Después del descubrimiento de América por Cristóbal Colón, los países sintieron una sed delirante de conquistas en las tierras vírgenes, precipitándose hacia ellas en numerosas caravanas, ansiosos de honra y de provecho.
Inglaterra, que se había demostrado más rezagada en este asunto, no pudo al fin, sustraerse a la influencia del indianismo reinante, y algunos de sus hombres obtuvieron permiso de la reina Isabel, a la sazón en el trono, lanzándose a las aventuras de los descubrimientos de tierras vírgenes.
Entre los que más ardientemente acometieron la empresa, figuró el aristocrático, gentil hombre de la corte inglesa Walter Raleigh; el galante y caballeroso mancebo que tendió sobre el lodo su finísima capa bordada de oro y piedras preciosas para que por ella se deslizara su soberana, preservando así sus pies de la cenagosa suciedad del terreno.
El cumplido gentil hombre, hizo un primer viaje al Nuevo Mundo, explorando a lo largo de las costas de Carolina cuya belleza le cautivó y volviendo para dar cuenta de su descubrimiento a su reina, que ofició de madrina del terreno descubierto, dándole por nombre el de Virginia, para inmortalizar el reinado de la reina virgen, ya que ella lo era por entonces.
Tres expediciones más organizó el cortés y animoso Walter, pero, desgraciadamente, ofrecieron resultado negativo, pues el hambre y los indios hicieron fracasar todo intento de colonización por parte de Inglaterra.
Al suceder en el trono a Isabel Jacobo I, este monarca, amigo del conde de Essex cuya infelicidad había labrado Raleigh, lo exoneró de sus altos empleos, fue acusado de alta traición y, si bien el attorney general, el célebre jurisconsulto Coke no le imputó otro crimen que el de no haber revelado un cierto complot que se fraguaba, un jurado miserable le declaró culpable del crimen de alta traición, lo que implicaba una sentencia de muerte.
Verdad que esta no llegó a ejecutarse, pero el desgraciado Walter fue encerrado en la Torre de Londres, en la que permaneció doce años.
Durante su prisión mereció el nombre que le dio Spencer de [¿¿??] del Océano, por sus admirables escritos en pro de la colonización. Sus disertaciones militares, políticas y geográficas y, sobre todo, su Historia del Mundo le conquistaron un nombre envidiable en los dominios del saber; recobrando, al fin, su libertad, partió a la Cuyana, fiel a sus ansias de descubridor, persiguiéndole siempre la desgracia, pues perdió todo su capital inútilmente, por lo que trató de resarcirse recurriendo a los medios a que los potentados recurrían en aquel entonces: al robo y al saqueo.
El establecimiento español de Santo Tomás fue objeto de su piratería; enterado de lo cual el rey Jacobo, y temiendo que el hecho acarreara complicaciones con España, en lugar de amonestarle e imponerle un castigo racional, cometió la venganza ruin de resucitar la antigua acusación de alta traición, logrando que se le condenara a muerte a los quince años de habérsele perdonado por aquel delito, ejecutándose la sentencia al día siguiente (26 de octubre de 1618); a los sesenta años de edad fue decapitado, muriendo con una serenidad y valor que no desmintieron su pasado y dejando un ejemplo del más colosal abuso de justicia que pueda haberse permitido la tiranía.
Hipatia
Nota
Se recomienda la lectura del siguiente comentario, donde se comentan las dudas que mantengo acerca de la autoría de este escrito:
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)