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A dos beatas gijonesas

 

Apreciables hermanas en la especie, no en las ideas ni en las costumbres, ni (me atrevería a decir) en las virtudes.

Como es uno de los deberes anexos a la naturaleza humana proclamar la verdad, os dirijo la palabra para ver si entra un rayito de la luz de mi verdad en vuestras mentes, y os permite salir de la categoría de animalitos irresponsables, guiados por toscos rabadanes, a la de criaturas pensantes y obrantes con arreglo a ola purísima moral del amor al prójimo.

He aquí los hechos de autos: Una mañana de sol abrasador, habéis llegado a los alrededores de mi casa; habéis buscado un grupo de aldeanos, ocupados en sus faenas agrícolas; y habéis entablado con ellos la siguiente conversación:

Vosotras.- ¿Quién vive en aquella casuca?

Aldeano primero.- Una doña Rosario Acuña.

Vosotras.- ¿Y vive sola?

Aldeano primero.- No; que vive muy bien acompañada.

Vosotras.- Sí; sí; acompañada de sus maldades y perversas ideas... y ¿qué dice aquel letrero de la puerta?

Aldeano segundo.- No lo sé, ni nos ocupamos de leerlo.

Vosotras.- No dirá más que picardías y nada bueno dirá.

Aldeano primero.- Oye tú, esa mujer podrá pensar y tener cuantas ideas quiera, y en esto no me meto; pero lo que no hace es ir a indagar vidas ajenas, ni a quitar, honras, ni a ser maldiciente; a nadie roba...

Vosotras.- ¡Eso sólo la faltaba: ser ladrona!

Aldeanos primero, segundo y tercero (casi a un tiempo).- Y ya estáis marchando de aquí, brujas, si no vais a correr más que a paso...

Vosotras (mis anteojos marinos os vieron) salisteis a paso de cargo, cuesta abajo del cerro y no parásteis, hechas dos tomates, hasta llegar a la playa, donde os desplomasteis rendidas de cansancio, y con seguridad de ira, por no haber podido sembrar en el corazón de los vecinos de mi hogar, toda la simiente de injurias, calumnias y vilezas que os habían metido entre pecho y espalda los que manejan vuestras mentes de animalitos irresponsables.

Y vamos a cuentas; en el preámbulo de vuestra conversación, interrumpida por esa clarividencia de la verdad que poseen los hijos del campo, se ve claramente que vuestra intención era prender el hilo de un largo capítulo de cargos hacia mi persona, mis costumbres, mi hogar y mis familiares, cargos que dejaren en los oyentes, por lo menos, la duda de mi honradez, de mi moralidad, de todo lo que constituye la personalidad honorable de mi ser, para que, perdido el respeto y la estimación por parte de mis vecinos hacia mi y mi casa, se entrara, luego, en el segundo capítulo de la guerra a muerte que la Iglesia tiene declarada a todos los seres que nos hemos separado de ella, consciente y terminantemente.

Vosotras, como antes dije, erais las sembradoras de las futuras pedreas a mi hogar, de los futuros insultos a mí y a los míos, de la invitación a robarme mis obreros o criados (por aquello de que a un hereje se le debe robar sin escrúpulo). Vosotras erais, aquella tarde, la representación de dos furias inquisitoriales destacadas de un aquelarre católico, para envenenar las fuentes de mi vida moral, y dejar preparado el posible aniquilamiento de mi vida física.

Cuando pienso, con la lógica que la premisa de vuestra conversación impone a mi mente, en todo el daño que queríais hacerme, me sonrío dulcemente, con una piedad hacia vosotras tan grande casi, como vuestra maldad hacia mí.

Vengamos a razones, ¡pobrecitas mujeres! Con vosotras no va nada, pero así como vinisteis echadas desde el confesionario o la sacristía... (una de vosotras, me han dicho que era hermana de un buen republicano) en son de mensajeras, o soplonas, así tengo que dirigirme a vosotras para que llevéis mi contestación a quien os enviara. Hace ya mucho tiempo, cuarenta años, que coloqué en montón, delante de mí, lo siguiente: Posición social brillantísima, renombre literario, como no soñó siquiera ningún pipiolo de los que ahora nacen a la vida intelectual puesto que, a los veinte años, los círculos madrileños de la más alta mentalidad, y las muchedumbres a la vez, sembraban de laureles y rosas mi camino; y todos los grandes críticos de la mitad del siglo XIX, rendían partes de admiración ante mi figurita de niña rubia, cantadas sus entusiastas estrofas por los grandes poetas de mi tiempo: Ayala, Hartzenbusch, Campoamor, Duque de Rivas, Núñez de Arce, etcétera, etcétera.

Al lado de estos dos montones hice otros; el de la paz de mi hogar enterita (he ostentado el apodo de la buena esposa); el de mi riqueza, algo cuantiosa, de la que me despojé, ante notario, para dejársela a mi madre y quedar libre...¡libre! de todas las zarandajas de los intereses materiales; a todos estos montones del pasado y del entonces presente, uní, mentalmente, todas las bienandanzas que pudiera guardarme el porvenir; alegrías; salud; bienestar; estimaciones; afectos; compañías... ¡todo lo que constituye la felicidad de la vida! Y cuando estuvo todo bien amontonadito, y medí toda la inmensidad de bienes que perdía, y toda la hondura, oscuridad, y avidez del abismo donde iba a tirarme, arrojé aquel montón de cosas a la inmensidad del no ser, y me hundí de cabeza en la sima de la rebelión, abrazada mi alma a esa renuncia voluntaria antes del vencimiento que, según el sabio fisiólogo Mundsley, constituye el más alto vigor de la razón y de la voluntad. ¡Figuraos, por todo lo expuesto, pobrecitas beatas que vinisteis como gozguecillos  falderos a ladrar a mi puerta, con que inmensa piedad miro vuestros manejos, desdichadas ignorantes, incapaces de inteligencia y de corazón, para colocaros en el plano donde hace cuarenta años vengo desenvolviendo las actividades de mi alma!

Podría ampliar más este asunto, pero me repugna profundamente hablar de mí misma; y si os he dicho todo esto es para que midáis, por el daño que yo me busqué, por el que me hice, y por el que espero sufrir, la insignificancia del daño que vosotras queríais hacerme. ¡Os aseguro que casi siento que no pudierais prender la hebra de vuestra maldad en el pensamiento de mis humildes vecinos!

¿No sabéis que a ningún árbol de mala fruta se le apedrea?

¿No sabéis que a ningún justo se le adula, ni se le sigue?

¿No sabéis que a ninguna tierra estéril se la labra?

De trece amigos (a quien amaba como a hermanos) que tuvo Cristo, uno le vendió, otro le negó, y los demás echaron a correr al verle preso.

Hay que desengañarse, el odio se arremolina, invariablemente, alrededor de aquellos seres empeñados en desterrarlo de la tierra.

Y vamos a otro asunto; decidles a vuestros rabadanes, que os llevan por mal camino; los verdaderos cristianos, a quien deben amar más y mejor es a los réprobos, a los herejes, a los malos, a los pervertidos; sobre todos nosotros debéis , vosotros los llamados cristianos acumular la piedad, la dulzura; algo de esto hacen ya los jesuitas; las cabezas guías de la asociación huelen el hundimiento de los fanatismos y crueldades de la Iglesia; y con la melosidad propia de la institución, intentan, suavemente, volver la casaca; mas sólo para sus fines particulares. Vosotras, a quien no supongo jesuitas, no debéis tener fines interesados en ser tolerantes, desde luego que os creéis buenas cristianas ayudando a quemar a los herejes: estáis en un profundo error: de las cenizas de tantos como quemó la Inquisición, surgió toda la muchedumbre de heterodoxos de la edad moderna. Si llegarais a quemarme, es tal la intensidad de consciencia que hay en cada una de mis moléculas, que donde cayera un átomo de mí, surgiría un pueblo entero de librepensadores y racionalistas… ¡No le conviene a la iglesia quemarme!...Cuando nosotros triunfemos, tened la seguridad de que no os quemaremos.

Vuestras doctrinas tienen en la escala del amor el número uno, casi no pasa de ser instinto; las nuestras tienen el número mil; amamos con la inteligencia, y este es el único amor que caracteriza de humana la especie racional. Mientras vosotras masculláis un Padre nuestro, estáis pensando en el querido de la vecina, en las faldas de moda, o en como meteréis mano en las cuentas de vuestros hombres; nosotras, que no rezamos nunca, estamos pensando siempre de qué modo haremos las cosas más conforme a la moral y, creedme, lo que intentasteis hacer el otro día en contra mía, es una acción perversa, muy mala; lo más lejano de lo que llamáis cristianismo. Os aconsejo que no obréis así, porque cada una de estas acciones os hace más vencibles, más despreciables y más impotentes… Indudablemente Dios os quiere perder, porque os ciega. Enmendaros y tened seguridad de que jamás podréis hacerme daño que yo no tenga descontado recibir de vosotras.

Con la mayor misericordia os saluda y os aconseja templanza, prudencia y piedad.

Rosario de Acuña y Villanueva

El Cervigón (Somió), septiembre 1911

 

 

Nota. En relación con el contenido de este escrito se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:

 

Alegoría de la Justicia, sello de 1874 205. La conferencia y los mestizos
Una lección aprendida: que en asuntos de tribunales conviene ser bien prudente, pues para que tan renombrada Dama se ponga el turbante en los ojos y se avenga a resolver los litigios «necesita como primera condición para actuar la tasa de precio»...

 

 

 

Portada del diario El Pais del lunes 25 de octubre de 1909
101. Si no se descatoliza a la mujer... ¡Nada!
En el verano de 1909 España vivió uno de sus momentos más convulsos. El 11 de julio de aquel año se publica un decreto en la Gaceta de Madrid por el cual se procede a «llamar a filas los soldados de la Reserva activa que considere precisos... A finales de mes las tensiones obreras y anticlericales provoquen un estallido de acontecimientos violentos...

 

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora

 

 

 

Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)