Acaba de marchar una misión francesa de sabios que ha venido a ver qué es lo que se puede emprender en esta tierra, para hacerla dar de sí toda la inmensa riqueza que encierra (1).
No sé si entre estos profesionales de la sabiduría habrá venido alguno que domine la ciencia agrícola en todas sus ramificaciones; mas, desde luego, alguno habrá pasado su infancia y su juventud en esos admirables campos franceses, que son la verdadera Francia, la que ahora palpita de amor hacia la libertad y la razón en medio de un huracán de fuego. ¡La libertad y la razón, las dos antorchas de la vida que están siempre encendidas alrededor de los trópicos, donde alienta el divino fulgor de la raza latina! París no es la Francia de que yo hablo; si París desapareciera, igual de grande, generosa y digna sería Francia. Pues bien, en esta Francia, alguno de estos visitantes nuestros habrá nacido, se habrá criado, habrá convivido con aquella riqueza agrícola de la tierra gala: los campos hechos jardines; manadas de patos, de ocas y de gallinas esmaltando los prados; las caponeras llenas de faisanes y gansos; los establos, limpios como espejos, llenos de vacas lustrosas y mansas; las cochiqueras bruñidas a fuerza de fregadas, con aquellas razas admirables de cerdos ingleses, todos fibra, casi sin huesos ni grasas.
¡Toda aquella agrícola Francia, de donde hoy fluye el oro y la sangre de inagotable manantial! Y alguno de estos visitantes nuestros, de allí salido, al recorrer esta Cantabria inestimable venero de de riquezas y hermosuras campestres, habrá podido notar la falta de una de las fuentes más productivas de la ciencia agrícola: la avicultura.
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Me dirijo a las sociedades de labradores de Asturias, y, a modo de preámbulo, les advierto que tengo «competente autoridad» para hablarles del asunto. Tuve una «granja avícola modelo» en Santander, y presenté en el último certamen internacional avícola que hubo en Madrid ejemplares de gallinas que merecieron la medalla de plata (segundo premio) y el correspondiente diploma; cuatro años tuve en explotación esta granja; mandé ejemplares de aves y huevos a Méjico, a la Argentina y a casi todas las provincias de España; en un solo año vendí catorce mil huevos para incubación, y hubiera sido mi granja un centro avícola de todo el norte español si en esta tierra no padeciéramos el cáncer del clericalismo
Todo, absolutamente todo, depende en nuestra patria de separar en verdad y radicalmente la Iglesia y el Estado. Mientras el Estado no viva autónomo e imprimiendo en las costumbres, por medio de la enseñanza y el ejemplo de sus clases gobernantes, el magnífico axioma de Nakens: «la Iglesia esclava en el estado libre»; mientras todas las religiones, absolutamente todas, no se reduzcan al fondo de las almas para hacerlas más generosas, más piadosas, más fraternales y más amorosas, sin que se mezclen (ni ellas se contaminen) con ninguno de los trabajos y vicisitudes de la vida humana para conseguir que los hombres vivan más sanos, más fuertes, más sabios, más alegres y más días; mientras no se realice esto aquí en España, donde es preciso que se mire más y más hondo a la tierra que al cielo, no dejarán de imperar, tiránica y funestamente, las castas sacerdotales, que hoy no son ya las tesoreras de las ciencias, como entre los parsis o los egipcios, y que son en nuestra patria un obstáculo insuperable para desenvolver, en toda su extensión, la potencialidad de riquezas que encierra España
Mi granja avícola, donde durante cuatro años vertí sin economía el sudor de mi frente y los ahorros de toda mi vida, tuvo que desaparecer porque la dueña de la finca donde la tenía instalada, señora feligresa muy amada de un canónigo de la catedral de Santander, sintió terrores de conciencia por tener alquilada su finca a una hereje, y me arrojó de ella (por cierto sin darme más que quince días de término para desalojarla), sin duda para tener más seguro el paraíso, y sin que me valieran las tres mil pesetas que había gastado en gallineros, cobertizos, etcétera y aún tuve que derribarlo todo para dejarlo a gusto de ella y del canónigo. ¡Pobrecitas mujeres españolas, casi todas sujetas, más o menos, por las manos del clero!
Tengo, pues, autoridad de conocimientos para hablar de avicultura: escúchenme.
Cinco millones de pesetas pagamos a Italia y Francia por gallinas y huevos; mil pesetas diarias pagamos a Portugal por esta misma clase de géneros. Esa admirable nación que supo, de una manotada, quitarse de encima Iglesia, Monarquía y oligarcas, desenvolviéndose desde entonces con una exuberancia, con una racionalidad y con una alteza de ideales que ya los quisiéramos para nosotros, siquiera de reflejo. Hay que haber visitado durante dos años Portugal, caminando a pie, en jornadas cortas, por sus regiones, como yo hice hace tres años, para darse cuenta del estado de cultura y progreso de aquella tierra, que va a ir conquistando con su solo esfuerzo el sitio de una grande y respetada nacionalidad.
Pues bien, yo os digo, como resultado de estudios que tengo hechos y datos tomados, que la región cántabra solamente, sin contar Galicia, podría, si quisiera y trabajara para ello, quedarse con el millón de duros y las mil pesetas diarias que se pagan por gallinas y huevos. ¿Cómo se puede hacer esto? En los estrechos límites de un artículo veré de expresarlo mañana.
El Noroeste, 21 de noviembre de 1916
II
Las sociedades de labradores pueden, si quieren, ser el núcleo propulsor de la innovación, comprometiendo a sus asociados, ante la razón del bien de todos, a no tener en cada aldea más que una raza o casta de gallinas, con objeto de evitar la degeneración y el agotamiento con mezclas de aves malas. Que se pongan de acuerdo para no tener más que una clase de gallinas; por ejemplo: Somió, que no tuviera más que la raza Seghorn blanca, o castellana negra; cada gallina pone de doscientos a doscientos cincuenta huevos al año. Ceares o Veriña que tuviera la raza Plunouth-Roch, o andaluza azul, que también pone el mismo número. Tendríamos ya con esto asegurada una enorme producción de huevos, base precisa para una crianza de aves espléndida.
Y vamos a la cría. En cada aldea entre los socios labradores habrá alguno que sea cuidadoso e inteligente para tratar a los animales y, en la familia de aquellos, habrá mujeres que no piensen solamente en ir a la villa con lo pelendengues de moda, en murmurar en los lavaderos o fuentes de las vecinas o en arrancarse los moños por un quítame allá esas pajas. Pues bien, estas mujeres, que –aunque pocas, habrá algunas que tomen en serio su excelsa condición de mujeres– pueden secundar admirablemente la iniciativa de la asociación. Entréguenseles a estas familias incubadoras de cincuenta, cien o doscientos huevos (según sea la aldea), y ya habrá alguna persona culta y generosa que se preste a enseñar el manejo de este artefacto, cosa que no es difícil, y tendremos en cada aldea, o en la mayoría de ellas, una «saca» de pollos de cien a doscientos cada veintiún días; y salvándolos durante un mes con exquisitos cuidados, quedan enseguida libres para pastar en estos admirables campos, siempre verdes y rozagantes. Y no haya miedo de que se acaben los huevos para esta producción intensiva de pollería si las gallinas son de las razas selectas de ponedoras.
Al poco tiempo de esta labor consciente, científica e industrial, empezaría a ser Asturias la abastecedora de aves y huevos de media España, y, pasando más tiempo, llegaría a exportar miles aves y huevos a las naciones que ahora nos los venden (y dejo a un lado la ceba de pollos para los festivales de Año Nuevo, que le valen a Francia millones de francos, y dejo la especulación de las plumas, que también es un rendimiento). Porque en ninguna de las naciones de Europa, excepto en Portugal, tienen la incomparable «materia prima» que hay aquí, que en este clima de Cantabria, el clima que me atrevo a llamar divino, pues excepto en las cumbres y en las umbrías del interior, en lo demás de la región ni hay invierno ni hay verano, y sobre todo en las costas y en los valles hondos, a lo largo de los cordales, hay una primavera continua: el clima idealmente soñado para la cría durante todo el año (en mi granja lo verifiqué) de pollos de gallina, de patos, de ocas, de faisanes (todavía hay faisanes silvestres en las grandes selvas de las vertientes norte de la cordillera cántabra)
Y esta industria avícola y la de las vacas y caballos –de las cuales soy conocedora profunda, pues en casa de mis abuelos había yeguada (2) y excelentes vacas lecheras–, deberían darle a Asturias tal riqueza que fuera el asombro de Europa, porque no hay en ella ¡no! (conozco Francia e Italia en viajes también despaciosos), una región más fértil, más templada, más exuberante de vegetación ni de tierra más substanciosa que esta faja vertiente norte del Pirineo cantábrico. Cordales, valles, mesetas, cumbres, cañadas, erías y selvas, toda la tierra astur recibe las brisas templadas de la corriente del golfo mejicano (Gulf Stream), cuyos treinta y siete grados de temperatura constante resbalan sobre la superficie del mar, por donde corre de los brazos de este río caliente y se mete en todos los recodos de esta región para dulcificarla, ablandarla, deshelar sus neveras y hacerlas gotear en regatos y arroyuelos mansos y transparentes, que esmaltan de diamantes los prados y dan savia y verdor a los bosques.
¡Ay! ¡Asturias!, ¡Asturias! Si tus hijos quisieran, si metieran allá, muy dentro del alma, en el más oscuro rincón, el catecismo clerical y llenaran su inteligencia de ciencia positiva, y su corazón de amor a la vida, y a su posteridad y su voluntad de energía para hacerte rica y feliz, ¡qué perla de más hermoso Oriente engarzarían en la corona de tu Patria!
Rosario de Acuña y Villanueva
Gijón, Noviembre 1916
El Noroeste, 22 de noviembre de 1916
Macrino Fernández Riera, Rosario de Acuña en Asturias, Gijón, Ediciones Trea, 2005, pp. 203-206
Notas
(1) Se trata de una comisión económica formada por personalidades de la ciencia, las finanzas y la industria que «recorrerá las principales ciudades españolas en viaje de estudios, con el propósito de ampliar las relaciones comerciales e industriales entre Francia y España» (El Noroeste, 13-11-1916)
(2) Hay una raza de caballos en la cordillera Sierra de Cuera y estribaciones, llamada Sueve, que podría competir, bien criados y seleccionados, con los poneys ingleses, en belleza, resistencia y mansedumbre; tuve dos de estos animalitos comprados en Nueva, verdaderamente admirables. Durante tres meses recorrí con ellos los más escarpados riscos de Cantabria sin rendirlos, y hubo ocasión en que hicieron once leguas de jornada sin que sudaran por un pelo ni cesaran en su paso firme y cadencioso de «andadura castellana» (nota de la autora).
(3) En relación con el contenido de este escrito se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:
167. ¡Se acabó!
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)