Apreciable e incógnita criatura, que existes en la sombra, a ti te dirijo la presente. Tú dirás, y contigo mis compañeros de redacción, que de donde te ha venido la suerte que te concede la sin igual ventura de que yo pare mientes y maneje pluma para contestarte, personificando tu vaga y fantástica individualidad. A ti, como a ellos, les responderé sobre el particular diciendo, que no achaquen a tu suerte el que me meta contigo en contestaciones: acháquenlo a esta mi mansedumbre en no tomar por inferior a ninguna criatura que, siquiera en formas, sea considerada como racional; y acháquenlo también a una cosa que bulle dentro de mí, que pudiera llamarse «monomanía de la enseñanza». Es el caso, que no puedo resistir al lado mío el más pequeño conato hacia la insensatez o necedad, sin que al punto salte en mí una, a modo de comezón, por establecer cátedra donde quede dilucidada la verdad, confundido el ignorante y desahogado mi entendimiento. Todavía, y a pesar de estas explicaciones sobre el por qué te contesto, se les ocurrirá a mis buenos amigos la objeción de que es indecoroso andar en réplicas con Lo Anónimo; pero como por una vez todo les es permitido a los mortales, me creo autorizada, en mi cualidad do tal, a cometer tamaña imprudencia, diciéndoles a ellos, como a ti, que no volveré a repetirla.
Por fortuna vivo rodeada de fidelísimos servidores, tan fieles, que los creo capaces de dejarse matar por mí. Pues bien; no hará menos de cinco años, cierto día, por cierto motivo, llamé al más anciano de todos, que ya frisaba en los sesenta, y le dije que desde aquella fecha en adelante abriera toda mi correspondencia, incluso los certificados, cuyo sobre firmo después de sacar él su contenido, que la leyese toda, y que aquellas cartas simples, ofensivas o indecentes que encontrase entre ella, y ya firmadas o sin firmar, vinieren de ese ente inmoral de necesidad llamado Lo Anónimo, no me las entregara y las destinase a los usos reservados de su incumbencia. Así se hace al pie de la letra desde entonces, y con esto, todo hijo de un mal padre que, pretendiendo hacerme perder un cuarto de hora o darme un mal rato, me dirige la consabida cartita, se queda con las ganas de ambas cosas y además guardado en oloroso camarín. Mas con todo lo dicho, como sé que existes indubitablemente, porque te holla mi pie en el lugar que te corresponde, por una sola vez voy a adivinarte y contestarte, señor Lo Anónimo.
Pero ven acá, inocentón que eres, con todo tu presumir (y permite que de cuando en cuando use de algunos calificativos en los cuales te ruego no veas segunda intención, sino una pacífica y bondadosa caridad, tan profunda y tan mansa como la del evangelio de los cristianos), ven acá y dime: ¿qué te propones al endilgar las advertencias, lamentaciones, consejos, y hasta amenazas, que son de rúbrica en tus escritos enmascarados? ¿Presumes que, si la aduana que me los decomisa no existiera, y estos mis ojos que la tierra, el mar, o el fuego se tienen que comer, los revisaran, llevarían al fondo de mi alma un conato de compunción mística, capaz de dar con mi cuerpo en los mismísimos desiertos de la Tebaida? ¿Piensas, pobre simplón, que tus frases enconadas, por mucha podredumbre que en ellas hubieres puesto, podrían conmover, como descarga eléctrica, todas las ramificaciones de los ganglios de mi individuo? (Te diré, porque Lo Anónimo no suele estar fuerte en anatomía, que estos ganglios son una cadena de nervios, que se extiende por ambos lados de la columna vertebral, y aun por grupos importantes en las demás cavidades y vísceras del cuerpo humano.) ¿Supusiste, acaso, mientras vertías tu miseria en el papel, que acá, dentro de mi ser, resonaría tu voz, si lograra penetrar, como en caja vacía, y con el compungimiento y los pucheros entrecortados de un niño a quien se le escapa un pájaro, iba a encontrarse ante lo sibilítico de los tristes augurios que estilas de ordinario, con que se me habían volado del magín las idealidades sobre la inviolabilidad de la conciencia humana? ¿O es que te imaginaste, pobrete, que con decirme acaso «que usurpo los destinos del hombre», que viene como de molde cuando se escribe a una mujer, caería, como suele decirse, de mi burro (que para ti un burro debe ser algo así como mí orgullosa ignorancia), caería, repito, del burro de mi ignorancia, y con lágrimas como puños, y un «¡no lo volveré a hacer más!» había de ir, contrita y ruborosa, a besar la mano a los redactores de Las Dominicales, después a todos sus colaboradores, y aun a todos cuantos varones encontrase por esos mundos de Dios, para que me diesen la absolución del pecado do haber pretendido usurparles sus destinos? ¡Calla, tontín, y piensa con despacio en tus intenciones y verás que acusan, sobre todo, una candorosa ignorancia!
¡Sí, hombre, sí! Solamente una ignorancia sacristanesca, vulgo supina ignorancia, pue-de pensar esas bobaliconerías. Y atiende por lo que te llamo ignorante. No es por la redacción de tus escritos, que aunque bastante mala (pues nunca Lo Anónimo escribió con limpieza), yo no me paro jamás en esas pequeñeces, tratándose de los demás; no es tampoco por la intención, indudablemente sanísima y honradísima que los inspira, y que siempre es respetable proviniendo del que desempeña una función de la racionalidad, como es el escribir. Te llamo ignorante porque revelas un desconocimiento lastimoso de lo que es el corazón humano. De aquí mi propósito de refundir y personificar tus cien máscaras en su verdadera esencia de Lo Anónimo, para ver si te hago reflexionar sobre ti mismo, y en todo lo que constituye el misterio viviente que se llama ser humano, bien que esté al principio, o al fin de la escala, con conatos de racional, o con perfecciones de razón.
En general, respiran tus garrapatos una sencillez, una inocencia, un candor, una tan dulcísima beatitud instintiva, que no me tuviera por criatura amante del progreso si no intentase darte algún conocimiento sobre los seres humanos. Siempre dices que lo que dices lo va a encontrar nuevo el entendimiento de la persona a quien te diriges, y que conoces las interioridades de su vida y de su conciencia. Cuando me escribas a mí, dirás, por ejemplo, que sabes que mis ojos andan de mal en peor por el camino de las enfermedades, y hasta me darás señas de los seres de mi familia. Pero, calabazón, ¿no ves que esto lo sabe todo el mundo que quiere tomarse el trabajo de mirarme la cara, o preguntar a cualquiera que me conozca? Dirás, como si lo viera, que soy una empedernida materialista, porque soy una endiablada libre-pensadora, y aun harás dibujos y ringorrangos de estilo prediciéndome catástrofes y penas acá, penas y tormentos allá, y hasta me invitarás á enmendarme a toda prisa. Con lo cual, te quedarás tan ancho, creyendo que me conoces y me asustas. ¡Pobrecillo!
Mira si el afán de enseñar al que no sabe estará arraigado en mi alma, que voy a darte el gustazo de que me veas un pedacito de conciencia para que me conozcas bien, y no presumas en tonto, como hasta aquí. ¡Asómbrate! Me voy a confesar contigo, para de- mostrarte toda la profundidad de tu ignorancia, que no ha logrado penetrar la corteza en que tratas de clavar el diente. Supones que yo,nacida en el catolicismo, criada en un hogar con ciertos ribetes de carlista, como los tenían todos los hogares de antiguo abolengo, acostumbrada durante mi primera edad al Todo fiel cristiano,rezadora en mi infancia de aquello de cuatro esquinitas tiene mi cama, he entrado en lo que llamas camino de perdición, y denominan por ahí fuera libertad de pensamiento, sin que se librasen titánicas batallas en el fondo de mi conciencia. ¡Infeliz! ¡Qué sabes tú lo que son batallas de conciencia! ¡Y aun estoy por añadir que no sabes tú lo qué es conciencia! ¡Si estoy por creer que tomas como tal un estado patológico del espíritu! ¿Quieres que te cuente, para ilustración de tu romo encendimiento, un sueño que tuve y lo que de él deduje, cuando las primeras aspiraciones de mi alma se sublevaron, revelándose dentro de mi con- ciencia católica? Pues oye, y aprende, que buena falta te hace, para que sepas quién soy yo.
Me vi suspendida al borde de un abismo. Enfrente de mí había una mujer hermosísima, vestida de azul y blanco, hollando con su planta una luna y coronada de estrellas. Creo que por las señas habrás conocido la imagen de la Purísima Concepción. En su mano tenia una varilla de oro, a cuyo extremo brillaba un grueso diamante: en una de sus facetas veían mis ojos escenas del paraíso prodigiosamente aumentadas por los irisados esplendores de la preciosa piedra; en las demás facetas descubría un hogar campestre, en cuyo fondo una viejecita, sumamente aseada, torcía los hilos de un copo blanco como la nieve. ¡Cosa extraña! Aquella viejecita era yo misma, que revelaba en mi semblante la paz de una existencia inalterable: sobre mi falda iban depositando flores una turba de nietecillos. La imagen tenia en la otra mano una profesión de fe compuesta del credo católico, los sacramentos, bienaventuranzas, etc., etc., y, como te he dicho, se hallaba al borde del abismo, rodeada de una porción de angelotes enteros (te hago esta advertencia porque los que suelen rodear a las imágenes están cortados por el pescuezo). Aquellos angelotes, ¡segunda extrañeza!, eran también yo misma, o mejor dicho, los espectros míos en todas las diferentes etapas de mi niñez: cuando iba a la escuela y me daban por premio estampitas de santos; cuando hice mi primera confesión y me tuve por horriblemente pecadora por escamotear algunas onzas de chocolate en la dispensa de mis abuelos; y, en fin, por no cansarte, aquellos angelotes me mostraban mis merecimientos católicos, pero tan a lo vivo, que no se diría sino que estaba viendo mi vida entera del pasado infantil. Yo seguía suspendida sobre el abismo: las rubias trenzas de mis cabellos, enredadas en unos escaramujos, que se llamaban timidez, modestia y desconfianza, me tenían un si es no es aprisionada. A mi alrededor no había más que sombras y silencio; en el fondo del abismo se delineaba un panorama fascinador, pero espeluznante. Era una ciudad populosa y extendida; las fábricas, los trenes, el movimiento de una industria prepotente, mezclados con los apacibles encantos de parques y jardines, se cruzaban y se retorcían en calles, plazas, paseos y campiñas; por todas partes la expansión, la alegría, el bienestar; las notas, los colores y la vida, se vertían a torrentes sobre aquel emporio de progreso y civilización y, ¡cosa chocante!, por un fenómeno de óptica, entre aquellos infinitos detalles de actividad, yo no me fijaba más que en un punto, casi microscópico, que representaba una mujer de mediana edad, caminando fatigosamente con las manos extendidas. Estaba ciega. Los andrajos que llevaba y el barro seco que cubría sus desnudos pies, denotaban que traía larga caminata. Se paró en la esquina de un edificio, preguntó algo en su puerta, y se entró en él. Toda la fábrica se hizo entonces para mí como de cristal, y vi que aquella mujer estaba en un hospital. Al alzar la cabeza para que viesen sus ojos, me contemplé a mí propia.
Sí; caballero Lo Anónimo; no te maravilles de tales repeticiones de mi persona; en los sueños son frecuentes estos sucesos. Era yo misma, pobre de pedir limosna por caminos y encrucijadas, que, ciega, sola, enferma, harapienta, sucia y miserable, tomaba un número en aquel establecimiento benéfico. Allí, en una mísera cama, entre una recién operada que ponía el grito en el cielo y una anciana que agonizaba, me vi tendida con todos los honores debidos a mi rango de libre-pensadora. Allí me veía con la perspectiva de un fin solitario, doloroso, intranquilo, pues para mayor escarnio aquel hospital era católico (como habrás podido suponer por la explicación) y, so pena de ser tratada peor que un perro, no tendría más remedio que llevarme al otro mundo todos mis deseos de absoluta emancipación de conciencia, y ser una hipócrita redomada.
Y era el caso, que la imagen de la virgen me tendía la varilla, para que me agarrase a ella y conquistara aquel diamante tan grueso, que me ofrecía primero una vejez venturosa, deslizándose en una soñolencia de hilandera, igual, monótona, rutinaria, oscura, rodeada de una vulgaridad reposada, apacible y positivamente feliz; y después todas las inefables delicias del paraíso apostólico. Para inclinar mi vacilante voluntad, la virgen me mostraba los méritos adquiridos por el catolicismo de mis primeros años, representados por los angelotes de marras; cuando yo volvía hacia abajo la mirada, seguía viendo aquella ciudad llena de seres indiferentes a mi sufrimiento; aquella sociedad repleta de alegrías, de expansiones y de prosperidades, muchas de las cuales quizá fueran obra de los que militamos bajo las banderas del libre-pensamiento, y que, sin embargo, no me daba más que una pobre cama de su hospital, y la perspectiva de servir para estudio de la ciencia médica en alguna mesa clínica; y esto a cambio de una final apostasía de mi conciencia libre.
¡Horror! El cabello se me erizaba sobre la frente, pero no alargué la mano hacía el diamante, sino que, poco a poco, venciendo timidez, modestia y desconfianza, fui deslizándome hacia el abismo. Crucé primero una región de sombras. En ella oí un con- cierto de carcajadas, coreando a una risa aguda de lástima y de burla, que resonaba muy cerquita de mí, entre las mismas sombras. Pasé sin fruncir siquiera el ceño por entre aquellos amenazantes desprecios íntimos, que allá en mi corazón no hallaban eco ninguno, porque eran unos desprecios a los cuales estaba acostumbrada hacia ya tiempo, y que, al manifestarse en palabras, pronunciadas con el temblor de la ira, y (te lo diré también, de la impotencia, ante mi actitud firme y decisiva), sonaban estridentemente en mi razón para afirmarme más y más en la repugnancia y antipatía que me inspiraban los que me las decían. Al salir de aquella esfera de sombras y de abrojos agudos y penetrantes, como punzones enrojecidos, llevaba el alma ahogada entre las olas de un mar de hieles, y algo alrededor de mi garganta como una argolla de hierro que, oprimiéndola, estrujaba en ella los latidos tumultuosos y violentos del corazón. Después entré en otra luminosísima etapa, donde llovieron sobre mí coronas de laurel y ramos de rosas, alternando con prolongados y estrepitosos aplausos; después crucé una región de fuego, en donde los himnos a la libertad se suspendían ante los estampidos del cañón, y donde los discursos de los tribunos del pueblo levantaban tempestades más terribles que las de los trópicos. Allí me vi como en volandas conducida a una cátedra, donde desfogué en disertaciones inacabables ésta mi monomanía de enseñanza. ¡Qué hablar! Mi voz enrronquecia; mis ojos se dilataban en sus órbitas; en el fuego de la improvisación salían de aquellos párrafos innovaciones verdaderamente trascendentales para el porvenir de la mujer; todo el fárrago de conocimientos, aprendidos a vuela-libro en mis horas de ocio, salieron a relucir para probar la capacidad intelectual equivalente del sexo femenino; su derecho de participar de todos los destinos del hombre, su responsabilidad moral aneja a su libertad, equiparada con la del otro sexo, y otra porción de lindezas como las presentes. ¡Aquello era un delirio! ¡El público me llevaba en triunfo, y las trasformaciones en las leyes y en las costumbres iban ganando cada vez más terreno. Por fin, yo me fui cansando de tanto hablar, y, por otra parte, vi que muchos de los que me habían seguido a los principios del camino, empezaban a enmudecer y a recoger otra cosa más provechosa que la de los aplausos. Me parecí semejante a la chicharra, que pasa cantando todo el verano, sin acordarse del invierno, e imaginé que aquellos libre-pensadores que veía repletos, eran las hormigas que, mientras yo cantaba, habían ido recolectando el trigo. Mi frugalidad me salvó de la grosera metalización, y seguí bajando más aprisa.
Los primeros silbidos los escuché una vez que quise convencer a mi auditorio de que, el que ama sinceramente a la libertad, no debe amar al dinero. Indudablemente yo había pasado de moda. Empecé a sentir frío; hambre ya la tenía. Busqué un hogar donde refugiarme y tropecé con el de una buena y noble anciana, que al verme me dijo:
—Mientras tu delirabas, yo te preparé la comida.
—Gracias, le contesté, mientras tragaba un pedazo de pan.
Llegóse un varón respetable, que con ella vivía, y al verme exclamó:
—¿Vuelves ya escarmentada? ¿Qué tal?¿N0 te decía yo que solo hallarías por el mundo explotadores y egoístas? Retírate, que no te vean mis subordinados, porque mi posición social no me permite arrostrar el ridículo; te daré albergue en una de mis posesiones, siempre y cuando que mudes de nombre.
—Que Dios se lo premie, contesté trémula de satisfacción, al ver que tenía alimento y estancia, que después de todo son las necesidades más esenciales a nuestra condición de comientes y durmientes...
Pero el caso fue, que aquel pícaro abismo me atraía.
Satisfice mi hambre, descansé largas horas y, muy bonitamente me escapé de aquel hogar, para seguir deslizándome al fondo, mientras a grito pelado, exclamaba: ¡Viva la libertad! Mis palabras debieron ser muy subversivas; sin duda, mientras yo dormía, habían cambiado los tiempos; cayó sobre mí una verdadera lluvia de piedras y de barro. «¡A esa! ¡Ahí vá!», gritaban los rapaces, mientras algunos ciudadanos me arrojaban al rostro la epístola de San Pablo: aquello fue la huida de un perro rabioso. Yo corría, gritando ¡Viva!; y por todas partes me contestaban ¡Muera!. Al fin me agarraron. Convenientemente sujeta, fui llevada ante un tribunal; allí se me dijo que se hacia justicia. Me preguntaron no sé qué; respondí no sé cómo. Declararon una infinidad de testigos en contra mía; los primeros, los más inmediatos; y entre calificativos injuriosos, hipócritas lástimas, pueriles lamentaciones, ofensiva compasión y razonamientos acomodaticios, se me declaró víctima de extravío mental, comprobado desde mis tiernos años, cuyo extravío había ido en aumento por circunstancias especiales, trasformándose en demencia con ataques furiosos, que se consideraban como un peligro eminente para mis conciudadanos; por lo cual se me condenó a ser encerrada en un manicomio. Y, acabándose aquel juicio de los jueces de justicia, fui llevada al establecimiento. Allí todos los métodos antiguos y modernos paca curar las enfermedades mentales cayeron sobre mi cabeza: ligaduras, látigo, duchas de nieve, calabozo, atraillamiento con otra compañera, música clásica, recitado de poesías, disertaciones sobre la razón dadas por un loquero erudito y saraos con los demás pensionistas; todo fue ensayado inútilmente, pues al finalizar cada prueba, yo respondía con un ¡Viva la libertad!.
Declarada de remate me dejaron en paz, y un día me escurrí suavemente del manicomio. Quiso la suerte que diera con una turba que andaba haciendo desaguisados con todos los faranduleros que habían metido en cintura, digo, en reacción, al sufrido e ignorante pueblo, después de aquellos conatos de libertad en los cuales yo tomé alguna parte, en las primeras etapas del abismo por donde bajaba; y como quiera que aquellas turbas gritaban ¡Viva la libertad! me dije: «Estos son los míos», y héteme que, saltando barricadas, hollando cadáveres, ensangrentados los pies, embarrado el rostro, al viento el desgreñado cabello, con una bandera de Venganza y represalias entre mis manos, brillante la mirada por el ansia del vencimiento, y trémula la voz en fuerza de alentar al combate y al exterminio, caí de lleno al fondo de la sima, y, rodando unas veces hasta el fango de sangrienta bacanal, y subiendo otras hasta la apoteosis de la heroicidad, me vi al fin y al cabo en la noche sombría de una ceguera incurable, envuelta, en la oscuridad sin límites, y tan indescifrable como la muerte, cantando con doliente voz unas coplas llenas de ripios y de empalagoso romanticismo, al son de una destemplada guitarra.
Vime, pues, peregrina, harapienta y agobiada por un caminar incesante, vagando de pueblo en pueblo, mascullando un día el pan de la caridad, otro arrancando con mi canturía un óbolo roñoso en algún mesón o cantina; con frío muchas veces; quemada por el sol otras; desgarradas mis plantas con el pedernal de las sendas; durmiendo bajo los arcos de los puentes, o en los pajares aldeas; y por doquier desconocida y despreciada, excitando repugnancias, grosera compasión, burlas y equívocos, pero ni una sola vez lástima, cariño o estimación. Errante, sola, helados los entusiasmos de la imaginación por el hambre de mis días y los insomnios de mis noches; rechazada de puerta en puerta; sin hallar mi hogar, que había desaparecido con la muerte de una anciana y la emigración de un varón sensato; sentí en el fondo de mi corazón el primer aviso de la muerte, que oprimía con mano dura y fría aquel motor de la vitalidad y del sentimiento. Entré en el hospital; recapacité hondo y despacio; volví la mirada de mi inteligencia allí arriba del abismo, donde se quedaron las vacilaciones de mi conciencia católica y los recuerdos del pasado que surgían ante mí con luminosísima aureola; pensé mucho, analicé más; hice balanza con mis palabras y mis acciones, con mis acciones y mis pensamientos; busqué todas las reminiscencias de los acontecimientos que se habían ido sucediendo sobre mí; y en aquel lecho, sin más personalidad que la de un número, oyendo el exterior de una moribunda y los quejidos de una doliente, decidí reconcentrar todas las energías de mi alma para huir mis miembros en la hora postrera de su vitalidad, de aquel óleo con el cual me ungirían consagrándome en el momento de morir, forzosa y violentamente, dentro de una comunión sectaria y supersticiosa, como habían consagrado, con violencia y a la fuerza, mi entrada en la vida, con el agua que chapuzó mi cabeza sin razón ni motivo.
¡Oh! allá, dentro del último átomo vibrátil de mi voluntad, anonadada por el dolor, la extenuación y la soledad, surgió una centella de fuego, que enrojeciendo mis descarnadas mejillas, titilando en los opacos cristales de mis ojos, rugiendo como fiera encadenada en el palpitante corazón que era estrecho para deslizar de sus cavidades la sangre ardorosa que lo llenaba, me confirmó en todas las creencias y aspiraciones de mi vida, y me predispuso a sellar con la postrera rebelión toda la serie de rebeliones que habían constituido mi espíritu. Así me encontró la última hora. Sentí el frío de la muerte invadiendo mis manos y mis pies, que subía como marea de océano helado, hasta los senos de mis entrañas; sentí desgajarse dentro de mí las postreras vitalidades que arrancan de los sentidos el fluido de las sensaciones; se fueron apagando los ecos que turbaban el fondo de mi cerebro; me hallé con que la noche de mis ojos se hacía más honda y más negra; y aún encontré fuerzas en el macilento corazón que latía perezoso, para enmudecer el quejido de mi agonía, con el fin de que se quedara mi cadáver sin ungir por acción de mi libre albedrío... Pero alguien debió notar los cianóticos signosde mi rostro, y bien pronto se rodeó mi lecho de seres que yo sentía, más como intuición que como realidad. Sobre mi frío cuerpo sentí resbalar el aceite, el sello que remachaba en mi conciencia los grillos de mi esclavitud, y ante aquella profanación de mi voluntad, se galvanizaron los músculos, que ya se hundían en las primicias de su transformación, y, como autómata impulsado por un resorte, lanzando el último aliento con mis palabras, me incorporé gritando: ¡Viva la libertad del pensamiento!
Caí cual masa inerte, y, cuando me reconcentraba en los umbrales del vacío, para preparar mi alma al triunfo definitivo de su potencia ultra-terrestre, desperté cubierta de sudor, fría, acongojada. –¡Qué sueño!—dije, y me quedé pensativa. Luego la realidad se hizo a mi lado; entró mi pensamiento en los círculos de la vida, y... Sigue aprendiendo, pobre hombre.
Tengo el hábito de reflexionar sobre todo: mis horas son una especie de diccionario, donde se clasifican minuciosamente acciones y palabras, propias y ajenas. De todas sus páginas voy entresacando la lógica, y con ella formo reglas para mis deducciones. A fuerza de no dejar nada del pasado sin analizar, he llegado a poseer un don de intuición maravilloso. (Conste que no tengo abuelas, y que si estuviéramos en los tiempos bíblicos ya me hubiera propinado el título de profeta). Pues bien, y volviendo al asunto, un sueño como el explicado era imposible que no fuese clasificado por mí, no para interpretarlo, que no llega a tanto mi pretensión, sino para conocer su raíz, es decir, su causa. Como lo primero que hay que tener en cuenta, mientras permanecemos en la tierra, busqué la parte física del hecho. No había cenado, luego su origen no era digestión perturbada. Tampoco había trabajado mentalmente hacía algunos días: luego no podía haber sobreexcitación inmediata. Mi vida, tranquilísima desde algunas semanas, me aseguraba un perfecto equilibrio de mis fuerzas: había que buscar más en el hondo. Aquel sueño era uno de esos que son el caballo de batalla de los grandes fisiólogos. Por la revelación, y todas las zarandajas con que lo hubieran justificado los místicos, no era posible buscarle causa; porque, dado su final, la divinidad y sus adeptos no salían muy bien librados. Veamos si logro explicarte clarito el por qué de aquel sueño, tal y conforme se puede clasificar en sana ciencia.
Tú sabrás, y si no lo sabes lo buscas en los fisiólogos de fama (y yo te lo confirmo con experiencias que tenga hechas con animalitos), que el cerebro es a modo de una máquina fotográfica, donde los sesos representan el cristal o plancha negativa. En él, digo, en ellos, van quedándose, como si dijéramos, estampadas todas las imágenes, armonías (y aquí ya se parece más a una hoja de estaño del fonógrafo) y sucesos que se cuelan por los cinco, y hasta por los seis sentidos, pues sábete que algunos sabios añaden otro más al cuerpo humano. Allá, impreso, fotografiado, empapelado, encuadernado, o como quieras, con tal que lo resumas en el verbo «guardar», se queda en nuestros lóbulos cerebrales todo, todito cuanto nos rodea desde que nacemos. La inmensidad inconcebible de átomos receptores que contamos en nuestra cabeza se va sucediendo o asomándose a las claraboyas de los sentidos, conforme van recogiendo impresiones, y, con un «quítate tú para que me ponga yo», nuestro cerebro va retirando a sus desvanes todas las ideas adquiridas, con sus modos, tiempos y espacios, dejando átomos fresquitos, es decir, cristales recién bañados de colodión, dispuestos a recibir nuevas ideas. puestos á recibir nuevas ideas. Y he aquí el misterio que persigue en vano la fisiología: nuestros sesos suelen armar con frecuencia grandes revoluciones, pongo por caso. Las ideas viejas, cansadas de estar metiditas en la oscuridad, se les suben a las barbas a las nuevas; éstas se defienden con brío, y entre la gresca de los átomos se arman reñidas batallas en ambos hemisferios cerebrales: viene a suceder, poco más o menos, lo que pasa entre los hombres. Pero lo prodigioso de estas revoluciones o motines es que siempre, siempre, suceden o durante el sueño, o cuando se tiene calentura, o cuando se ha vuelto uno loco. Del pasado y el presente se forma una mezcolanza, en la cual las partículas guardadoras de las sensaciones, andan a puñetazo limpio para erigirse, cada una por su lado, en árbitros de la capacidad cerebral, y en esta conmoción espantosa de átomos, salen tan mal librados el pasado y el presente, como el porvenir: he aquí aquel sueño mío reducido a un momento fisiológico sin definir todavía en su origen, pero completamente interpretados sus efectos.
La enseñanza de la Historia, en donde sobresalen como figuras gigantes los mártires de la libertad; el cachete de mi confirmación, en la que pasé un miedo espantoso; las apologías del neo-catolicismo, hechas por alguno de mis amigos; las octavas reales de mi drama republicano Rienzi el tribuno; la sublime agonía del ser a quien más amé, que cerró sus ojos a la luz de la tierra con la sonrisa de la felicidad en sus labios, mientras mis palabras le anunciaban la libertad de su alma, ganada por la libertad de su conciencia; todos estos sucesos, recogidos de antiguo en los rincones de mi cerebro, armaron un pronunciamiento, y, peleándose entre sí, y contra otros sucesos más recientes, como las excomuniones con que se honra la redacción de Las Dominicales, la lluvia de cartas de entusiasmo y adhesión que caen sobre mi morada, etc., etc., formaron todo aquel mare magnum.
Mi sueño estaba dilucidado. Su raíz, su causa estaba plenamente descubierta; pero (y he aquí el pero con el cual voy a completar la lección que te estoy dando), en la acumulación de recuerdos, o memorias, en la trabazón lógica de aquellos átomos recepto- res (no quiero decir conservadores, porque ni tratándose del cerebro es decoroso utilizar este calificativo), había una enseñanza tan profunda, tan minuciosa sobre la realidad de la vida humana, que era muy digna de tenerse en cuenta, utilizándola como experiencia razonable, y juiciosa, para caminar con cierta precaución y tino sobre la tierra; y ya ves como, a pesar de lo poco creyente que soy en revelaciones, por puro racionalismo había llegado a buscar trascendencia a mi sueño, y una como revelación maravillosa de lo porvenir, meditando sobre mis actos del presente con un prejuicio maleable sacado del pasado, prueba inequívoca de una conciencia meticulosa y algo misántropa, un poco embriagada por ciertos humos metafísicos-teológicos sobre el valor positivo y negativo de mis acciones y palabras.
¡Ja!,¡ja! no puedo menos de reírme, ante la sacudida, mitad de indignación, mitad de vergüenza, con que se rehizo mi alma libre-pensadora, sobre todo aquel fárrago de dudas. Voy a ver .si, con una imagen comparativa, logro expresarte aquel poderoso arranque de mi espíritu, en lo más permanente de su entidad, sublevado ante las insidiosas, rastreadoras y coactivas preguntas de mi conciencia.
En un talud de la sierra, sujeto por unos cándalos, sorprendí cierto día un nido de águilas. Aprovechando la ausencia de las aves adultas, me descolgué por las aristas del talud, y robé uno de los pollos, cuando la plumazón blanca y sedosa aún no se le había caído. Apenas contaría nueve días. Sus ojos asombrados no tenían aún el mirar fijo y ardiente de los de su raza, y sus alas flébiles, desnudas en sus extremos, se agitaban como las del pichón con suave aletear, pensando que mis manos le llevaban el suspirado despojo; sus patas, romas aun por sus dedos, eran tan tiernas que parecían quebrarse ante mis caricias, y su pico curvado, rodeado por sus bordes con una orla entre sonrosada y amarilla, se abría inofensivo con un grito tan amoroso como el de la pollada de la gallina cuando busca refugio y calor. Huí con mi botín de aquellos sitios. En blando almohadillado, caliente y recogido en solitaria estancia, me propuse criar aquel hermoso ejemplar del águila real de nuestras montañas cordobesas. Poca carnaza y pocas veces cruda, siempre envuelta en harinas y servida por mi mano, fue el alimento de su primera edad; el cielo y el sol le eran desconocidos; ningún sonido extraño a la voz humana turbaba el silencio de su nidal, y cuando mi palabra vibraba a su lado siempre era con modulaciones cariñosas al darle el alimento. Creció. Sus alas se cubrieron de plumas, sus patas se remataron en agudos garfios, su pico desgarraba con nerviosa sacudida el alimento; las órbitas de sus ojos se dilataban, y su pupila se hundía en mi rostro, con una fulguración radiosa, siempre que entraba a acariciarla. Creció más, y fue menester tomar precauciones para visitarla. Sus alas se alzaban como adarga, y dispuesta a herirme así que me veía, las plumas de su corona se tornaban foscas y espeluznadas y con el pico abierto, y la mirada fija, daba un paso hacia mí si tardaba un minuto en arrojarle su ración. Hubo que aprisionarla. Una argolla de hierro y una larga cadena sujeta a un puntal la rindieron a servidumbre, y, como ya era esclava, se le permitió ver el cielo y el sol... ¡Ah! ¡qué hora aquella! Abrió las alas, batiólas dos veces azotando la tierra y levantando en su derredor un remolino de polvo al querer lanzarse al espacio. No pudo arrastrar la cadena que la aprisionaba, ¡tan pesada era!, y se revolvió contra ella: la cogió entre sus garras, con el pico intentaba romperla, deshacerla con las alas. Al convencerse de lo imposible de sus deseos, lanzó un grito de angustia y se ahuecó como pájaro enfermo. Pasaron días; siempre que el sol doraba los horizontes del Oriente, olvidando la prisionera su lazo de hierro, erguía su cabeza saludando con un graznido de júbilo el triunfo de la luz, y, dispuesta a levantarse hacia aquella inmensidad, que veía rielar llena de fuego y de colores, se lanzaba con gigantesco esfuerzo a un vuelo imposible. De tal manera luchó contra aquella maldecida pesadumbre, tales energías desplegó en sus alas de acero, que un día la vi con asombro, posarse en un poste inmediato, ¡había volado!, avanzando cuanto le era posible. Una vez, con poderoso esfuerzo llegó a trazar el círculo que la cadena le permitía, es decir, llegó a cernerse; muy cerca de la tierra, es cierto, rastreando sus magníficos vuelos por el polvo y el barro, revolcada más de una vez por el nudo de hierro que la ceñía; pero volaba, se cernía, respiraba en su reino, en el reino del espacio. Decadente unas veces, altiva otras, fosca y con gritos de sorda cólera en alguna ocasión, y en otras radiosa de júbilo al verse en las alturas del poste, recibía el alimento siempre dispuesta a la acometida; de mí no buscaba más que la ración que la traían mis manos; después se erguía pronta a herirme si intentaba acariciarla: satisfecha, y desdeñando los restos de su comida, si a su lado pasaba descuidado algún animalejo, con la rapidez de la flecha caía sobre él; en vano era que no la acosara el hambre, sus garras y su pico se hundían en la víctima, y la sangre salpicaba su erguida cabeza. Llegó un día en que, sin duda, pensó jugar el todo por el todo. Subiose al poste y allí, con brío inconcebible, recogiendo sus garras y desplegando su vuelo, con un aletazo hercúleo se tendió a los cielos y... ante la brusca sacudida de su esfuerzo se desamarró la cadena, y con ella colgada, graznando de entusiasmo, subió recta al cenit; pero el hierro la agobió; su dorso se encorvaba en vano para contrarrestar el peso que le oprimía la garganta; volaba trémula, a pesar de verse libre, y, enredadas sus alas en aquellos eslabones inflexibles, rodó desde las alturas, cual masa informe, viniendo a estrellarse contra las rotas anillas de su cadena, y quedando su palpitante cadáver como protesta sangrienta de la libertad enfrente de la tiranía...
He aquí mi alma, ante esas meticulosidades que surgen de mi conciencia, como eslabones de hierro, para aprisionarme entre el polvo y el barro de la tierra. ¡Jamás, como aquel águila, podré subir a los cielos, ni cernerme en las inconmensurables regiones del espacio libre: jamás podré lanzar el grito del triunfo sobre las cresterías de las montañas y los cándalos de los abismos, ni podré elegir mi ración en los festines de la vida, cayendo desde las alturas del cielo sobre la parte que me corresponda; jamás podrán abarcar mis ojos la grandiosidad de inmedibles horizontes! ¡Pero tampoco nunca se plegarán mis alas en un sopor de muerte, bajo el peso de ferradas cadenas! ¡Nunca mis pupilas dejarán de buscar los fulgores del sol para embeberse en ellos frente a frente; nunca el servilismo de la esclavitud domará los bríos de mi espíritu libre, y nunca ante mí se alzará un enemigo de la finalidad para la que fui criada, sin que me apreste a desgarrarlo, despreciando pueriles reminiscencias de un nido contrahecho y de una educación forzada! ¿Y por qué todo esto? ¡Por lo mismo que el águila no pudo nunca trasformarse en paloma; porque lo permanente, lo inviolable, lo anejo y esencial de nuestro ser, no cambia jamás; porque hay un algo que es del individuo, como hay otro algo de la familia y de la raza, que imprime carácter, personalidad y condiciones, que nacen y mueren con el individuo, que viven y desaparecen con la familia y con la raza; algo que solamente mediando el tiempo y el espacio se modifica o cambia con evoluciones trascendentales; porque esa personalidad, carácter, o condición, lo lleva mi alma fundido con el amor a la libertad y como esencia de su esencia, y es en vano que el catolicismo de mi niñez se revuelva con la tenacidad de las primeras impresiones; es en vano que las argollas que me oprimen me aferren a polvorientos y estériles campos; es en vano que la pesadumbre de mis yugos abata mis vuelos y me lance espirante y ensangrentada sobre el radio donde se remachan mis cadenas... ¡Hasta después de muerta durará mi protesta contra todas las tiranías!...
¿No te vas convenciendo, bobalicón, de lo inocente, pueril, risible, e ignorante que eres, montón inmundo de Lo Anónimo? ¿Vas cayendo ya en la cuenta de lo que es una conciencia y un alma, y de lo que soy yo, y de lo bien que hice estableciendo aduana que te secuestrare? ¿No te parece que mis adivinaciones van más allá seguramente de tus advertencias y augurios; y que ellas y ellos se asemejan muchísimo a una de esas sandías que salen insípidas y calientes, las cuales se escupen en cuanto se las prueba con un poco de asco y otro poco de risa?
Pero aún me queda algo que decirte, con lo cual también se podrá ilustrar un poco tu romo entendimiento; relativamente a lo tan eminente propio de tu persona, cuando te diriges a mujer, como lo de «usurpación de los destinos del hombre». Para que admires la irracionalidad de esta conclusión, me voy a permitir seguir teniendo la misma sinceridad; ¡con quién puede tenerse mayor que con lo anónimo e inferior!
Te dejo dicho que poseo casi, casi, el don de profecía, como si dijéramos, de adivinación futura; ahora sabrás cómo también tengo el de adivinación presente. Con una facilidad asombrosa, que muchas veces me aterra y casi siempre me entristece, leo como en un libro abierto y español (que es el único idioma que conozco) el pensamiento de la mayoría de los mortales. Es el caso (y no temas que se enfaden mis compañeros de redacción, que son personas eminentísimas, para las cuales es sagrada la verdad), es el caso que he leído, en lo más hondo del pensamiento de alguno de ellos, cosas un poco agrias para mis pretensiones de poseer carácter y constancia en mis sentimientos. Sí, Lo Anónimo, sí; figúrate, y esto les honra en extremo, pues prueba el grandísimo amor que tienen a sus ideales, que he sorprendido en el cerebro de alguno ciertas dudas y temores de que yo sea una libre-pensadora de pega, o de paso (como las codornices), y claro se está que al pensar de este modo, me tienen por muy mujer; que sólo mi sexo (según apreciaciones del sexo contrario) es capaz de volubilidad, inseguridad y versatilidad, propia de todo ser desvalido y por lo tanto quebradizo. La cual adivinación ha venido a probarme, les ha probado a ellos y te lo debe probar a ti, como dos y dos son cuatro, la imposibilidad de que les usurpe sus destinos, que no pueden hacerse, así como así, esas trasgresiones; y además parece mentira que un ser tan fisgón como Lo Anónimo, no haya leído mi carta-prólogo, cuando comencé a escribir en Las Dominicales. ¿No viste allí clarito que no quería misiones ajenas, y que sólo buscaba en la pelea un sitio secundario, desde donde lanzar alguna que otra saeta a esas apretadas huestes de egoístas, rutinarios, ignorantes, supersticiosos, sensualistas, vanidosos y explotadores, que con la capa de prudentes, sensatos, vividores, cultos, religiosos y distinguidos están pesando como losa de plomo sobre esta desventura patria mía, esquilmándola, embruteciéndola, anonadándola con vapores de tiranía y de concupiscencia, intentando hacerla retroceder hasta las leyes bárbaras del despotismo; de todo lo cual es la primera víctima la desdichada mujer, que sube al patíbulo si mata, que se la empadrona en la infamia sí cae, que se la hunde en el hospital si la contagian, que se la asesina impunemente si falta, y que en cambio se la tiene como un menor de edad (¡!) para todos los actos de la vida en los cuales se trate de legislaciones, privilegios y regalías.
¡Cómo, pues, sintiendo en mí algo de águila, había de pasar sobre tan hondas, monstruosas y sangrientas iniquidades, sin hundir mis garras en ellas, y sin agitar mi vuelo en derredor para que se disipe en lo posible el aire pestilente que envenena las almas de las desgraciadas mujeres! ¡De esas mujeres bárbara y miserablemente opresas por leyes arbitrarias y costumbres en pugna con los principios de la pura moral; inspira- das y protegidas por una secta farisaica que, nombrándose pomposamente emancipadora de la mujer, no intenta otra cosa que sumirla en la mansedumbre y en la resignación de los siervos; anulando su voluntad con torpes halagos, embruteciendo su entendimiento con viles concesiones; empequeñeciendo su espíritu con groseros artificios; llevando sus aspiraciones hacia todo lo mísero, lo vano, lo inútil, y haciéndola temer, o despreciar, todo lo positivo, lo trascendental, lo beneficioso; entregándosela al hombre, no como su compañera, sino como su hembra, y para mayor escarnio recomendándole la consideración hacia ella! ¡Como si en un concubinato, y lo es la unión de dos almas desemejantes, pudiera haber otra cosa que tirano y siervo! ¡Condición real del alma de la mujer en manos de esos seides del autoritarismo, los cuales no cejan en sus propósitos hasta no rendirla sumisa y dócil, como torpe bestia, en una conformidad sin límites, inagotable, que la entregue indefensa, y lo que es mis horrible, satisfecha, al soberbio amor propio del hombre, sin dejarla otro medio de apelación a los ultrajes que reciba, que una astucia de culebra y e1 envilecimiento de ciertas venganzas!
¡Oh! que no le fuera dado a mi voluntad el poder de emitir una voz tan penetrante como dicen que será la de la trompeta apocalíptica, para que a sus ecos se levantasen los cadáveres de las almas femeninas, y, aunque fuera desgarradas y corruptas, se alzasen en imponente muchedumbre, reclamando justicia ante la conciencia universal!... Pero veo que me salgo de la cuestión, y estoy desflorando asuntos que he de exponer largamente a la consideración de los lectores de Las Dominicales: y además voy viendo que me excedo en mi consecuencia de mansedumbre, y te estoy haciendo honor inmerecidísimo, cuando yo lo que quería era instruirte, enseñarte, con el noble fin de hacerte avanzar algo hacia la racionalidad, pues te veo en la zona de los intermediarios, que viven en la penumbra que separa lo racional de lo instintivo.
¿Pero no te he de decir algo sobre tu faz siempre velada, cuando dejando la máscara de la insidia, te pones la careta de la amenaza? Dispénsenme mis compañeros de redacción: no puedo menos de ilustrarte también sobre este punto. Sé perfectamente que me he de morir; todos los días cuento las veinticuatro horas menos que me quedan de viaje por estos andurriales de la tierra; fuera, pues, lo del miedo a la muerte perfectamente secundario y en mí puramente instintivo, como afirmación de la vida, queda como motivo de espanto, la forma, o manera, de la transformación, que puede ser más o menos terrible. Desde la hora en que hice pública mi profesión de fe (no por lo que valiesen ni la profesión ni yo, sino por la calidad de los enemigos a quienes combatía), me supuse ser objeto, o blanco, de malas artes, y serena, y resignadamente, espero, a la vuelta de cualquier esquina, una caricia vibrátil de esas lenguas de acero, tan admirablemente manejadas por la traición... ¡Todo sea por Dios! Si tengo tiempo, pediré el perdón de los que me hieran, con la mejor voluntad del mundo; si me curo, recogeré en la convalecencia datos para una obra de importancia sobre la fe católica; y si caigo sin apelación, ya no tendré nada que esperar, y entraré en las realidades de mi alma; pero de todos modos las consecuencias serian las mismas. Armarían tal revolina los libre-pensadores (y cuenta que hay ya muchos), que levantando mi humildísimo nombre a la categoría del de los mártires, harían de mi desaparición de entre los vivos una apoteosis de sus ideales, hasta el punto de que, lo que todavía está a medio hacer, se realizaría de un golpe, que es el triunfo del libre-pensamiento en la mayoría de los españoles. Porque es sabido que una víctima consagra una verdad, y, ¡figúrate qué condiciones las mías para víctima!.... mujer... joven... regularcita de rostro... libre-pensadora... y asesinada por el clericalismo. Nada... que seria una solemne tontería de la parte contraria, que se cometiera conmigo tal desaguisado. Hay para mí, como para mis amigos, otro peligro lejano, pero no menos cierto. Según el rumbo que llevan los manejos de las alturas, asoma por los horizontes del porvenir una puntita de reacción furiosa e intransigente, y nada tendría de extraño que aquel monstruo de cien cabezas, representación viviente de todas las tiranías, estableciese una racha de inquisición jesuítica, como una última llamarada de sus ojos de basilisco; y nada tendría de extraño que se encendiesen algunas hogueritas como las de los buenos tiempos, aunque fuera en el fondo de los conventos, con el donoso pretexto de quemar media docena de herejes para enaltecimiento de la fe...
La verdad: el fuego me espeluzna un poco... pero allá veremos... ¡Con tal de que la senectud no imprima modificaciones a mí espíritu!... Aunque del dolor no se guarda memoria reproductiva, puedo decirte lo que son moxas. He sentido mi carne chamusca- da. En las umbrías de Sierra Morena fui picada varias veces por víboras, y con un buen golpe de yesca ardiendo, por mi mano aplicada, cautericé la mordedura... ¡El dolor de la carne! Mucho le temo, pero ya lo conozco: sé lo que son esos atenazadores demonios de la alopatía que se llaman revulsivos; han paseado sobre mi cuerpo. Las ampollas de las moscas milanesas se cortaban para aplicar sobre la desolladura otro nuevo emplasto de fuego; y aquí, en estos mis ojos, que están sentenciados por la lógica de los hechos a quedarse en completa oscuridad, he sentido el cauterio bordeando con sus caricias abrasadoras las ulceraciones de la córnea... ¡Vaya si sé lo que son quemaduras! Siempre logré paralizar el grito que me arrancaban, y que moría en un suspiro de resignación y en una lágrima silenciosa que resbalaba dentro de mí, hasta recogerse y embeberse dentro de mi propio corazón. Es, por lo tanto, casi seguro que no reniegue nunca de mis costumbres de sufrida; y sobre todo, esperemos que llegue el caso... ¡En cuanto a las quemaduras del alma!... Las más penetrantes son las que se sienten sobre el amor propio sutilizado por una omnímoda responsabilidad... !Bah! Mi condición de mujer dentro de estos tiempos, estas leyes y estas costumbres, me autoriza a no tenerle. A los siervos no se les puede herir el amor propio: o no lo tienen o lo llevan atrofiado...
He terminado. Triste es tu destino en mi casa, como te he dicho. Lo Anónimo, si penetra en ella, no llega a mí. Pero ya ves que, aunque no te conozco, te adivino, y aun me he permitido ser tan buena, que te he concedido los honores de una lección, y aun te permito más, y es desearte de todo corazón, los sacramentos de que eres digno, en la hora de la muerte.
Rosario de Acuña
Las Dominicales del Libre Pensamiento, Madrid, 3-5-1885 (Hoja adicional al número 117)
La Luz del Porvenir, Gracia (Barcelona), 4/11-6-1885
Nota. En relación con el contenido de este escrito se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:
167. ¡Se acabó!
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)