Al cruzar en varias ocasiones mi patria, me hallé muchas veces, en aldeas escondidas, casi inabordables, lo mismo en las cordilleras que las estepas que la constituyen, y al presenciar en aquellos rincones perdidos entre las selvas, las rocas o los arenales, hube de aceptar la hospitalidad de familias amables que por su posición, relativamente desahogada respecto a la des su vecinos, disfrutaban de cierta cultura y bienestar; pues bien, en todos estos hogares donde hice un alto, mi indagación descubría el mismo proceso sociológico. Siempre que entre aquellas familias existían varones o hembras en la pubertad, me decían sus padres o mayores las mismas palabras:
–Ya ve usted, aquí estos chicos ¿qué han de hacer? Los varones hemos de mandarlos pronto a la ciudad para ver si se hacen hombres de provecho; en cuanto a las hembras, no habrá más remedio que sacrificarse; levantaremos la casa y nos estableceremos en la próxima villa para que les enseñen algo, siquiera un poco de música, algunas labores; alguna educación que nos permita colocarlas regularmente, porque aquí entre estas gentes ¿cómo han de establecerse? No habrá más remedio que empeñarse para que esta familia se vaya educando.
Estas frases, con ligeras variantes, oí siempre a los labradores o ganaderos de mediana fortuna, lo mismo en las agrestes asperezas de las sierras del Norte y Mediodía que en las desoladas llanuras de Aragón, Castilla y Extremadura ¡Hasta en las casillas de los peones camineros, perdidas en las más solitarias carreteras escuché la misma cantata de que la educación de los hijos obliga a dejar el campo por la aldea, la aldea por la villa, la villa por la ciudad ! ¡Y el campo queda huérfano, abandonado de inteligencias racionales, de voluntades activas, de cerebros superiores!
La educación de las hijas, para colocarlas (palabra que me recuerda la que usan los tratantes de ganado en la compra-venta de su género). La educación de los hijos, para que sean hombres de provecho. La educación de la familia, para que no se repudra de asco y pena junto al terreno, junto al establo, la porqueriza o el corral Y esa inmensa corriente de inteligencias que emigra de los campos, no sirve tampoco para fecundar la ciudad, porque al ir a ella, no llevan los vigores, las robusteces, las energías de una vida entregada al trabajo en plena naturaleza, sino que van ya preparados, por la indolencia y el asqueo hacia toda faena campestre, a entrar en la vida enervadora y corrupta de la ciudad, asimilándose enseguida toda la infección moral y física de los centros populosos. Y todos esos seres que serían algo engastados en el cerco de sus predios, no son nada en la palestra sangrienta de las ciudades, donde los luchadores por la vida no usan las armas de los robustos sino los ardides de los cobardes.
¡Ah! ¡Cuantas veces al encontrarme en alguno de estos hogares y al ver a las jóvenes inteligentes y hermosas fijando en mí sus ojos, embobadas con la relación de mis viajes, mientras cuidaba de dar a mi palabra la amenidad precisa, mi pensamiento se inundaba de profunda tristeza presintiendo en el porvenir de aquellas gentiles criaturas el huracán de las menudas pasiones ciudadanas, que de tal modo seca la sencillez del alma, la suavidad del corazón! ¡No era posible por más que cavilaba, que mi razón hallase lógico que para educar aquellas tiernas doncellas, para hacerlas comprender la misión de la vida, para colocarlas en aptitud de llegar al fin de sus días sin vergüenzas en la memoria, sin lágrimas en el corazón, sin enfermedades en el organismo, se necesitase, imprescindiblemente, desnudarlas la tosca saya aldeana y vestirlas con los ringorrangos de los monigotes parisienses; despojarlas de las costumbres del trabajo campestre, para entretenerlas con las inutilidades del piano o el chapurramiento del francés! ¡Y cuántas veces al despedirme de estas familias, que acaso no volveré a ver en la vida, el único deseo con que les saludó mi gratitud por su hospitalidad, fue que nunca, ¡nunca! salieran de su rincón campesino, fijando en él sus ambiciones, sus esperanzas, su voluntad y su fortuna !
En efecto, toda España es una gran ciudad cuyos barrios (aldeas, pueblos y villas) están separados por desiertos; nuestros campos españoles se hallan huérfanos de toda inteligencia, de toda cultura; ni una ni otra conciben la vida ni la felicidad sino lejos, todo lo más lejos posible, de la agricultura, de la ganadería; en cuanto a felicidad femenina, es indispensable, para poseerlas que las manos sean blancas, acicaladas; que la música, el figurín, la novela, el visiteo, la labor inútil, el adorno, el perfume, la coquetería, imperen como imprescindibles deberes de la vida; condiciones todas esenciadísimas para conseguir colocación adecuada, que permita seguir siendo felices hasta el instante de la muerte !
¡Qué serie tan lamentable de errores! ¡Que desviación tan funesta del concepto de la vida y del Universo!
¡Volvamos el rostro a los campos de la patria; hagamos en ellos surgir el ideal de la mujer agrícola, culta e inteligente!
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)