Los que hayáis tenido paciencia para seguirme en este largo viaje a través de nuestras costumbres, de nuestro modo de ser y de vivir, y lleguéis conmigo a esta etapa del largo caminar por las sendas de la sociología, de seguro, al leer el título que encabeza la jornada haréis un movimiento de curiosidad, porque es clarín, muy sugestivo para la atención general, y particularmente para la mujer madre de familia, o que de madre hace las veces, la traída y llevada cuestión de la servidumbre doméstica; y ni la alta linajuda dama que recibe semanalmente en suntuoso salón, y a quien su mayordomo, vestido de frac, anuncia que esta servido el buffet; ni la burguesa de alcurnia dudosa pero de constantes doblones, que imita a la aristócrata e intenta hacer de su morada centro de elegancia y murmuración; ni la modesta menestrala que ansiosa de los homenajes que envidia en las de arriba, corretea, emperejilada y rozagante, de visita en visita, llevando y trayendo botín de anécdotas; ni la señorona cortesana que cuenta por cientos los servidores; ni la ricacha rural que cuelga en su cintura las llaves de graneros y bodegas, y apila los pesos duros para los jornales de sus braceros; ni una sola mujer, al reunirse y hablar con sus semejantes, dejará de sacar a relucir la cuestión de los criados; así es que, las que todavía me escucháis, de seguro en este capítulo vais a prestar mucha atención a mis palabras
–¡Ah! ¡Yo quisiera que no vierais en ellas el alto murallón donde habrán de estrellarse todos los conceptos que de la servidumbre tenéis!, ¡pero qué le vamos a hacer!. Es preciso, caso de seguirlas, parar el pensamiento ante mis palabras, y aunque chille y se alborote contrariado, y aún ofendido, forzosamente ante ellas habrá de meditar, y, si medita, ¿será posible, si medita vuestro pensamiento, que no se avenga, convenido y satisfecho, a ir en mi compañía por los caminos iluminados con el reflejo de la verdad? Confío en que vuestro pensamiento no será tan rebelde Y quiero haceros humildemente una confesión, para que veáis que la palinodia que voy a contar no es producto de idealismos de escuela, ni de afán metodizador, ni de nada que se relaciones con metafísicas, sino que simple y sencillamente es un proceso de evolución experimental, puesto en palabras al alcance de la mayoría; y vamos a la confesión.
En el hogar de mi abuelo paterno tuve ocasión de ver en mi infancia (siempre que iba a pasar temporadas en la casa solar) rodeada por buena porción de criados, y como quiera que en la época a que esto se refiere todavía existían en Andalucía aquella especie de patriarcados, sin colonos, administradores ni intermediarios, que formaba el señor y sus servidores, en mi cabeza de cinco o seis años entró la idea de la servidumbre tal como entonces estaba conceptuada, siendo el señor moralmente amo y padre a la vez, y siendo el servidor criado e hijo al mismo tiempo; poseído este concepto de la servidumbre doméstica desde mis tiernos años, excuso decir que no concebí, en mucho tiempo, la posibilidad de que no existieran los criados; para mí, descendiente de tales abuelos, el servidor era un ser de imprescindible necesidad en todo hogar medianamente digno, y confieso que, durante largo tiempo, no imaginaba que la familia, o el individuo, pudiera existir, en sociedad, sin criados; mas para descargo de este concepto mío, debo decir también que la servidumbre que yo aceptaba como integral (digámoslo así) de la naturaleza humana, era aquella que en mi tierna niñez hallé alrededor de los lares paternos. El anciano aperador, hijo ya de antiguo mayordomo o nodriza, y cuyos hijos, hijas y nietos desempeñaban cada uno diferente oficio o menester en la vivienda del amo, que se sentaba entre todos, al amor de la lumbre, en alto sillón de añoso roble, bajo la campana del hogar, donde ardía medio tronco de encina; y mientras el cierzo sacudía la chimenea, aquella honrada familia de servidores relatando las novedades del día, haciendo planes los mozos y las mozas, contando cuentos o chascarrillos los viejos, y preparando la cena o hilando las viejas; entretenían y acompañaban, en las veladas invernales, a su señor que no se acostaba sin desearles a todos un buen sueño y sin hablar a cada uno de aquello que pudiera interesarle más; y la que esto escribe ha tenido ocasión reciente de recordar aquellos tiempos del patriarcado de la servidumbre de una manera que no puedo menos de contaros.
Viajaba yo por las estepas centrales, lindantes con Extremadura; era el mes de noviembre, y llevaba prisa de llegar a Madrid del que me separaban aún más de ochenta leguas; hice alto en una ciudad castellana y visto, a la ligera, lo que en ella había de notable, y descansados ya los caballos me disponía a salir muy de mañana de la posada extramuros donde había parado, cuando se me presentó un caballero, de aspecto digno e inteligente, el cual, mirándome con fijeza, me dijo: «¿No me conoce usted?» Por más que hacía memoria no atraía el recuerdo de aquella personalidad, y así hube de decírselo. Entonces me estregó una tarjeta en la cual, debajo de su nombre, leí: «Catedrático del Instituto» Aquel caballero, cuyas manos estrecharon las mías con verdadera efusión, aquella noble persona, aquel intelectual doctorado, era nieto de la nodriza que crió a mi padre. ¡Con qué placer, con qué alegría acepté la hospitalidad que, en nombre de los suyos, venía a ofrecerme, pues había sabido casualmente de mi paso por la ciudad: olvidé la prisa que llevaba; olvide el invierno que se echaba encima, y fuime a su hogar: ¡Con qué emoción tan honda y tan sentida, traspasé los umbrales de aquella honrada casa donde la abundancia y la inteligencia reinaban, y donde se me recibió con lágrimas en los ojos, no menos sentidas al hablar de los beneficios que le debían a mi noble padre, que agradecidas por mi parte al encontrar entre ellos, con la comunidad de ideas y de opiniones, la atmósfera de respeto y de amor de las antiguas servidumbres, acabadas para siempre en los tiempos modernos ! Sirvan esta páginas, si a leerlas llega el noble catedrático, para que sepa que mi alma se deleita al verle entre los primeros por su sabiduría y su virtud, respetado y queridísimo en la ciudad donde me dio albergue por unos días
He aquí la única clase de servidumbre que pudo servir de puente entre la esclavitud del lejano ayer, y la emancipación absoluta de toda clase de servidumbres que se vislumbra en el remoto mañana. El contrato mutuo de amor y respeto entre amo y criado, es el único posible para los asalariados del hogar, y ¿es este estado de amor y respeto mutuo el que impera en la servidumbre contemporánea?
¡Ay de nosotros, los que hemos intentado, en el presente, regir nuestros lares por las viejas costumbres; yo, por mí, sé decir, que, después de sacar de la miseria y de la ignorancia a una familia entera, después de tenerla 9 ó 10 años en mi casa, procurándola un capitalito para desempeñar sus fincas, y hacerse de otras nuevas, así que, por golpes ajenos, mi fortuna empezó a deshacerse, toda la familia buscó otro sol de más calor monetario, yéndose la hija de ama de cura y los padres a ser pequeños usureros en su tierra; y cuando más tarde reduje a un solo individuo mi propósito de tener un solo criado fiel, y busqué entre los repatriados de la guerra de Cuba el sufrimiento y el cansancio, para consolarlo y reponerlo en mi hogar, pidiendo en cambio una voluntad dispuesta a servirme fielmente, a pesar de reunir la persona encontrada buenísimos antecedentes de familia, y de servicio militar, así que se conceptuó como criado se agregó e hice cómplice de gentes rateras y maldicientes y soliviantado por ellas, ensoberbecido de que el orden de mi casa no consiente el robo doméstico, estuvo en poco que no me ocasionara un serio disgusto, porque se confabuló con mis enemigos en opiniones (siempre dispuestos, en España, a exterminar a su contrario, pues no se sabe discutir las ideas respetando a las personas) e intentó, con habilidades calumniosas, llevarme a los tribunales; mas su firma al pie de un contrato de servidumbre, y otros documentos y pruebas que le colocaron en su lugar, me evitaron una molestia y le obligaron a pedirme perdón.
* * *
Resueltamente hay que volver el rostro al porvenir; el presente es un doloroso periodo de transición; la antigua servidumbre participadora de alegrías y dolores de la familia; la que traía a su cargo todas las riquezas domésticas y las cuidaba y atendía aún más que si fueran propias, ha desparecido para siempre; la vanidad y la soberbia de las clases pudientes han ido relegando a un rebajamiento tan grande, que al fin el lodo en que se le ha querido hundir ha salpicado todos los hogares. Con rarísimas excepciones (conozco algunas) la servidumbre doméstica actual es la cuadrilla de facinerosos de los antiguos caminos, que ha cambiado de táctica en sus crímenes, y que bajo zalemas serviles y respetos convencionales, nos asesina moralmente por la espalda, y nos roba a traición: al paso de los amos saben levantarse en actitud sumisa; en sus frase dicen siempre el señor o la señora; pero así que el señor, o la señora, pasan, la mueca del odio, del desprecio, de la burla, sucede al saludo, y si sus manos se enguanta para no tocarlos platos de la mesa del amo, sus uñas se afilan desmesuradamente para quitar de ella la mejor tajada.
No, no hay servidumbre; no hay más que una buena porción de seres a quienes el hambre, la holgazanería (el trabajo de criados y criadas es más de sujeción y entretenimiento que de fuerza física o intelectual) o la vanidad de vestir burguesamente, empuja hacia el contrato de la servidumbre, con la reserva de esquilmar, maltratar y perjudicar al amo que lo acepte. Y bien, ¿la evolución, desde los servidores que amaban y respetaban, a estos criados que odian y denigran, no se habrá realizado porque la servidumbre, en sí misma, es lo más cruel, absurdo y rebajador de la dignidad humana? ¿No será el estado actual de la servidumbre una señal inequívoca de que los tiempos de la manumisión absoluta se acercan presurosos? Meditemos hondamente el asunto, porque será menester ir trazando reglas conducentes a las grandes transformaciones del porvenir. El criado no debe existir, luego es preciso que no exista; y ¿dónde llevaremos nuestra morada para que le vaya siendo menos necesaria la servidumbre? Sólo el campo puede darnos la paz del hogar, turbada hoy por esos enemigos pagados que, a trueque de algunos toscos trabajos manuales, perturban los principios del orden, de la economía y de la higiene de toda vivienda honrada.
La casa, sin los quehaceres que el lujo y las inutilidades suntuarias proporciona; la casa, sin más estancias que la del trabajo en común y las del reposo; la casa, con el agua dentro, o a la puerta, la luz por los alambres, el calor por las tuberías, el mercado por el automovilismo; la casa, con las máquinas de lavar y coser, el huerto al lado, el corral inmediato, el palomar en lo alto, las colmenas junto al jardín la casa así, puede llevarse (simbólicamente hablando) entre los brazos femeninos de la familia, y si hay pocos brazos en ella, o están cansados porque los años pesan sobre los hombros, busquemos el jornal, bien remunerado, con todas las prerrogativas que la evolución social lo va entregando, y, sino basta el jornal, organicemos el consorcio de las familias similares que se presten ayuda mutua en ciertos trabajos, primer jalón para la nueva organización de la humanidad, que vuelve ya el rostro hasta esa ley fraternal cuya base no es el cielo sino la tierra: busquemos quien parta con nosotros, trabajos y productos, pero jamás, ¡jamás! volvamos el rostro hacia las servidumbres, reflejo sombrío de la esclavitud, en las cuales acumulado y esenciado el odio y la venganza de sufrimientos seculares, se amasa una atmósfera de contrariedades y disgustos continuos, que envenenan y enlodan nuestros hogares. Reconozcamos, en los que ayuden nuestro esfuerzo individual, los mismos derechos a la misma vida que tenemos nosotros, y así es que aún ha de tardar en realizarse este abrazo fraternal que los hombres se den a través de las clases, procuremos que aquellos que, por jornal, nos ayudan, nos vean superiores y autoritarios, no por la soberbia, ni por la vanidad; no por la holgazanería, el capital, la alcurnia, o el saber, sino por la paciencia, por la bondad y por la ternura.
Que nuestras manos sean las primeras en acudir al rudo y tosco quehacer; que nuestros ojos se abran los primeros al día; que nuestro entendimiento acuda, activo, a la resolución; y si conseguimos rehacer sobre el patriarcado señorial o capitalista, el apostolado de la virtud, en las ruinas de la antigua servidumbre florecerá radiante la perfección fraternal; y no olvidemos jamás que, para conseguirla, han de elevarse sobre las almas opresoras las almas justas.
La morada rural puede ser la primera en librarse de la servidumbre; cuando la mujer, compenetrada de todas las leyes de la naturaleza, se avenga a ser su intérprete y sacerdotisa, la servidumbre no tendrá razón de ser en la morada humana. Desde el alba hasta el postrer rayo solar, la mujer extenderá su prodigiosa solicitud en el recinto doméstico cuando elija consciente y gustosa la dirección de la familia; y como la ciencia, no solicitada por futilidades, avanzará fecunda en descubrimientos para el bienestar de los hombres, en la morada campesina podrán agruparse todas las máquinas y artefactos prácticos para emancipar a la mujer de las brutalidades del esfuerzo físico.
Seamos nuestros propios servidores ¡qué de horas y minutos hay aprovechables en la diurna jornada si desterramos de ella el enorme montón de vanidad, de la murmuración, de la chismografía estéril o malvada! ¡Con qué rapidez y precisión obedecen las manos, cuando las manda una voluntad no solicitada por la hora del callejeo, de la visita, del tocador, del teatro, del sarao de las mil ocupaciones que el ansia de la presunción vanidosa, más que del deseo de la felicidad, hacen imprescindibles necesidades de nuestras vidas! ¡qué mal y atropelladamente se hace todo trabajo útil y beneficioso, conducente a la dicha y a la paz del hogar, cuando se tiene la impaciencia de acabarlo pronto, para emprender el vertiginoso quehacer del no hacer nada, en que se pasan las horas del tiempo, casi siempre cortas para colocarse el rizado cabello de este o del otro modo; para prenderse la cadena; el dije, la pluma, la flor, la cinta, el encaje, el alfiler, la moneda inútil y costosa; para extender el carmín sobre los labios, la negra sombra que hará rasgados los ojos, el polvo oliente, tapadera funesta de la transpiración cutánea; el homicida artefacto del corsé, o el molde inquisitorial del estrecho zapato!... ¡Ah! ¡si la leyenda del infierno fuese realidad positiva, en los reinos de Satanás no habría más que tocadores y talleres de modas!
Continuando tal género de vida, jamás se podrá libertar el hogar doméstico de la servidumbre, y, sin embargo, no hay lecho mejor mullido que aquel por nosotras mismas preparado; no hay manjar más apetitoso que el sazonado por nuestro propio gusto; no hay ropa más limpiamente lavada que la que nuestras manos restregaron; no hay costura más segura ni prenda mejor terminada, que aquella cortada y cosida por nosotras; no hay estancia o aposento mejor aseado y ordenado que aquel donde nuestro esfuerzo y agilidad extendió la limpieza y el orden; y cuando la noche nos invita al reposo, ¡con qué paz tan grande se duerme el cansado cuerpo al sentir en las honduras de la conciencia cumplido el deber de la ineludible ley del trabajo; y si con aquel trabajo hemos podido realizar un bien moral o material a nuestros semejantes, ¡con qué alegría tan grande se ve lucir la nueva aurora que nos trae la nueva faena, etapa ganada para el racionalismo del alma, que llega de esto modo al último día, sin dejar detrás de sí ni una sola reminiscencia de dolor ni de odio!
¡Bendigamos la hora en que nos veamos libres para siempre por el trabajo de la funesta servidumbre!
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)