O sea el de los muertos No hay que asustarse ni poner carne de gallina, pensando ver una procesión de escuálidos fantasmas, medio envueltos en trasparentes sudarios, entonando fatídicos salmos o quejumbrosas lamentaciones. Nada de eso; el camino de los muertos, en la capital fue cadalso de Lanuza, no tiene ningún aspecto terrorífico ni espeluznante; al contrario, es un cosmorama de movimientos de los más curiosos y entretenidos para el profundo observador que le dedique algunos intervalos de atención.
Figúrense ustedes una carretera muy ancha, muy larga, que tiene por alfombra medio metro de polvo fino, deleznable y tan brillante que los rayos del sol como las arenas del Sahara en los ardores de la canícula. Figúrense ustedes dos hileras de árboles gigantescos orlando la carretera y semejantes a inmensos copos de algodón en rama, gracias al espeso manto de tierra que los cubre; figúrense ustedes, a ambos lados del camino profusión de quintas o casas de campo, torres, como las llaman en su jerga los naturales, medio envueltas también en grandes avalanchas de polvo, y ya tenemos el cuadro, al cual no le falta más que el movimiento.
Es de día. La doce; hora en que empieza el desfile por el susodicho camino. Me explicaré: el camino de Torrero, propiamente hablando, es el que sirve de paseo público. El de Torrero bajo, que es el de que se trata el presente artículo, es el destinado exclusivamente, desde las doce en adelante, para conducir a los muertos. Ambos caminos llevan al cementerio, pero el primero no se utiliza para este servicio sino hasta el medio día porque se supone que, desde esa hora, la gente se divierte en el paseo, y se supone también que no debe alterarse su diversión con el espectáculo de los cortejos fúnebres, a lo cual suponemos que cuando se muere alguien en la población deberían sacarlo de noche por los tejados y en un globo cautivo que elevándose sobre la esfera luminosa del gas lo depositara en el campo santo sin que la misma tierra lo sintiera, porque en la casa o calle donde haya algún bautizo o boda, debe causar tan malísima impresión el paso de un muerto como entre los concurrentes al paseo; pero sigamos el cuento. Desde las doce echan los muertos por el camino bajo de Torrero, suponiendo que todos los que pasan o viven por aquellos sitios deben estar tristes desde aquella hora y no causarles impresión de ningún género tales comitivas. Afortunadamente sucede así por las circunstancias que las rodean. Observémoslas, que son interesantes.
Una
descarga cerrada, seguida de algún otro disparo suelto a
modo de cebete mal prendido, anuncia la despedida de un
cortejo en la puerta del Duque de
No es extraño ver también a los lacayos, que por el tránsito de la población condujeron los caballos del diestro, encaramados junto a la misma caja del difunto, haciendo milagros de habilidad para sostenerse en su elevado asiento, y agarrándose con verdadero pánico, por temor a una caída, a los borlones o esculturas de la caja (que suele ser un monumento de bajos relieves); allí se ven con el alto sombrero de copa encasquetado hasta las orejas y dando al viento los largos faldones del levitón, que ondean entre el polvo como si un inmenso grajo fuera revolteando en torno del cortejo. Detrás viene el simón.
Los
coches que en
Detrás de un cortejo viene otro; si el primero fue gordo, éste, aunque flaco, parece más alegre, porque el color del coche es blanco, azul, encarnado y todo reluce de lentejuelas, talcos y bordaduras. También pasa. Pasa como un relámpago, sin dejar detrás de sí más que polvo, sonidos estridentes de ejes mal templados y alguna bárbara interjección dirigida a los caballos. Pasa sin que aquellos que presencian la marcha piensen en otra cosa que en defenderse de la tromba de tierra que levanta o del áspero chasquido de los látigos.
Detrás viene otro. Este viene solo en un carro especial que se parece muchísimo a una caja inmensa de tijeras inglesas. Viene con un solo caballo, guiado por un solo conductor, el cual, montado en las varas, como los tartaneros valencianos, y poseído también del demonio de la carrera, procura con sendos palos que el caballejo sostenga el torpe galope, con lo cual el carro, sencillamente montado sobre los ejes, camina dando saltos y brincos capaces de volver al polvo, no digo yo a un difunto, sino a un vivo en plena salud. Respetemos [a este cortejo](1) (salvo la forma del carro), pues al menos lleva en derredor de sí lo grande de su pobreza y en la soledad que camina, y en el púdico recato con que oculta su carga a las miradas indiferentes se marca el sello venerable de la eternidad. De tantos como pasan por el expresado camino tal vez esta clase de muertos sean los verdaderos.
¿Sucederá en todas partes lo mismo que hemos descrito?... Indudablemente el camino de Torrero no es la defectuosa organización social de una localidad, sino una de las muestras de la ignorancia rutinaria de las muchedumbres: el camino de Torrero, por ser el único de una populosa ciudad donde se manifiestan tales escenas, podrá tener más brillante colorido, pero sus horizontes y detalles son aplicables a todos los pueblos, y tal vez a todas las razas, en su mayoría perfectamente extraviadas en falaces idealismos y extravagantes rutinas; los muertos de dicho camino no son más que una carga enojosa que se necesita dejar pronto. La representación teatral concluye en las puertas de la ciudad: hasta allí la comitiva marcha en orden, al paso, todos poseídos del papel que representan, hasta los caballos que hacen ondear sus plumeros y caireles con severos y melancólicos ademanes; el muerto es allí el protagonista de la comedia.
Al salir al camino de Torrero se le arrebata su papel para darle el del último racionista; en ambos lados se ve la farsa y el escarnio, hábilmente vestidos con los oropeles de la falsa dignidad y del hipócrita respeto. Menos plumeros, cirios y lacayos dentro de la ciudad y menos carreras impetuosas, menos interjecciones, menos aspavientos desordenados, camino del cementerio. La muerte es un accidente natural, esencialmente previsto e irremisiblemente unido a la humanidad. En ello no hay nada de drama ni de tragedia más que para aquellos seres íntimos ligados por las tristezas y las alegrías, única coma que puede ligar la libre personalidad del alma a los seres que dejan la vida. Fuera de esos profundos dolores, a los cuales causa horror toda manifestación exterior, no hay más que conveniencias, fórmulas de un código social defectuoso y anómalo que huye de los dolores reales para exponer un dolor ficticio, acomodándolo a unas fórmulas ridículas y vanas que pomposamente apellidan honores fúnebres.
¡El camino de Torrero! ¡Cuántos y cuántos pensamientos no acuden a la mente al contemplar la descompuesta carrera de un cortejo, que en la ciudad fue todo mesura y comedimiento, y que fuera de aquel recinto se convierte en palenque de cocheros y rufianes! Si allá dentro fue de necesidad manifestar el dolor de una manera uniforme y acompasada, ¿cómo al pasar por el dintel de una puerta se cambian de tal manera los sentimientos que solo permiten darle al muerto los honores de un cargamento de contrabando ?
Involuntariamente se piensa al hacer tales reflexiones, en que el dolor así manifestado es tan falso dentro de la población como fuera de ella, e involuntariamente asoma a los labios del menos incrédulo una sonrisa de lástima y desprecio hacia esas vanidades mundanas con que se revierte entre hombres el ministerio divino de la muerte.
Rosario de Acuña de Laiglesia
El Liberal, Madrid, 25-8-1880
La siesta (⇑). Madrid: Tipografía de G. Estrada, 1882
Notas
(1) No aparece en la versión publicada en El Liberal, sí en la que se recoge en su libro La siesta (⇑).
(2) Debía de haber visto muchas veces todo lo que describe, pues –según algunas de las cartas que se conservan a ella dirigidas y al menos en 1880, el año en que lo cuenta– tenía su domicilio en Camino Bajo de Torrero, 194.
(3) En relación con el contenido de este artículo se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)