Allá por el Oriente empezaban a iluminarse con las vagas tintas de la aurora, los contornos de la tierra.
Toda la creación se estremecía con esos albores que traen a la naturaleza nuevos efluvios de vida y calor.
La Naturaleza comenzaba a vivir ansiando levantar el himno de bienvenida al sol, alma del mundo, que, con sus rayos de fuego, marca el paso del tiempo en el reloj de la existencia.
Descendamos; no es en el oscuro retiro de intrincada floresta donde hemos de asentar la huella, que, al fin allí, entre arbustos y zarzas, aún se podría vislumbrar un átomo de Dios, reflejado en la Naturaleza.
No es en los sombríos antros de profunda caverna donde el pensamiento ha de buscar su inspiración, que allí también se podría hallar, en medio de la terrorífica sombra, el luminoso espectro de Dios.
No es tampoco en el abrupto laberinto de algún hondo abismo, donde habrán de sumirse los destellos del espíritu, que, también entre las ennegrecidas y dislocadas rocas, y en medio del silencio y la soledad de una naturaleza; muerta para la luz, podría encontrarse el reflejo del alma divina, fulgurando con incesante alma y recreándose en sus obras.
Descendamos más hondo que a la floresta, más hondo que a la gruta, más que al abismo; busquemos algo que nos aleje del principio universal de la vida, y en alas de la fantástica imaginación, penetremos en uno de esos alcázares de barro que se alzan sobre nuestro mundo de granito y de fuego, átomos de polvo en los remotos siglos del porvenir, gigantes de sillería en las edades presentes.
Hela allí; es muy negra, muy redonda; sus patas extendidas en semicírculo, finas como hebras de seda, revestidas interiormente de un pelo suave y lustroso, forman, en derredor de su abultado cuerpo, una corona de rayos.
Su belleza es el trabajo; su destino trabajar; fuera de estas dos felicidades no posee otra riqueza; es una pobre desheredada que no toma parte en el festín de la vida, sino tomando sobre sus hombros su atributo laborioso, invariable, lleno de penalidades y de contratiempos, sin otra recompensa que la satisfacción de la más perentoria de las necesidades, la de comer; es una araña.
Su casa está hecha entre la profunda talla de un marco sobredorado. Allí, entre las hojas entretejidas de una vid simulada tiene formado, por delicadas fibras, su retirado albergue. Nadie la ve; los abultados rosetones del rico marco, hacen la sombra bajo la cual edificó su casa. Tenues hilos de finísima seda, se cruzan en perfecto círculo entre vides y pámpanos, y como el reflejo de aquel dorado ramaje disimula la delicada red, la pobre solitaria, ve, con incesante alegría, que nunca le faltan las necesarias provisiones.
Pero ¡ay! ¡no siempre había de suceder lo mismo! Dos auroras hacía que el inusitado movimiento que observaba en aquella estancia donde labró su nido, la tenía miedosa y retirada en el más profundo rincón. Hombres y mujeres, agitando largos plumeros, la hicieron temer por su vida, y con hambre y aterrorizada, contaba ya largas horas de forzosa quietud cuando comienza nuestro relato.
Mientras, allá, en el cielo empezaba a fulgurar el sol, ella se asomaba por detrás de un disimulado racimo, para contemplar si los riesgos que la esperaban eran mayores que el hambre que sentía.
Desde su observatorio vio un mundo extraño que no era el suyo, pero que por mundo se tenía, y que hirió vivamente su pensamiento. En suntuosos sillones de talla, revestidos de brocado y tisú, cien mujeres hermosas, ostentaban, entre deslumbradores matices de zafiros, brillantes y esmeraldas, todas las coqueterías del más refinado sensualismo.
Larga mesa cubierta de orfebrería de pasados siglos y cristal de Bohemia, sostenía, en estudiado desorden, viandas de todos los hemisferios de la tierra. Altos espejos de Venecia, reflejaban en mil cambiantes grandes focos de luz que se escapan de candelabros de bronce florentino; y tibores del Japón, y vasos de Sevres, sujetaban desde sus senos, ramos y guirnaldas de plantas parásitas y de flores tropicales; tapices de tiempo desconocido y grandes cuadros, obras maestras de pintura contemporánea, revestían las paredes de aquella estancia, cuyos balcones, herméticamente cerrados, como si nunca hubiesen de dar paso a la luz del día, se adornaban con encajes de Flandes y crespones de la India Esto contemplaba la araña hambrienta desde su oscuro observatorio. ¡Cuánto pensó para sí la inadvertida araña! - ¡He ahí unos seres felices!- decía recorriendo con melancólica mirada los exhaustos hilos de su tela y la opípara mesa del banquete.- Ellos comen mientras yo tengo hambre; ellos necesitan para comer sentarse entre brocado, contemplar el oro y los diamantes, usar el cristal y la china; yo no necesito más que devorar mi presa. ¡Qué diferencia! Y sin embargo, yo, por aquella rendija que un descuido dejó mal tapada, veo ondular los rayos de la luz del día, inestimable riqueza para cuantos seres pueblan la tierra, y ellos palidecen con prestados colores ante esos focos luminosos por ellos mismos inventados. ¿Cuál de nosotros se equivoca al recrearse con la luz? ¿Serán ellos? ¿seré yo? ¿se ocultarán del astro luminoso por miedo o por conveniencia? ¿será que ante los resplandores del sol aparecen sus grandezas como puñados de polvo, o será realmente que la superioridad de su naturaleza encuentra más conveniente vivir de noche que de día?... Helos ahí: su comida es frugal en medio de lo suntuoso; ¿por qué? ¿será que la pasión de la vanidad y de la ambición excite su organismo hasta el punto de que se olviden de los preceptos más esenciales de la naturaleza, o es que pretenden enmendarla buscando en horas dedicadas al sueño la satisfacción de la más perentoria de las necesidades, la de comer? ¡Quién sabe! ¡Tal vez las dos pasiones sean causa de tan monstruoso contrasentido!...
¡El hambre! Yo la tengo terrible, y ellos ¡ellos comen! ¿Por qué tuve miedo de salir de mi nido? ¿no es el hombre nuestro hermano mayor? ¿qué mal puede hacerme? Soy pequeña para él, mas no importa, soy trabajadora; esto solo le debe bastar para reconocerme como hermana suya. ¿No está el hombre, como todos los seres, sujeto a la ley del trabajo?
Esto diciendo, la pensadora araña, impulsada por la fatal necesidad, dejó resbalar desde su tela un hilo tenue y flexible, y a la par que lo hilaba, fue descendiendo pro él para ver si lograba coger una negra mosca que entreabría sus lustrosas alas sobre una rosa medio oculta entre los cabellos de una dama; llegó la araña junto a su presa, y al quererla envolver en sus imperceptibles hilos, vio con terror que era una mosca fingida, una mosca artificial como todo lo que la rodeaba; confusa y atemorizada, enredose la araña en el cabello de aquella mujer que, dando un grito agudo, arrojó a la infeliz con rápido movimiento sobre los manteles de la sibarítica mesa; viose allí una confusión inexplicable: todos aquellos seres, acostumbrados a una naturaleza representada por criaturas de barro, de madera, de mármol y de bronce, se espantaron al contemplar uno de los modelos de sus imitaciones; las señoras, rompiendo copas y tirando platos, se levantaron al grito de «¡una araña!» Buscaban las más huida, asilo seguro contra la invasora desheredada, en tanto que algunas, haciendo alarde de valor, procuraban herirla con pañuelos y servilletas; los hombres mientras, unos, tal vez por miedo de manchar el apretado guante, hacía aspavientos sin acudir a la defensa; otros, alejados por galantería de las inmediaciones de la mesa, procuraban en vano llegar donde estaba la huésped, y por algunos momentos viose como reina de aquella fiesta a la humilde trabajadora de los rincones y el polvo, la cual, no menos miedosa que sus contrarios, pero más dueña de sí misma porque en ello se jugaba la vida, buscaba, corriendo, un sitio donde esconderse o una pared por donde subir a su retiro.
Ella corría; corría sobre el adamascado lienzo, ensuciando con sus finas patas aquel blanquísimo tejido, y en la febril agitación con que huía, no pudo observar que, vencido el tumulto que su presencia ocasionara, y posesionados los criados del contorno de la mesa, cien manos armadas la amenazaban con la muerte; al fin, herida sin piedad, arrollada sobre sí misma como informe masa, rodó por el suntuoso tapiz de aquella estancia, y allí, estremecida por el dolor de sus heridas, entre la agonía de la muerte, aun tuvo fuerzas para decir:
–¡Porque temía a los hombres tuve hambre; porque quise comer, viendo que ellos comían, huyeron de mí despavoridos; y cuando, arrepentida de mi audacia, buscaba un oscuro rincón para morir tranquila, me dieron muerte horrible por mano mercenaria! ¡Naturaleza, véngame! ¡Nací para el trabajo, viví por el trabajo, y me mata el hombre!
La pobre proletaria espiró, mientras los primeros acordes de un cotillón cerraban la fiesta de aquel gran mundo; y mientras allá en el Oriente se levantaba el majestuoso globo de fuego que anuncia a la creación, el principio del trabajo y la universalidad de la vida.
Rosario de Acuña de Laiglesia
1881
El Liberal, Madrid, 27-3-1881
La siesta. Madrid: Tipografía de G. Estrada, 1882
Regina Lamo (ed.): Rosario de Acuña en la escuela. Madrid: Ferreira Impresor, [1933]
Nota. En relación con el contenido de este escrito se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:
173. Sinfonía de animales
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)