Dejadme, al llegar aquí, que en las alas del pensamiento vuele al lejano porvenir, cuando la solidaridad de nuestra especie se realice a través de los mares y de los continentes, de modo que al bañarse de sol ambos hemisferios alumbren un solo hogar humano regido por las leyes de la fraternidad. ¡Entonces la tierra será la ciudad del hombre!
Desde las cumbres del Himalaya hasta las crestas de los Andes, desde las estepas siberianas hasta los archipiélagos australianos, los hogares humanos formarán irrompible cadena unida, para la felicidad del individuo, por la acumulación de todas las maravillas que las ciencias habrán amontonado al paso de los siglos. ¡Hors divinas que le esperan a la razón humana!
Cuando la Física, dueña del tiempo y del espacio, atraviese los cielos y los mares llevando luz, calor y fuerza a la más lejana morada; cuando la Química sustente la vida de los hombres, abreviando el enorme trabajado de la nutrición hasta dejarlo convertido en sustentador y no torturador del alma; cuando la Filosofía haga la síntesis de todos los análisis que realizó la humanidad desde que la razón sustituyó al instinto; cuando las artes, reintegrándose al seno de la Naturaleza, dejen de imitarla torpemente; cuando la incógnita de la muerte, descubierta para siempre, resuma en una sola fe todas las aspiraciones del pensamiento; cuando la especie humana, llegada a la pubertad de la razón, comience a subsistir en armonía con la Naturaleza, y compenetrándose de todas sus leyes no conciba más placeres que el culto a su hermosura
¡Cuántos siglos rodará la tierra hasta ese lejano instante de felicidad! Mas ¿qué importa si ha de llegar al fin! ¡Recreemos la imaginación en esas horas tan alejadas de nuestro doloroso presente; supongámonos habitantes de aquellos hogares bañados siempre por la espléndida luz de los cielos, rodeados de selvas y vergeles donde, apaciblemente, las especies de animales, libres ya de su sangriento destino, se acerquen sumisas a la mano del hombre, sabiendo que en ella encontrarán amparo y no tormento; pensemos en aquellas horas en que el trabajo sea el placer bendito y no el castigo abominable, cuando los campos liberados del esquilmante yugo de la agricultura, se embellezcan con sus naturales tapices de flores y de frutos; supongamos vivir en la morada del mundo del porvenir; en comunicación directa con todas las moradas de la tierra, y aún acaso también con las del cielo; sabiendo, en el instante mismo en que deseamos saberlo, de qué modo siente, piensa y ejecuta lo mismo el habitante de las mesetas mongólicas que el de las selvas del Amazonas; hablándonos y mirándonos a través de los cielos y a través de los mares, y deslizándose a la vez nuestra vida en la augusta libertad de los campos
¡Ensueño del porvenir humano, no por remoto inaccesible! ¡Desciende a los cerebros femeninos, inúndalos de resplandores que fecunden su voluntad; que la mujer, la última criatura nacida en el planeta y que acaso, acaso, sea en el presente un bosquejo de la futura especie que dominará en otros siglos, vuelva la inteligencia hacia el horizonte y bañe su rostro en el fulgor de la lejana aurora; que ella tenga conciencia de tan glorioso porvenir, y se acortará el camino para gozarlo ! ¡Qué importan las jornadas que falten si no ha de haber una siquiera que no sea ganada por el trabajo humano! ¡Y qué importa que la efímera existencia individual no alcance un minuto siquiera del horario del universo, si el alma, como alada mensajera divina, lleva nuestro pensamiento, a través del espacio y del tiempo, hasta los más lejanos días que nos ofrece el porvenir! ¡Qué más inmortalidad se puede ambicionar que sentirnos ligados en nuestra mísera pequeñez, con todos los tiempos pasados y futuros que se enlazan y se anudan en nuestras vidas, y con el soberano poder de la razón las llevan desde el ayer ignorado hasta el mañana desconocido!
Y si vemos, al recorrer el inmenso ciclo de la vida de la Humanidad, que en ella queda inviolable y eterno el pensamiento y la voluntad individual, como queda indestructible en la inmensidad del Cosmos el átomo que emigra a través de los cuerpos, ¿dónde hallaremos consagración más sublime para nuestra existencia que realizando, conscientemente, el trabajo que nos lleva a cumplir nuestro destino?
¡Que las almas femeninas comiencen a mirar la verdad! ¡Que en ellas vibre la nota celeste que ha de ligar el mundo de la materia y del espíritu hasta fundirlas en una sola y divina armonía! ¡Que comience ya a germinar en el fondo de las conciencias femeninas, acaso las más jóvenes y las más puras de las que constituyen la humanidad presente, el vivo deseo de hacer de la tierra la morada de la paz! ¡Hora es ya de que la ensangrentada superficie del planeta se ilumine con los resplandores del astro de la justicia!
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)