SEÑOR DON J. L. y A.
Muy señor mío y amigo:
Válgame de disculpa al olvido las frases que me dirige en su carta encomiando la tranquila y feliz existencia en medio de los campos: a estas frases me acojo para suplicarle indulgencia por mi silencio, poniendo de mediadora esa condición indescifrable de pureza y de paz, en la cual, para dicha del alma, vivo y viviré mientras aliente en mi pecho la voluntad.
Imposible, amigo mío, que se comprenda todo el alcance de sus frases, imposible que se introduzca toda la realidad de lo que expresan, sin formar parte de esa misma realidad. Ustedes los ciudadanos, los acongojados por el tiempo que vuela y vuela, sin dejar espacio para medirle ni saborearle; ustedes todos, los que se agitan en esas encrucijadas, desfiladeros y vallejos que, en la nomenclatura concejil, se llaman plazas, calles y callejones; los que caminan con el ansia de cumplir cien negocios que esperan, cien placeres que atraen, cien empresas que fascinan; los que yendo y viniendo de la cátedra al sarao, del Congreso al banquete, van así matando las horas sin pararse a contarlas, y siempre con la impaciencia de lo que aun queda que hacer, pasan indiferentes sobre la mayoría de los problemas, insensibles sobre una infinidad de desgracias, distraídos sobre una inmensidad de bellezas.
Todos los que, acumulando en el momento del presente las aspiraciones hacia la felicidad, disfrutan la vida con la fiebre de lo insaciable en sus venas, con la incertidumbre de lo desconocido en su inteligencia y con el olvido del pasado en su corazón; todos ustedes no saben, no pueden medir la extensión profunda e inmensa de las palabras tranquilidad y dicha aplicadas a la existencia campestre; es menester hallarse en ella. Es menester oír, entre el sopor del último sueño, las notas purísimas de las aves saludando a la aurora; es menester mirar los rayos del sol acariciando nuestro rostro y llenando de limbos de oro los pabellones de nuestro rostro; es menester contemplar el manto del rocío, brillando con los destellos de los robles y las esmeraldas sobre las vegas y los prados; y después hay que mirar las hojas volviéndose hacia el astro bienhechor como si quisieran besarle; la actividad del insecto comenzando su cotidiano trabajo con el empeño de los héroes humildes, el agua desalando sus cristales de hielo con la templanza del día, si el cierzo del invierno la acarició durante la noche; las palomas trazando círculos y espirales sobre las lomas y los valles; el balar dolorido de la oveja, que desde lejos es la nota melodiosa de un tierno idilio; la yunta que pasa haciendo resonar el cascado cencerrillo de sus colleras; el cantar del bracero, rudo y constante campeón del trabajo, que es el sueño de su alma, desterrada por las iniquidades sociales de los puros goces de la inteligencia, aun halla frases impregnadas de poesía para interpretar, siquiera toscamente, sus amores, sus odios, sus deseos, sus dudas, sus esperanzas; las nubes de la tempestad, que se precipitan como cimbras y chapiteles truncados, arremolinándose entre ráfagas de luz y de polvo, para dejar escapar de sus senos rastros de lumbre que las bordean, y ecos fragosos que las estremecen; el pasar de los cierzos fingiendo suspiros, risas, amenazas, halagos, quejidos, sarcasmos, advertencias y lamentos; la vigorosa entonación de los colores del estío, en que todo se confunde entre rastros de oro y reflejos de gualda; la suavidad de los tonos de la primavera, donde la mirada se posa complacida por el deleite de una luz templada, fresca y purísima; la aparición de la pollada nueva, que, como sueltos copos de pluma, corre piando entumecida en torno de la amorosa madre; los primeros frutos del árbol, destilando la miel por el tallo que los aprisiona; la rosa que se abre; la golondrina que llega; el arco iris que se inventa; la colmena que se cata; la molienda que se principia; la velada ante la encina que chisporrotea y el sol y el aire bañándonos con sus destellos y sus olas, infundiendo en nuestro organismo la salud y la vida.
Todo esto nos da la tranquilidad y la dicha más pura y más intensa. Las tormentas del alma, en medio de esa existencia apacible y sencilla de los campos, son nubes de verano que solamente turban el espléndido ciclo de la vida para hacerle brillar con más penetrante fulgor en cuanto desaparecen del horizonte. Recreado el espíritu por lo real, acostumbrado el individuo a lo positivo, ni la vanidad clava sus dientes de fiera en su corazón, ni la hipocresía lo rebaja hacia la indignidad. El fingimiento, esa máscara que forzosamente tenemos que adaptar a nuestro rostro cuando mil indiferentes están observando, siempre dispuestos a herir con el sarcasmo, a ofender con la compasión, a rebajar con el consejo y a despreciar con la lisonja; esa máscara que oculta, con una impasibilidad desesperante, el verdadero carácter del ser humano y lo incluyen en las filas de la muchedumbre, alineándolo en una monótona igualdad de palabras, de actos y de ideas, donde se diluye en un molde estrecho la personalidad del alma; esa máscara se desprende de nosotros en la tranquila y solitaria existencia campestre, dejando al hombre dueño de sí mismo, no por conveniencia, sino por conciencia; la mayor cantidad de verdad posible, dentro de la relativa imperfección de nuestro ser, aparece en nosotros cuando aspiramos la vida en medio de los campos. El convencionalismo grotesco que hacia todos los lados extiende su poderoso influjo en el concurso de las ciudades, grandes y pequeñas, rindiendo ante su soberanía lo mismo al niño que al anciano, al hombre que a la mujer, al pobre que al rico, deja de pesar sobre la criatura que habita en los campos: que aquí, en medio de este concierto de la naturaleza a su Creador, en medio de esta armonía sublime donde la lucha es vida, la muerte equilibrio, las sombras descanso, el invierno actividad, la tormenta purificación, es en vano que se finja un mundo de bellezas y de verdades recortadas con patrón obligado.
«Compadezca (exclama usted en su carta) a los que tenemos que vivir en este infierno». Sí, por cierto; ¡bien dignos son ustedes de compasión! Cuando alguna vez la nostalgia del espíritu (prisionero en límites concisos siempre que trata de hallar la verdad) me lleva a una impaciencia indescifrable, y con aquel influjo de todo estado anómalo del alma, llena mi corazón de hastío, de dudas mi inteligencia, de lágrimas mis ojos, por dar alivio al ansia con que mi vida busca el porvenir, salgo de este retiro y acudo a esa ciudad como el desesperado de la imaginación acude al néctar embriagador, pensando hallar en él la plenitud de sueños ¡Qué despertar! ¡Por volver a la salud se puede sufrir la enfermedad; por volver a encontrarse en medio de vosotros, ¡oh hermosísimos campos del planeta!, se pueden hollar esos recintos ciudadanos, lóbregos y tristes, donde entre algunas pocas verdades se llega a la muerte sin tiempo para haber pensado en la vida!
De usted atenta amiga y servidora q.b.s.m.
Rosario de Acuña
Nota. En relación con el contenido de este escrito, se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:
167. ¡Se acabó!
146. Sus amigos de Cantabria
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)