(Impresiones a vuela pluma)
He aquí los dos extremos de una cadena de bellezas; ambos se tocan, pero no se confunden; los liga la Naturaleza con un lazo de flores, pero viven separados como el día y la noche, hijos también de la misma madre, semejantes en hermosuras, distintos en caracteres.
Cintra es el día, lleno de colorido, de luz, de suavidad, de perspectivas, de risas, de cambiantes, de cantos, de alegrías. El monasterio de Piedra es la noche con sus magnificencias conmovedoras, con sus misterios, sus rocíos, sus tempestades, sus resplandores de universos desconocidos, con sus bellezas majestuosas, espléndidas, llenas de grandiosidad y de melancolía. En Cintra la Naturaleza es la doncella; en el monasterio de Piedra es la matrona; la primera todo lo espera, y todo la sonríe y la adorna y la engalana; la segunda todo lo posee y todo lo sabe y lo realiza y lo comprende. Cintra se adormece entre sus bosques de camelias, contemplando a sus pies un panorama inmenso ceñido por el océano. Piedra vive siempre despierta por el rumor de sus cascadas, y se contempla a sí misma; su lago es el espejo de sus torrentes, de sus nogales, de sus intrincadas y agrestes florestas, ceñidas de parras silvestres y de madreselvas.
Cintra se esconde bajo la corpulencia de sus árboles, cien veces seculares; bajo los penachos de sus palmitos y las anchas hojas de sus plátanos; el heliotropo, las rosas, el azahar y los jazmines entrelazan sus vástagos con los cedros del Líbano, los abetos del norte y los castaños de Indias; entre las higueras chumbas, crecen los chopos; junto a los pinabetes de los Alpes, se desarrolla el árbol de la pimienta; junto a las vides de Colares acometen a los cielos el ciprés y el ecucalipto; las azucenas se enlazan con las dalias; los pensamientos se ocultan entre las violetas; las fucsias trepan con las pasionarias, y entre los matices purísimos de esta filigrana de flores, de plantas y de árboles, se destacan unas veces graciosos, otras severos, otras magníficos, palacios, quintas, castillos y pueblos, costeado todo por la azul superficie del mar, iluminado todo por la radiosa fulguración de un cielo sereno y puro.
Cintra posee, como el mejor diamante de su corona, un castillo cual no le hay otro igual en lo suntuoso y en lo concluido: el castillo de la Pena, de Don Fernando de Portugal; semejante a los nidos del cóndor de los Andes, se alza asentado sobre las rocas más altas de las montañas de la Lúa, en cuya falda se recuesta Cintra.
La arquitectura de este castillo, gótica del más precioso estilo, es una verdadera maravilla de filigrana en sus rosetones, chapiteles y arquitrabes; aprovechando las sinuosidades de su cimiento de basalto –que de tal es la crestería del monte donde se levanta– presenta terrazas, puentes levadizos, cúpulas, pasos cubiertos, almenas y barbacanas, y en el momento de pasar el primer foso, créese el viajero transportado a un recinto feudal, de tal modo copia la fábrica del castillo la antigua morada señorial, y permanece la ilusión de tal manera, que cuesta trabajo apartar el pensamiento de aquellas edades y se espera ver surgir de entre los macizos y tallados muros, el heraldo de armas con las enseñas de su señor; el travieso paje con el halcón encaperuzado; la taimada dueña de maliciosa sonrisa; o la aulladora cuadrilla de lebreles, atraillados por el experto montero; tal carácter, tal sabor, tal originalidad se respira en la posesión verdaderamente regia de don Fernando. Sus estancias son museos de maravillas, traídas de todas las naciones del globo, y tales riquezas y suntuosidades ostenta en sus muebles, en sus cuadros, en sus bronces, en sus porcelanas y en sus tapicerías, que bien puede considerarse como de valor inestimable esta morada de príncipe; en ella nada huelga, ni se desprende del conjunto de originalidad que la ha inspirado; además de la mano del poderoso, se descubre en este albergue notable, la mano del artista; todo lo que encierra entre sus muros, que ya indican en su gótica construcción el culto del arte, demuestra una exquisita entonación en los pentagramas de lo bello; esto añade una nota más a la hermosura del cuadro.
Al castillo lo rodean bosques frondosísimos, riachuelos, estufas, lagos, invernaderos, jardines y parterres rebosantes de las más preciadas flores; por todas partes se ven estanques, estatuas, pajareras llenas de aves exóticas, y desde la cúpula mayor de este palacio-fortaleza, se abarcan más de cuarenta leguas en contorno, pudiendo decir sin temor a equivocarse que en un día claro se domina desde el castillo el reino lusitano; tal es el florón más preciado de Cintra; ella lo sabe, lo sabe y se extiende frondosa, exuberante de lozanía, ebria de aromas y de matices, a los pies del gigante de granito que la protege majestuoso, recortando el purísimo azul de los cielos con las siluetas de sus torreones y los dentados lienzos de sus murallas. A sus plantas se desarrolla toda la vegetación de los trópicos, mezclada con la sombría del norte; en ella se engarzan los palacios y villas de Monserrate, Setiaes, Pombal, Saldanha, Monforte, Regaleira y otros ciento, todos suntuosos, artísticos o ricos, pero todos bellos, con la belleza que les prestan, por una parte, el jaspe, el pórfido, las maderas preciosas, el bronce, la plata, el brocado y el oro; por otra parte, las encinas, los álamos, las palmeras y los macizos de geranios, anémonas, nardos y begonias. ¿Qué le falta, pues, a Cintra para ser la reina de las hermosuras, la primogénita de la Naturaleza? Tiene cielo del mediodía; flores y árboles de todas las zonas; agua cristalina por sus bien cultivadas cañadas; palacios donde el oro y el arte amontonan riquezas y preciosidades, y el mar cerrando su horizonte. ¡Proclamemos a Cintra como la más valiosa, como la primera, como la única joya de la Península... ¡No!. No puede ser la primera, ni la más valiosa, ni la única, porque en un rincón escondido a todas las miradas, en un sitio alejado de todo camino, en una estéril comarca donde los rayos del sol se arrastran perezosos y abrasadores sobre las calizas rocas y los arenosos barrancos, sin tener ninguna coronada alteza que le dé su protectora sombra, alzando basta las nubes sus crestones arrogantes, manumitidos de toda servidumbre castellana, ásperos, toscos, rudos, con las primitivas sinuosidades que marcó en sus graníticas espaldas el beso de las tormentas, el abrazo de los huracanes; perdido en la soledad de un desierto, existe un paraíso cuyo sello característico de belleza es tan solemne, tan majestuoso, tan grande que lo coloca enfrente de la perla lusitana y a la par que ella empuña el cetro la primacía y a la par que ella se hace respetar como único.
El monasterio de Piedra enfrente de Cintra; la Naturaleza brava, exuberante, libre, salvaje, despreciativa de las líneas rectas y de las armonías rebuscadas, lanzándose atrevida, con la energía indomable de los primitivos tiempos, por los escarpados peñascos, para enlazarlos con sus lianas retorcidas, fecundas sobre el carcomido tronco y el árido guijarro; cubriéndolos de hiedra oscura, maciza, revuelta en cien nudos y retorcidos, para cruzar grietas y trepar cumbres, y salvar abismos; la Naturaleza arrollando la medida impuesta por la mano del hombre, sembrando por sí misma los gérmenes sobre el pedernal, en las grutas, bajo las aguas, junto a la nieve, para desarrollarlos luego con el aliento de sus virginales caricias.
La Ilustración Ibérica, Barcelona, 6-12-1884
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La Naturaleza bordando, pródiga, su manto con florecillas silvestres, que se balancean al borde mismo de la espumosa cascada; ciñendo su cabeza con la mural corona de agrios despeñaderos, que desafían en admirable equilibrio a las centellas; bañando sus plantas en los iris deslumbradores de sus torrentes, en la transparencia inalterable de sus lagos, en el bullicioso correr de sus ríos. La Naturaleza, reina absoluta de su destino, vertiendo a raudales sus maravillosas armonías; el nogal caído sobre las rocas que detienen el agua, haciéndola saltar en blancas hiladas de espuma; el fresno, que nació entre las junturas de los peñones, buscando, replegado, el sol y la humedad y lanzándose por encima del abismo al negro espacio; el escaramujo, festoneando la ribera de la corriente que arrastra de cuando en cuando sus capullos; la zarzamora, haciéndose salpicar sus racimos por las gotas del saltador manantial; las guijas rodando por laderas y precipicios, con sus vetas argentinas de plomo o de plata; y en este marco indefinible, majestuoso, espléndido, lleno de severidad y de grandeza, el agua del río Piedra, rugiente y batalladora contra peñas- cos y troncos y árboles y lianas, saltando turbulenta, sin cesar espumosa, sin cesar atronando el espacio con sus estridentes carcajadas o sus agudos suspiros, y sin cesar corriendo, en rápidas cascadas y torrentes, a despeñarse como una masa de desengarzados diamantes, sobre la colosal gruta de góticas estalactitas.
Este es el monasterio de Piedra, tan distinto de Cintra, ya lo he dicho, como el día de la noche; tan hermoso como Cintra... no, ¡mucho más hermoso que Cintra! Quitémosle a esa presea del Portugal sus palacios, su arte, sus jardines, y será una agreste sierra, pero nada más; a Piedra no se le puede quitar nada, porque el hombre ha cuidado que su belleza majestuosa no se empequeñezca con resabios civilizadores. ¡He aquí el gran mérito de su propietario! El señor Muntadas ha comprendido, con su juicioso criterio, que toda obra que se añada a la que hizo en su posesión la Naturaleza, es un verdadero sacrilegio, y ha huido de toda violencia, de toda regularidad, y solamente tiene la exquisita precaución de que en aquel paraíso terrenal no se descubra la mano del hombre; por esto el monasterio de Piedra tiene tan austera magnificencia. Cintra nos transporta a la Edad media, es decir, a una edad humana. Piedra nos lleva a las primeras de nuestro planeta, es decir, a una edad prehistórica.
Cintra nos habla de guerreros, de trovadores, de festines, de industrias, de talleres, de fábricas. Piedra nos habla de las luchas del león del desierto y la hiena de las cavernas; de los besos de las palmeras a través de los arenales solitarios; de la tierra sacudiendo su melena de aguas por encima de sus hombros de cuarzo y de lava; del crujiente rodar de los ventisqueros por laderas y valles; de las espumosas olas de la inundación arrolladora, saltando por encima de las montañas.
Cintra nos recoge el pensamiento en un punto, en una época, en una sociedad. Piedra nos eleva la imaginación hasta la epopeya grandiosa de la vida, cuando sus primeros suspiros unieron al concierto de las creaciones universales; cuando sintió el fuego del sol fecundizar sus caldeadas entrañas; cuando le daba a las brisas sus primeras simientes y se ceñía con los primeros verdores; cuando entonó el himno del triunfo con el rugido de sus monstruos, los gorjeos de sus aves, el zumbar de sus insectos.
Ante Cintra nos sentimos admirados; ante Piedra, conmovidos; la primera despierta en nosotros recuerdos alegres, ecos de la sociedad, sombras del mundo; la segunda nos trae reminiscencias de lo eterno, deseos de lo desconocido, esperanzas en lo inmortal; su cielo menos diáfano, pero más luminoso que el de Cintra, no descubre ningún extenso horizonte, parece que está allí solamente para cobijar aquel recinto; fuera de Piedra nada importa que haya sombras; este exclusivismo de su belleza hace concretarse el espíritu en un más allá de la tierra.
El lago de Piedra causa impresión inolvidable; jamás se borra de la memoria; nada de preliminares; un muro de piedra matizado con todos los grises, desde el rojo hasta el negro, desde el verde basta el blanco, se levanta delante del viajero; allí no hay nada más que un talud colosal, cuya cima rodean, con círculos iguales, el alcotán y la golondrina; de pronto, cuando menos se espera, cuando más sorpresa puede haber para los ojos y más sobrecogido puede quedar el pensamiento, se extiende el lago límpido, oscuro, con esa oscuridad de las aguas profundas y tranquilas; parece un espejo de bruñido acero engarzado en los mismos cimientos de la roca; por todas partes el murallón titánico se eleva, con sus peñascos aleonados por manchas desiguales, rotas a veces por un cortinaje de yedra, que mece sus látigos de aterciopeladas hojas sobre la tersa laguna; a veces interrumpidas por un chaparro que se aferra junto al derrumbadero, dejando al des- cubierto parte de sus raíces; igual da mirar arriba que abajo, el agua reproduce el paisaje hasta el punto de que se duda cuál es el verdadero, si el que nos rodea o el que se hunde a nuestras plantas, de tal manera es serena y diáfana la superficie de las aguas; de pronto se agitan, se extienden en círculo, ondean con mareante vaivén taludes y rocas, y cielo, y ribera, y de entre aquellas esferas que se suceden unas a otras, salta la airosa trucha, con su manto violado y sus aletas plateadas, y describiendo rápida curva, vuelve a caer, haciendo saltar las ondas al sumergirse en lo profundo; a veces el alcotán la adivina, la ve debajo de las aguas, acecha el momento en que aparece sobre el cristal movible y antes de que termine su evolución, se arroja sobre ella como la piedra que despide la honda, y clavando sus garras de hierro en la pobre presa, se eleva a las alturas, arrebatando el pez, entre un grito de júbilo y una lluvia de gotas diamantinas. Por otra parte, asoma su aplastada cabeza el prudente lagarto, levanta sus ojillos vivaces, estira con placer sus patitas de afilados dedos, repliega su piel verde y rojiza, y alzando al cielo su boca sonrosada, se aletarga, con verdadera dicha de sibarita, al recibir sobre su cuerpo los rayos del astro amado; los sauces que festonean las orillas del lago, apenas logran sitio donde vivir, y teniendo que decidirse entre la roca y el agua, muchos de ellos se sumergen en las ondas, crecen entre las algas e inclinan los penachos de sus lánguidas ramas, que se bañan al menor soplo de la brisa. Fuera de aquel recinto, parece que no hay mundo; ningún eco exterior interrumpe sus ecos; la piedra que rueda, el cantar de la tórtola, la rama seca que se desprende, el pío de los gorriones, el sedoso volar del águila, la hoja que cae sobre el escaramujo, el reptil que se espanta, la arena que se desliza por un seco cauce, el gotear de la fuente bajo la vid silvestre, todos los rumores y los susurros que allí se escuchan, son de allí mismo, y así como antes de entrar no se adivinaba la existencia de aquel lugar, una vez dentro no se adivinaría, a no ser por el recuerdo, otra vida que aquella, otro mundo que aquel; cuesta trabajo dejarlo; ¡hay tal paz entre sus murallas!, ¡hay una armonía tan tranquila entre sus riberas que sólo allí se comprende vivir sin pasiones y sin dolor! Alguien ha dicho que aquel lago tiene el sombrío colorido de un paisaje dantesco; el que así lo mire, sin duda lleva en el pensamiento una parte del infierno del poeta florentino; sólo las reminiscencias de la pasión, de la duda, del combate social, pueden inspirar tales ideas; aquel paisaje es severo, pero no espantoso; aquel paisaje ostenta una grandeza sublime, pero no terrible; la Naturaleza se reviste en aquel recinto con sus ropajes más serios y sus más imponentes galas, pero siempre es ella, amable, buena, cariñosa, llena de ternura; igual para el ave que para el insecto, lo mismo para el árbol que para el hombre; sin ofrecer ningún dolor más que la transición de la muerte y derramando, en cambio, la vida por todas partes, lo mismo en el blando nido que en el cenagoso légamo, lo mismo sobre el pámpano que en el pedernal, lo mismo en el cubil de la fiera que en el palacio del hombre; ¡siempre pródiga y desvelada madre! No le habléis a ella de infierno, de tortura; la Naturaleza huye del tormento, aborrece el dolor; en el lago de Piedra no se puede hallar el averno del Dante, porque ella reina allí con todos sus privilegios y con todas sus grandezas.
La gruta de Piedra atrae, fascina, se comprende que estando mucho tiempo en ella se ame la muerte; el Ser que dio leyes a la Naturaleza para hacer tales maravillas no puede, es imposible, que haya creado la muerte por castigo ni pena; aquellas aguas verdes, profundas, mansas, donde caen de cuando en cuando pequeñas gotas filtradas a través de los techos de la gruta; aquellas rocas negruzcas, revestidas de algas petrificadas que las bordan con festones y lazos y rosetas; aquel manto de agua, filigrana de plata a la luz del día y espléndido cendal de irisados cambiantes cuando lo acaricia el sol; aquel hervidero de espumas, que cual nubes de rocío ascienden del abismo y van perdiéndose en tenuísimo vapor, agitado y ondeante como gasa de plumas; aquel susurrar continuo que unas veces finge gritos de angustia, otras suspiros de amor, otras llanto de rapaces; aquellas auras húmedas, que roban sus aromas a las flores del precipicio, y que van dejando por donde pasan mil gotitas de agua cual luminoso polvo de diamantes; aquel cruzar de las palomas torcaces que anidan en la caverna, cuyo vuelo sortea la caída del torrente, y cuyos giros inseguros se enlazan y confunden por entre los hilos de agua que caen de lo alto y el vapor nuboso que de lo profundo sube; aquella atmósfera fresca, tranquila, adormecedora, llena de efluvios de la tierra y esplendores del cielo, invade nuestro ser con oleadas de amor e involuntariamente el nombre de Dios se escapa de los labios y la esperanza en la dicha renace en el corazón.
Piedra es sublime; Piedra no lleva en sí ni la imagen de la sensualidad ni la del dolor; nos habla de espíritu, de eternidad, de Dios; sus antros, sus corrientes, el paso de un tiempo indeterminable, que se descubre y se ve en sus petrificaciones asombrosas; sus selváticos paisajes, donde la vida parece que se ha deleitado en verterse a torrentes; todo su recinto, nos mueve a la contemplación, al homenaje; todo nos conduce, de derivación en derivación, a amar, a esperar, a creer.
Piedra, pues, como Cintra, tiene un cetro, una corona; ambas son reinas, ambas son poderosas, pero sus estados son distintos, su poder es diferente. Cintra reina sobre el cuerpo, Piedra sobre el alma.
La Ilustración Ibérica, Barcelona, 13-12-1884
Notas
(1) Cintra o Sintra, que de las dos formas se ha conocido desde antiguo a esta localidad portuguesa, razón por la cual se ha mantenido la denominación utilizada por la autora; lo mismo se ha hecho con el resto de topónimos por ella citados.
(2) En relación con el contenido de este escrito se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)