de expediciones a caballo (⇑) recorriendo durante meses la geografía patria; de lecturas, reflexiones... Por entonces se convierte en la primera mujer que ocupa la tribuna del ateneo madrileño (⇑); por entonces escribe entusiasmados artículos en los que hace coparticipes a sus lectoras de las bondades de la vida en el campo.
Tras meses de profundas meditaciones, parece tener claro que aquella sociedad está enferma, que su querida España está atenazada por la incultura, la hipocresía y las supersticiones, dominada por el oscurantismo clerical. Es preciso hacer algo para cambiarla y las mujeres pueden jugar un papel decisivo (⇑) en la necesaria regeneración patria. Decide dar un paso al frente y adherirse a las huestes que defienden la causa del librepensamiento, de la libertad de conciencia. Así lo hace saber por medio de una carta que se publica en la primera página del semanario Las Dominicales del Libre Pensamiento en el mes de diciembre de 1884. Apenas un año después, se celebra en Alicante la ceremonia ritual que la convierte en integrante de la masonería (⇑).
Es consciente de que ha cruzado a la otra orilla y que el camino emprendido le podía arrostrar no solo el sarcasmo y la sátira, sino también la hostilidad de la gente de orden, de los que «tienen grandes influencias en mi patria». Desde entonces, aplaudida por los suyos y vituperada por los otros, su pluma abandona los cómodos renglones que ha surcado hasta entonces para convertirse en eficaz instrumento de la buena nueva: la pictórica poeta y viril dramaturga se transforma en afanosa publicista. Como librepensadora militante, como activa combatiente en defensa de la libertad de conciencia (⇑), colaborará en cuantas publicaciones comprometidas con la causa requirieran sus palabras, enviando todo tipo de escritos a cuantas asociaciones estuvieran empeñadas en romper el monopolio de la verdad institucionalizada, participando en cuantos actos se organicen para reclamar la entrada de luz, más luz, y aire renovado en el solar patrio. El padre Juan (⇑), su cuarto estreno teatral, refleja perfectamente la nueva situación. Se trata de un drama propagandístico que irrita a las autoridades, tanto que la primera representación se convierte inopinadamente en la última: el gobernador civil de Madrid, cediendo a las presiones recibidas, prohíbe que la obra continúe en cartel. Rosario de Acuña debe de asumir las pérdidas económicas causadas por la suspensión, pues ella sola había emprendido aquel proyecto al no encontrar a nadie dispuesto a asumir el riesgo de estrenar tan polémica obra.
Estamos en 1891 y el camino que ha emprendido unos años antes parece no tener retorno posible. Cada acción que emprende la involucra más en aquella pugna ideológica. Así las cosas, decide poner tierra de por medio, instalándose en una pequeña localidad de Cantabria, en la cual pondrá en marcha una modesta industria avícola (⇑) y donde vivirá en compañía de un joven con el que permanecerá hasta su muerte. Cada año que pasa está más lejos de lo que defienden quienes configuran lo que un día fue su grupo social, del cual solo recibe improperios y desprecios, cuando no agresiones y querellas. Por el contrario, las heridas de la batalla van forjando en ella un sentimiento de fraternal solidaridad con los que, como en su caso, se rebelan contra los convencionalismos y las injusticias de una sociedad instalada en la apariencia y la hipocresía.
En la última etapa de su vida, la que transcurre en Gijón desde 1909 hasta su muerte en 1923, su implicación en la defensa de los más desfavorecidos se hace mucho más patente. Parece tener claro que al tiempo que se lucha contra el oscurantismo es preciso echar una mano a quienes son víctimas de tan injusta sociedad. Por eso, a pesar de los años de lucha que ya lleva a cuestas y de las heridas recibidas, aún habrá de enrolarse en nuevas refriegas, algunas cruentas, como la que provocó su precipitada huida a Portugal (⇑) para evitar ser apresada por un artículo en el cual arremetía, con duras palabras, contra unos estudiantes que a las puertas de la universidad madrileña habían agredido de palabra y obra a unas universitarias. Ya no le parece suficiente usar la pluma para defender la libertad de pensamiento, es preciso involucrarse también en la lucha cotidiana, acudiendo a mítines y manifestaciones. Se muestra satisfecha con la coalición entre reformistas y socialistas que preparó la huelga general de 1917, que ella alentó, razón por la cual su casa fue objeto, en dos ocasiones diferentes, de un minucioso registro por las fuerzas policiales (⇑).
Allí, en aquella casa del acantilado (⇑), los más necesitados tienen quien los apoye. No es de extrañar que el día de su entierro –al lado de republicanos, reformistas y masones– acudieran numerosas mujeres, sus compañeras (⇑) («pues toda mujer que trabaja y piensa lo es mía»), numerosos obreros (cuyos líderes hasta allí se habían acercado días antes, como cada Primero de Mayo, para manifestarle su admiración y respeto), multitud de gijoneses, integrantes del pueblo llano, del que vive –como ella ha vivido en los últimos años de su vida– del trabajo de sus manos, los cuales, agradecidos, transportaron a hombros su humilde féretro durante varios kilómetros hasta depositarlo en el cementerio civil (⇑).
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Libro de lectura libre que se puede descargar en formato PDF pulsando aquí (⇑)
El crimen de la calle de Fuencarral (⇑)
Madrid, Ediciones 19, 2017
Madrid, Prisanoticias Colecciones, 2019
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