Al llegar a estas páginas surge al paso la primera modalidad de la vida racional, y la imagen infantil, separando de sus formas angelicales las nubes de la ilusión, nos dice, con lamento quejumbroso, todos los dolores de su inocente existencia, sacrificada por la vanidad material en aras de una sociedad martirizadora.
Sí; es preciso fijar los ojos de la razón y de la piedad en nuestros niños, en esas futuras generaciones que solo esperan de nosotros la pena o la dicha; es preciso que desnudemos a la niñez, y colocándola sobre los perfumados haces del heno, consagrado por la leyenda de belén, miremos sus débiles cuerpecillos ante el faro de la verdad; llamemos en nuestra ayuda a la fisiología, y hagamos, mentalmente, en sus manojillos de músculos, de nervios y de huesos, una disección concienzuda; y cuando ya ningún rincón del organismo nos sea desconocido, busquemos en los misterios del cerebro la vibración del alma y analicemos en ella también todo lo que pueda ofrecernos aquel bosquejo de intelecto humano. ¡Ah! ¡qué dolor, qué tristeza si sabemos mirar y comprender! En nuestra patria no hay infancia; hay criaturas predestinadas a recoger en sus tiernas vidas el dolor y la muerte.
Todos esos pequeñinos que con diademas de oro o de azabache, por sus rizos tejidas, pasean nuestras ciudades, escondiendo sus caritas entre rizadas gasas o costosos encajes, aprisionando sus piececillos en chapines de raso o de piel; todas esas menudas personitas que se contonean, con elegante coquetería, apenas se ponen verticales sobre la débil planta; todas esas criaturas de boca purpurina, de ojos que reflejan azules del cielo o negruras de la noche, con mejillas diáfanas y rubicundas como las manzanas maduras; todos esos niños que esmaltan, como flores preciosas, el recinto de nuestras ciudades, semejándose en sus cuerpos a la parábola del Evangelio, son sepulcros blanqueados que llevan en su sangre, en sus huesos, en sus músculos y en sus nervios la esencia corrupta que los empuja al desmenuzamiento. Búcaros destinados por la vida a contener la virtualidad de todas las energías, nuestros niños, lanzados por la ignorancia y la vanidad a nutrirse con todos nuestros vicios, transforman sus átomos de potencia creadora en átomos de destrucción, y en vez de librarse, por las purezas del medio, de todas las impurezas que las leyes de la herencia les ofrecen, en sus organismo se cultivan, se estimulan, se ingestan con el funesto sistema de su educación, todas aquellas escuelas que el amor irracional de los sexos les entregó al nacer.
La escrófula, heredera remota de la sífilis, roe las tiernas carnecillas cuando no agujerea los huesos; el raquitismo, la triste ofrenda de la tardía pasión de la senectud o del agotamiento, seca o deforma el esqueleto, la base de sustentación de todo individuo; las neurosis, donación segura del alcoholismo, extendiendo sus garras de hiena desde el aura epiléptica hasta el extravío de las sensaciones, rompe el equilibrio de la médula oblongada y entolda el cerebro, cambiando en fierecillas o idiotas las nacientes almas, y cuando las enfermedades de ocasión, cuando esos alados vampiros del dolor que se llaman difteria, viruelas, fiebre, sarampión, tuberculosis , en su girar funesto, se posan sobre la cuna de estos niños, como no encuentran nada ¡nada! que los detenga en su trabajo destructor, en vez de huir cobardes apenas iniciado el ataque ante la energía de la resistencia, se enroscan en los tiernos seres deshaciéndolos con su furor, o para entregarlos indefensos a la muerte, o para dotarlos, ínterin viven, de dolores inagotables.
¡Ah madres humanas! ¿no será posible que ascienda vuestra inteligencia a la diáfana región de la verdad? ¿No será posible que, despertando de los ensueños paradisíacos, se abran vuestros ojos a la realidad, que tan hermosísimos dones nos ofrece, si con ellas seguimos amorosamente por el camino de la vida?
He ahí esa infancia irresponsable de su nacimiento; irresponsable de su desvalidez, de sus imperfecciones, de su existir, en una palabra; ¿no basta ya que, en la hora del amor, ciegue la razón dejándose guiar por las turbulencias del instinto?; ¿no basta ya que, en la primavera fecunda, la criatura humana, influida por la imperfección del medio que la rodea, lance su juventud al tumulto de las pasiones y, sumiéndose en ellas, transforme el santuario de las paternidades en antro oscuro donde puedan anidar los virus infecciosos? ¡Que redima la madre, que las insustituible creadora de la descendencia, al tenerla a su lado meses y años, todos los errores funestísimos que preceden, casi siempre, al alumbramiento !
La vida llena el Universo; por todos los ámbitos cantan su triunfo miríadas de seres, y si la muerte y el dolor cruzan los valles terrenos es para que la vida extienda las alas de la inmortalidad en lo eterno y en lo infinito; y cuando la vida se organiza en criatura humana; cuando a su mandato inexorable comienza a vibrar el átomo, a templarse la molécula, a palpitar el corazón, a encenderse el cerebro, todas las fuerzas de la Naturaleza acuden, sumisas cortesanas de la vida, a rendirle el homenaje a su soberanía, a escucharla con sus valimentos; y todo este conjunto potente, destinado a engrandecer el principio divino del mundo, toda esta criatura humana, en la cual se multiplica la materia, formando, con sus graduaciones y cualidades, el facsímil de la creación; este ser organizado, tan complejo, y que ofrece condensación tan acabada del trabajo vital de miles de siglos, se encuentra, en la desvalidez de la tierna infancia, a merced exclusiva de las iniciativas maternales.
¡Qué responsabilidad, ante su destino racional, adquieren las madres de la especie humana cuando llegan a sus brazos, desde el caliente nido de sus entrañas, aquellas dulces promesas del porvenir de la vida! ¡Qué sacerdocio tan absorbente, tan exclusivo y tan extensivo, adquiere aquella mujer madre al mecer la tierna criatura en que se acumula la ascendencia y la descendencia de la especie! No basta, ¡no!, que el egoísmo materno, el más feroz de todos los egoísmos, aprisione, con caricias frenéticas, restos de los instintos de la fiera, aquel nuevo ser que las leyes de la vida ponen en sus brazos; no basta que, como el ave clueca o como la tigre que amamanta, salte sobre el enemigo, con impulso furioso, para defender la cría; es preciso, como a su alteza racional le cumple, que organice bajo los preceptos de la razón, ilustrada por la ciencia, la inteligente defensa de aquella entidad humana, tan excelsa por su augusta inocencia, como sagrada por la acumulación de derechos y la carencia de deberes que en ella se condensan, porque no tiene que olvidar la madre, la verdadera madre, no el monstruo (mejor dicho, la enferma) de autoridad, de soberbia, de lujuria, de doblez o de crueldad (excepciones que desdichadamente se hallan con gran frecuencia en nuestros tiempos), la madre madre no debe olvidar jamás que en el hijo se acumulan, hasta morir, todos los derechos, como en ella se reúnen hasta la muerte todos los deberes!
¡Y es preciso que la madre salve a la cría sin pisotearla como hace el ave cuando quiere defenderla, sin hacerla pedazos como hace la tigre cuando la esconde entre sus garras!
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)