Querida Julia: Consecuente en mi promesa, cojo la pluma para pintar con ella alguno de los hermosos matices que embellecen estas soledades. Ajena de creerme artista ofrezco en mi descriptiva pintura un ligero boceto, que ni a más puede atreverse mi pluma ni podría salir airosa, si en más me empeñara. Si La Mesa Revuelta puede admitir las revueltas hojas de esta mi carta, ajústala en cuartillas, y que la imprenta se encargue de transportar a este periódico los mal pergeñados renglones de ella.
¡Sierra Morena! ¡Qué pincel ni qué pluma podrá transportar al pensamiento toda la grandeza salvaje de sus panoramas, toda la sublime sencillez de sus habitantes, toda la inagotable riqueza de su fertilísimo suelo! Ardua es la empresa, casi imposible su realización; sin embargo, haré un esfuerzo. Lejos de esos centros populosos, donde la vida es una febril excitación, cuando se recoge el pensamiento en la armónica hermosura de la naturaleza, apenas se puede encontrar un lenguaje inteligible, capaz y digno para describir el sublime conjunto que forma; y si arrebatada el alma por tal grandiosidad, se expresa con toda la poesía que ella puede encerrar, ¿es posible que su relación sea comprendida lejos de la esfera donde ha sido inspirada?
Tengo que olvidarme por un momento de ese laberinto indescriptible donde la vida palpita, se desliza, se consume, unas veces extenuada por el cansancio, otras agostada por el asolador huracán del hastío; tengo que olvidarme que ese punto concéntrico del placer y el dolor es el destinado a recoger los pobres átomos de mi inteligencia, perdidos entre las sonoras ondas de mis palabras para trazar un bosquejo: no puedo acordarme de los que hayan de oírme, sino de lo que yo veo.
Empezaré. Parece mentira que en esta España, señora un día de cuantos continentes aparecieron en los senos del mar, se encuentren comarcas tan completamente aisladas y desiertas cual si nunca el soplo de la prosperidad hubiese pasado sobre su suelo. Una de ellas es Sierra Morena. ¡Quién sabe si al total olvido en que yace se debe la inagotable originalidad que la rodea, originalidad en sus deliciosos paisajes, casi nunca turbados por la inflexible línea del arado, originalidad en las costumbres de los habitantes de sus ricos valles, seres siempre serenos en la tranquila ignorancia de su vida: ¡Tiste es pensar que haya de ser incompatible la prosperidad del país y la elevación de la inteligencia con la poesía de la naturaleza y el tesoro de la imaginación! Reflexión tristísimo, pero cierta ¿Quién podrá sostener la natural sencillez y hermosura de estas soledades trayendo a ellas los gérmenes de la civilización? Nadie: quitar a Sierra Morena la imponente majestad de su ignorancia es destruir el maravilloso efecto de su grandeza, de esta grandeza severa, regia, llena de dulzura, digna de los pinceles de Villamil y de la pluma de Bécquer.
Toda la armoniosa belleza del medio día se revela espontánea en las ásperas vertientes de la señora de Andalucía, rica en detalles y en conjunto. ¡Sierra Morena recoge los perfumes del lirio, las emanaciones del abeto, viste de fuego las flores de sus valles y baña las coronas de sus montes con los hálitos del hielo, toda la flora de los climas ardientes reflejas sus deslumbradores matices, en las tintas opacas de esas plantas, hijas del invierno! ¡Qué grandeza de conjunto! ¡Qué suavidad de luz! ¡Qué atrevimiento de líneas! Sus festoneadas crestas recortan el puro azul del cielo con la indomable osadía de atrevidos gigantes, y la velada sombra de las graníticas agujas, tiende doblados mantos que forman magníficas umbrías; en ellas se despliega el soberbio poder de la naturaleza virgen. Altos jarales, bravos como el suelo donde brotan, se dejan dominar por las torcidas ramas del chaparro; éste a su vez recibe entre sus hojas la flor del rojo madroño que atrevido extendiendo el lujoso verdor de su follaje, semeja purísima esmeralda aprisionada entre cien anillos de ébano; alguna bulliciosa corriente salta en espumosas ondas, medio oculta por un velo de flores; sus gotas diáfanas besan la corola de la orgullosa peonía y el humilde pétalo de la amapola; una ribera de adelfas, cuyos capullos entreabre el soplo del estío, señala con su eterno verdor la marcha del arroyo que, rápido y apenas detenido por amontonados guijarros, se precipita atrevido y con apagado murmullo al fondo de un abismo, donde confuso y arremolinado vuelve a rodar saltando hasta formar otra nueva cascada. El jaramago, la violeta silvestre, la zarza-rosa, el lirio, la fucsia y la madreselva juegan entrelazados formando ramilletes a los que sirven de búcaro, el cuarzo y el granito. Cual esmalte de tan soberbio engarce se ven girar delicadas mariposas sosteniendo en sus alas los purpúreos reflejos de espléndidos cendales; el rosa, el azul y el amarillo pálido pintan ligeramente a las enamoradas hijas del bosque, bóveda grandiosa de este paraíso del amor; el transparente azul del cielo derrama su pureza diáfana, suave, llena de poesía y de dulzura, impregnada con esa deliciosa templanza de una atmósfera donde los ardientes rayos del sol vierten a torrentes el germen de la vida.
¡El sol! Padre omnipotente de nuestro planeta, astro luminoso entre los astros del espacio! Sus besos más cariñosos los guarda para Andalucía, hija predilecta de sus amores, fiel amante que responde a sus abrazos de fuego vistiéndose de una vegetación exuberante, espléndida, abrasadora como la ternura de su enamorado Dispensa, Julia: entusiasta de las bellezas de mi patrio suelo, conocedora, no sé si profunda, pero sí concienzuda, de la fértil Andalucía, no puedo contemplarla sin dejarme llevar de los atractivos de su hermosura; olvido sus defectos porque en ella aprendí a conocer lo bello; mi alma casi niña recibió en ella las primeras nociones del bien y del mal, contemplando el argentado y níveo ramo de azahar medio carcomido por el rastrero caracol; aquí tendí la primera mirada de mi inteligencia hacia esos mundos brillantes y lejanos donde se ve la grandeza de Dios y se aprende a conocer la mísera pequeñez que nos envuelve; aquí voló mi pensamiento e intentó atrevidamente dar forma a las primeras ilusiones de la vida, hijas enfermizas de una imaginación voladora, que apenas nacidas mueren ahogadas entre los inflexibles brazos de la razón; aquí he recogido los primeros abrojos de la humana existencia, flores envenenadas, cuyo perfume engrandece la esencia de nuestras almas, levantándolas por encima de las vanas pasiones, de los pueriles pensamientos; ellas matan los entusiasmos del corazón, pero sirven de crisol a las perfecciones del espíritu. Aquí recogí los puros átomos de la vida, que en mi ser empezaba a oscurecer ante la infinita ventura, solo alcanzada atravesando los umbrales sombríos de la muerte; aquí me siento renacer a una nueva existencia, ávida de lanzar su vuelo hasta las eternas verdades de la ciencia, ídolo que jamás niega sus bondades al que ofrece en sus aras el sacrificio de la inteligencia. ¡Cómo no cantar con todo el entusiasmo de mi alma a estas montañas, reinas de la tierra más rica de mi patria! A este cielo le debo los recuerdos del pasado, posesión del presente, la esperanza del porvenir: bajo él sentí la vida del corazón, bajo él empieza la vida del alma. ¡Dios quiera que así cual presencio el ocaso de la primera, pueda iluminar con los purísimos reflejos de su azul el postrero momento de la segunda aurora espléndida de la inmortalidad!
Grande, atrevido es el pensamiento, mas nunca él alcanza ni aun en sueños a lo que la naturaleza puede realizar; en presencia de los seres pobladores de este país, apenas si es posible darse cuenta de la sensación recibida; intentaré expresar en breves palabras este misterio forma de hombre, inteligencia de niño e imaginación inconcebible. El serrano o serreño de estas comarcas (provincia de Jaén), ágil de cuerpo, vivo de fisonomía, tardo de comprensión y rápido en la inventiva, casi deja asombrado al pensamiento, ya que no confusa la inteligencia; su vida es la vida monótona, igual y serena del hijo de la naturaleza salvaje; sus estudios, los indispensables estudios de la vida animal; su trato, el de semejantes a él y el necesario con las fieras del monte: nace y muere sin un mañana y sin un ayer; vegeta sin el hoy; sacrifica sus hercúleas fuerzas en un trabajo rudo, primitivo, ajeno de las emociones de lo desconocido; jamás supone otra existencia que la suya, y sin embargo, aun a pesar de este sedentario aprovechamiento del tiempo, sus ideas sobre todo cuanto le rodea son ricas, atrevidas, flexibles, llenas de una fuerza de razón tan profunda y tan grande que a veces una sola de sus palabras forma una sentencia tal como muy pocos sabios se atreverían a darla: la explicación de sus pensamientos, hecha en lenguaje rudo y a veces grotesco, respira en su conjunto una poesía de imaginación, llena de suavidad, poesía audaz que se vale de figuras, más de una vez ideales, tan ideales como pudiera señalarlas el poeta florentino; en sus giros se advierte algo de orientalismo y mucho de la primitiva riqueza de imágenes de los hijos del sol, de aquellos Incas cuya raza perdiose más de una vez al confundirse con sus dominadores; al escucharlos conversar entre sí es cuando se observa la riqueza inagotable y natural de su imaginación; cuando dirigen la palabra a un individuo que consideran superior, entonces pierden toda la originalidad de su fertilísimo ingenio, son como las flores de sus valles trasplantadas a los invernaderos que degeneran en vulgares aunque las rodee todo un mundo de exóticas plantas: dueño de sí mismo el serrano de Sierra Morena, pocas veces rompe la monotonía de su vida con un solo minuto de placer; sin embargo, si en alguna velada preludia a la puerta de su albergue las primeras notas de su cantar favorito puede verse en su fisonomía el rayo sublime de una verdadera inspiración: dulce, ligero, suave y valiente, su canto arranca una lágrima del fondo del corazón y una sonrisa de placer se desliza casi sin ser notada entre los labios: esa rondeña, hija de África, solo puede expresarse por cadenas flexibles de suspiros; nadie sabe lanzarlos como el ser nacido entre los suspiros más ardientes de la naturaleza; su voz, eco perdido de una garganta sobria de palabras, ajena de las bellezas del arte, vibra con toda la energía del genio, se pliega, desciende rápida o perezosa, aguda o leve, cortada en sus periodos más brillantes por un ¡ay! Solitario, recuerdo perdido de algún momento de amor, ¡que también los hijos de las montañas aman y odian sufriendo el tirano imperio de la primavera del corazón! Canto expresivo, espontáneo, revela un alma ardiente, encerrada en toscos engarces, grito soberano del espíritu, libre por un solo segundo del poder dominador de una voluntad ruda, ese canto es imagen perfecta de una chispa de brillante que oscila irradiando entre la sombra oscura de negros carbones, al mágico poder de la inspiración, el que la siente se transforma; sus ojos brillan, su imaginación gira incansable y las palabras brotan a torrentes desde el fondo de la inteligencia; he aquí esa improvisación de redondillas, honra de la literatura patria, cantares, poemas; cada una de ellas encierra un mundo de pensamientos, una ilación bellísima de ternura, de amor, de poesía, una riqueza inmensa de sentimiento. ¿Qué falta le hace al hijo de Sierra Morena los cansados placeres de la civilización? ¿Los echa de menos? No, ni los conoce, ni aunque los conociera, sabría apreciarlos. Para elevarse a comprenderlos era menester que dejara de ser lo que es, era menester que dejara de ser actor para formar parte de los espectadores. El placer de su vida lo encuentra en el culto involuntario que rinde hacia todo lo bello que le rodea, figura principal del hermoso cuadro de su país las serenatas que halagan sus oídos con los trinos del ruiseñor, goza de ellos imitando sus gorjeos, el constante poema de la vida y de la muerte, reinas ambas de la espléndida naturaleza meridional, son los dramas que le recrean su placer el retratarlos en sus cantares.
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Contemplemos este hijo de España; todo es murmullo en derredor de sí; ávida la tierra del húmedo rocío, entreabre los cálices de sus flores para recibirlo: las suaves emanaciones de la primavera se prenden en los átomos del aura y ante los postreros rayos del sol, la vida entera de la naturaleza respira apasionada formando mil idilios de ternura; rey de tan espléndida creación, el hombre aparece, pobre en su traje, formado casi siempre de pieles por él mismo curtidas, ni tiene compañero ni se releva hasta que su estado le hace completamente inútil; el serreño vuelve a sus faenas: algunas fanegas de tierra de monte rozado a costa de fatiga es su heredad, solo a él le debe la semilla verse al fin transformada en espiga y más tarde en pan; llega a su choza, que choza únicamente puede llamarse su pobre albergue; como la de él hay varias reunidas en un extenso radio: a este conjunto le dan el pomposo nombre de pueblo, apenas me atrevo yo a llamarle aduar: antes de que el crepúsculo (breve en el Sur) traiga en sus crespones la sombra de la noche la frugal comida del serreño le es servida a la puerta de su casa ¡Comida! ¿Cómo no recordar el suntuoso banquete del poderoso ante el mísero alimento del pobre? ¿Cómo no comparar la endeble y gastada naturaleza del primero, con la ágil y robusta del segundo? Unas pocas habas y un pedazo de pan tan negro como su traje forman los platos suculentos de tan pobre mesa, abundante en el estío y otoño por los frutos agrestes que la embellecen ¡Cuántos hay que solo en esta época añaden algo al cotidiano pan! Y sin embargo, esta mesa tienen por alfombra las flores, hijas predilectas del amor, por habitación la inmensidad, por techo el éter, por lámparas millones de mundos; ningún festín de la tierra puede servirse en tan soberbio salón. La noche es apacible, el serrano siente la presión magnética de la naturaleza, entra silencioso en su albergue y preludia en la guitarra, inseparable de su vida, algo de lo que siente.
Estoy llorando tu ausencia
porque murió mi esperanza;
lágrimas, tener paciencia
que el tiempo todo lo alcanza.
La copla se la llevan las auras, y los acordes melodiosos, breves y ligeros vuelven a enturbiar los ecos perdidos de la noche; de las chozas vecinas sale alguna serrana atraída por el sonido de aquella voz; «Perico, canta», le dice a su compañera que también la escucha. «Vamos a que nos eche un fandango» «Madre, grite usted a la María que se venga a bailar, que nos vamos a en casa el tío Vicente»; pocos momentos después algunas parejas se mueven lánguidamente en torno del apagado hogar del cantador, o bajo el oscuro azul del firmamento. Perico ha entonado y los dos o tres del pueblo han acudido para bailar con las que pronto serán sus compañeras; los casamientos en estas poblaciones de la sierra pocas veces son imprevistos. Entre dos o tres parejas de mozos la elección no es difícil, la que no gusta al uno forzosamente ha de gustar al otro; solteros pocos se quedan; el cantador entona la segunda copla del fandango.
Tres lágrimas derramaste
en la punta de un pañuelo,
una se quedó en Sevilla
y la ha engarzado un platero (1)
El baile toca a su fin, y aunque se avive no pierde el compás perezoso que le es peculiar: en ninguna parte de Andalucía se baila como aquí; en la campiña el baile (hablo del fandango) es vivo, alegre, juguetón, a veces demasiado expresivo; en las poblaciones degenera en grotesco; nunca vi al que nombran algo libre. En la sierra no es parecido a ninguno, es tan original como los que lo bailan: es una cadencia armónica donde jamás se extravían, los modales siempre acordes con los suaves murmullos de las coplas, lánguido, leve, apenas deja al cuerpo en el reposo, siendo él un constante reposo de figuras; el fandango serrano rechaza los palillos (castañuelas), las admite en una boda, pero ésa es la excepción de las costumbres diarias o por lo menos frecuentes; en éstas no las quieren, los palillos son demasiado alegres y avivarían los movimientos del bailador, que son la sombra de melancolía de las umbrías que habita: tan lentos y suaves que no arrancan el carmín a sus tostados rostros; en ellos ha de verse más que alegre sonrisa, fugitiva mirada, velada castamente al fijarse en los ojos de su pareja. ¡Resto sublime de un pudor olvidado y muchas veces ni aun conocido en los pobladores de las ciudades! Las figuras de este baile, siempre las mismas y siempre repetidas, nunca son iguales: a cada copla le dan un grado de viveza o un tinte más de suavidad: el fandango del serrano es como su imaginación, rica en detalles, única en su conjunto. El cantador echa su última copla
Tenía mi calabozo
una ventanita al mar
donde yo me divertía
viendo los peces nadar
Con sus últimas notas se marcha cada cual a su choza. ¡Cuándo volverán a bailar! ¡Quién sabe! Tal vez una tormenta destruye al siguiente día toda la cosecha de un año; puede que al salir la aurora, el cobrador de contribuciones aparezca cual fantástico espectro, y aun antes que la noche cierre es fácil que por una sencilla orden del que de entre ellos eligen por alcalde, se quede el pueblo sin brazos jóvenes y las madres sin hijos. ¡Hora terrible de verdadera desolación, en cuya presencia palidece y tiembla el ser dotado por Dios de un alma pura y de un corazón valiente! ¡Tal vez aquel sencillo e improvisado baile sirva de preludio a una interrumpida cadena de desgracias! ¡Qué encarnizamiento tan grande guardan los hombres contra sí mismos! ¡Es posible que no consideren bastante la ineludible ley a la que nacemos condenados, cuando tanto empeño tienen en destruirse! Solo Dios es posible que dé respuesta a esta pregunta. El serreño jamás se la hace; por esto mismo siente más rudo el golpe horrible que le arrebata de su hogar, aun antes de que pueda darse cuenta de su situación; sus despedidas de los seres queridos nunca guardan esa desgarradora amargura que tienen las de los demás quintos; bajo la acción de lo imprevisto abandona su familia con espantados ojos, con escasas palabras y con serenos ademanes; su imaginación no le basta para traducir toda la inmensidad de su desgracia. Ignorante perfecto de un más allá material y moral, ni aun lo presiente; por esto siempre se aleja de los suyos sin temor de perderlos para siempre: su primera lágrima es al divisar la árida y extensa llanura, y el primer dolor de su corazón lo siente al perder de vista los festones de sus montañas; la conciencia de su llanto y de su dolor no se despierta hasta encontrarse en un mundo para él nuevo y desconocido. Si vuelve del forzoso servicio ya no es serreño, apenas le queda un resto de lo que fue. ¡Qué fácilmente puede cambiarse un alma al contacto con la sociedad! Con todo, generalmente es buen soldado; se pliega fácilmente a las privaciones; sobrio, sufrido y ágil, solo él es capaz de animar a su compañero; lo único que conserva de su país y que muere con él, es la facilidad asombrosa para la improvisación y el sentimiento delicado con que entona sus canciones favoritas: rara ve modifica la fe de su religión, mas la suele olvidar, sin que pro esto olvide el supersticioso fanatismo en que siempre va envuelta; como todos los seres duros en contacto con la naturaleza, la marcha de ella es para él fenómeno incomprensible, al cual busca solución en lo desconocido: de aquí el ciego convencimiento que le guía; nunca un serreño dejó de llevar en su infancia la célebre mano de tejón en contra del mal de ojo, ni hubo alguno que se saludara al ser mordido por víbora o perro rabioso: la imagen de Cristo tampoco falta en ninguna de sus chozas; junto a ella no es extraño ver un conjuro contra la tormenta: tal es el culto del habitante de Sierra Morena Tu dirás, querida Julia, que esta no es carta; puede que tengas razón, mas ya sabes mi defecto dominante: nunca detengo la pluma hasta que se cansa, y para desgracia mía, cada vez la siento más ligera; conociéndome, y si recuerdas tu petición de que fuera larga esta carta, no debe asombrarte su extraordinaria dimensión; sírvame de disculpa que hablo de España y España es mi patria; sin embargo, no quiero cansarte ni cansar a los lectores de La Mesa Revuelta, si es que su director y tú habéis juzgado dignos mis renglones de ser leídos. La suspendo, reservando material para otra. Te repito que Sierra Morena es un mundo apenas conocido por los españoles; en otra carta describiré, como pueda, las grandes escenas a que sirve de marco. En sus magníficas vertientes hay muchas fieras, muchos pájaros en sus bosques, mucha grandeza en sus tempestades. Te prometo otros bocetos si este te agradare, y después, si mi salud me lo permite, daré una vuelta a la campiña andaluza; sus pobladores indolentes, burlones, ricos de imaginación y pueriles en carácter, serán ligeramente trazados por mi pluma, ávida de pintarlos como se merecen: hasta entonces sé compasiva con el trabajo de tu afectísima
Rosario de Acuña y Villanueva
Navalahiguera, mayo 1875
(1) Esta copla la he oído improvisar a un serreño con muy poca variación (nota de la autora).
La Mesa Revuelta, Madrid, 7 y 15-6-1875
Incluido en el volumen La siesta (1882)
Nota. En relación con este artículo se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:
155. Querida Julia
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)