(Cuadro del Sr. D. Ulpiano Checa presentado en la exposición de pinturas)
Cuando
un observador de mediano sentido racional se para delante de
este soberbio lienzo, una corriente inexplicable atraviesa
por el pensamiento bañándolo en luces que fulguran con
esplendores de incendio, y en crepúsculos que irradian con
sombras de melancolía; cuando el choque de la impresión se
atenúa y sus últimas ondulaciones dejan en los ilimitados
horizontes del entendimiento la diáfana serenidad,
generatriz de todo raciocinio, entonces comienza la idea a
levantarse poderosa ente esta obra hermosísima que palpita
con todas las excelsitudes de la vida que es toda luz,
movimiento, esperanza y grandeza: la imaginación se apodera
de la realidad, la encarna, la subyuga, y mediante la
emoción estética que produce esta obra pictórica, condensa,
sintetiza y abarca la complejidad de la historia, de la raza
y de la humanidad; y cuando ya ha medido, de un solo golpe,
el maravilloso conjunto, se vuelve hacia el presente y rinde
tributo de admiración al genio que, de tal modo acertó a
interpretar sobre la tosca trama de un lienzo uno de los más
grandes poemas humanos. En efecto «Invasión de los
bárbaros» es más que un trabajo artístico, es más que un
cuadro histórico, es más que un alarde de atrevimiento, es
un inmenso poema cantado sobre el lienzo con las
tonalidades de la pintura; todo en él habla y conmueve, todo
en él hace pensar. Su explicación es leve, se reduce a una
hueste de bárbaros que en desenfrenada carrera penetran por
la vía Flaminia de Roma; nada más; y sin embargo, entre la
luz mortecina de aquel cielo aplomado, entre los azulados
contornos de aquel templo suntuoso, se vislumbra toda la
molicie enervadora de Roma prostituida; y entre aquellos
atléticos caballos que huellan la vía, entre aquellos
jinetes de curtida musculatura, se contempla el brío de una
raza pletórica de vida, que viene a encauzar la corriente
humana por los anchos caminos de la perfección, encenagados
con la embriaguez de todas las soberbias.
¿Cómo hace surgir estos pensamientos el cuadro del señor Checa? ¡Secretos del genio!, ello es que así sucede: hasta el suelo de aquella calzada tiene sus acentos; las piedras ciclópeas que la Roma pura, la Roma republicana, la Roma popular engarzó en sus calles para el cómodo paso de los ciudadanos, se han carcomido ya: las ha roído el polvo y el barro que eran las alfombras que tendieron los césares y los patricios a los pies del pueblo, mientras ellos desollaban a sus esclavos para templar en las abiertas entrañas del frío de sus plantas; grandes cavidades ofrecen cómodo vaso al agua pluvial, y el charco infecto, con la arista aguda, imagen exacta de aquella sociedad depravada, eriza de escabrosidades el pavimento; no obstante, ningún caballo cae, ningún jinete se detiene; acaso todos ven con espanto tanto abismo, pero no importa, más adelante está su intención; ellos traen la vida y la vida no mira a la muerte; adelante, he aquí su lema; he aquí el impulso arrollador que los espolea; alguno de los caballos parece que vuela; piedras y lodo ¡todo quedará hollado! Lo grande de este cuadro es que sin haber expuesto en él contraste alguno entre vencedores y vencidos, pues el grupo de mujeres apenas delinea la realidad de la hecatombe, el espectador cree oír los estridentes gritos de espanto que van delante de la hueste pregonando la hora de la justicia.
¡Poderoso privilegio de la inspiración que deja adivinar mucho más de lo que dice! Hay momentos en que parece que se ve a la matrona meretriz con su manto desgarrado, que se creyó invencible en las saturnales de la liviandad, temblando como doncella violada ante la caricia brutal del hijo del Norte; y se ve al prócer afeminado con su impúdica sonrisa de sátiro procaz, ofreciendo sus joyas y sus perfumes a cambio de no ser pisado por los indómitos bridones; y se ve al retórico endiosado, que se llamó científico por sostener nimias discusiones, y artista por aplaudir las monstruosas escenas de los gladiadores, llorando como asustadizo rapaz escondido bajo la figurilla de un penate; y se ve a los embaucadores de los dioses olímpicos, con sus vestiduras sacerdotales que de tal modo les valieron para la prevaricación, huir a la desbandada apretando sobre el convulso pecho las preseas arrancadas a sus divinidades de mármol!... ¡Todo quedará asolado!, el detalle pueril, la minuciosidad estúpida, el estancamiento de la vida, deslizada sobre lecho de rosas con todas las contracciones del hastío, de la impotencia y de la insensatez, quedará cegado pro aquel vivido torrente que trae vírgenes sus energías, sus creencias y sus esperanzas.
Tal se comprende contemplando la vandálica legión que se precipita sobre Roma; todo en ella es rudo, grande, omnipotente; sus caballos no son los corceles de curvaturas suaves, que ganaban los premios en las carreras del Coliseo en el simulacro del combate, enmantados con clámides de púrpura cuando se les ataba a sus pesebres de pórfido, llenos de sobredorada avena; son los brutos de aceradas fibras y angulosos contornos, capaces de hollar cráneos en los campos de batalla, y de perseguir la manada de lobos, en los helados desiertos, sin exigir otro cuidado que la libertad de sus noches en las solitarias estepas; los jinetes se identifican con ellos: el fuego que brota de los ojos del caballo es el grito que vibra en la garganta del hombre: «¡Roma es nuestra! ¡Traemos la juventud, el vigor, la fuerza de lo sano y de lo libre!». Así parece que exclaman aquellas figuras que, sin contorsiones de rebuscados efectos, se presentan a los atónicos ojos con toda la sencilla grandeza de lo natural. Sus cortas y recias espadas ¡qué bien pintadas están! Tal vez arqueológicamente les falte algo de realidad, pero sostienen la gran armonía del poema con sus tonos de bruñido acero; no son de adorno, se hicieron para herir; desde la mano a su remate agudo hay poca distancia; no pueden ser manejadas por cobardes; sus anchas hojas han de buscar el corazón para ser mortíferas, y para llegar al corazón del enemigo hay que exponer el propio a ser atravesado.
Y después, en lontananza, a la espalda de los invasores, se distingue un acueducto con los esbeltos arcos semiconfundidos en el espacio cenital: ha quedado incólume sobre la huella de los bárbaros, ¡lo han respetado!; es lo grande, lo bello, lo útil, sobreponiéndose a las generaciones y las razas para provecho de los siglos del porvenir: es lo mejor que siempre queda y siempre subsiste, para que heredado de pueblo en pueblo, de continente en continente, solidifique el engrandecimiento de la especie cada vez mejor cimentada, cada vez más humana por la multiplicidad de grandezas que la van legando las diferentes civilizaciones
Todo, ¡todo!, en el cuadro del señor Checa levanta voces de elocuente enseñanza, de sublime alteza, ¿qué es ante la armonía del conjunto la incorrección de algún detalle?, ¡menos que nada! Además, es conveniente en obras de tal brío algunas imperfecciones, ¿en qué se entretendrían los críticos si no tuvieran qué criticar? Quédese para ellos los defectos; las bellezas debemos aplaudirlas cuantos preferimos la luz a la sombra, la esperanza a la negación, el porvenir al pasado
¡Quién será el Checa que exponga a otra civilización más perfecta la última hora de la que hoy nos rodea!
Rosario de Acuña
27 de mayo
Las Dominicales del Libre Pensamiento, Madrid, 4-6-1887
Notas
(1) Esta obra perteneció al Museo Nacional del Prado, estuvo en depósito en la universidad de Valladolid y desapareció en un incendio durante la Guerra Civil. A falta del original, disponemos de un boceto y de un dibujo. El primero se conserva en el museo Ulpiano García, situado en la localidad madrileña de Colmenar de Oreja; el segundo, obra de P. y Valor, fue publicado por La Ilustración Ibérica el 25-6-1887.
(2) En relación con el contenido de este escrito se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:
160. Convertida en crítica literaria (y de otras artes)
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)