Una dama cristiana
LUGAR DE LA ESCENA
País fértil y montañoso. En los alrededores de una hermosa y moderna ciudad, una casa de campo rodeada de bosques, jardines y grandes extensiones de tierras labrantías con toda clase de cultivos; en el centro del parque un edificio cuadrado, sólido, grande, pero sencillo y limpio; adosadas a la casa principal muchas dependencias de una soberbia granja agrícola; establos, queserías, campo avícola con numerosas razas de aves; conejar; apriscos; porquerizas; maquinarias de todas clases, lagar y cuanto puede constituir un centro de agricultura y ganadería de primera clase. En el pórtico de la casa principal, bajo una amplísima galería llena de flores y pájaros enjaulados, varias mujeres vestidas limpia y sencillamente a estilo del país sin ostentar la degradante librea de la servidumbre moderna (el vestido negro y el delantalito blanco). Entre estas mujeres una dama como de cuarenta años, vestida con amplio traje de campo, sencillo y serio, cubierto con un ancho delantal de hilo; el peinado, un rodete abundoso, y no exentas de gracia las ondulantes guedejas, ya algo canas, sobre una frente alta, limpia y serena: ni una alhaja adorna su persona; sólo una cruz pequeña de oro cuelga de su cuello. Esta dama tiene sobre sus rodillas un libro y delante, sentado en una cojín un niño, como de once años, dando lección; otros dos niños, más pequeños y una niña mayor, estudiando alrededor de la dama.
Las demás mujeres del pórtico una escogiendo semillas, otra cosiendo en una máquina, otra cuidando los pájaros de la galería.
La dama (A una de sus servidoras).- Sara, mira quien sube por la avenida: he sentido parar un carruaje ante la verja y ha sonado el timbre de la portería.
Sara.- Suben dos señoras muy elegantes y el portero delante.
Dama.- ¿Quiénes serán?
Sara.- Deben ser esas que andan recogiendo firmas para eso de la protesta contra el Gobierno.
Dama.- (Dirigiéndose al niño) Pedro, vete a estudiar con tus hermanos.
Pedro.- Voy, mamá.
Sara.- ¿No se quita el delantal la señora?
Dama.- ¿Para qué? Con delantal o sin él yo soy siempre la misma, y no creo que esas señoras se asusten de verme con la vestimenta de trabajo.
El portero y las dos señoras entran en el pórtico. Las señoras vienen elegantísimas; al entrar, una de ellas tropieza con su enorme sombrero en la jaula de un ruiseñor y la derriba. En las orejas llevan grandes solitarios; sobre el pecho medallas del sagrado corazón, rodeadas de rubíes, y brillantes sortijas en todos los dedos de la mano, y hasta las hebillas de los zapatos están guarnecidas de piedras preciosa; de sus personas se desprende penetrantes perfumes, y una de ellas maneja, además de la sombrilla con paño de ágata, unos impertinentes de concha incrustados en oro.
Portero.- Estas señoras
Primera señora.- (Dirigiéndose a la dama) ¿La señora marquesa de…?
La dama (Interrumpiéndola).- Servidora; más apéeme el tratamiento; ni mi marido ni yo usamos nunca el título heredado, con nuestros apellidos nos basta.
Primera señora.- ¿Podría usted prestarnos un momento de atención?
La dama.- Estoy a sus órdenes (se sientan todas en sillones de mimbre que han acercado el portero y las criadas)
Sara.- ¿Nos retiramos señora?
Dama.- No digo, como no sea que estas señoras tengan algún secreto que decir.
Primera señora.- Nada de eso; al contrario, que se queden: así podremos recoger sus firmas, porque venimos para que usted y sus servidoras nos den sus firmas; se trata de protestar contra estos canallas de gobernantes, perseguidores de Dios y de su santa Iglesia.
Segunda señora.- Y como a usted no se la ve en el mundo por ninguna parte, esta y yo, nos hemos determinado a presentarnos en su caso, que, al fin la clase autoriza a cierta confianza.
Dama.- Sí; ya saben ustedes que no me muevo nunca de mis posesiones; mi marido quiere, a todo trance, levantar y engrandecer la agricultura española, porque dice que este es el primer deber de todo prócer honrado que ame a su patria, dirige él mismo todos los trabajos y yo he tomado con tanta alegría y empeño la misión de secundarle que me faltan las horas para tantas faenas como están a mi cargo.
Primera señora.- Es menester, marquesa, que nos unamos todos los creyentes contra esta chusma, indigna e infame, hasta destrozarla y hundirla en los profundos infiernos ¿No está usted conforme con nosotras?
Dama. ¿Han hablado ustedes a mi esposo de este asunto?
Primera señora.- No creo que haya necesidad de ello. Ya sabe usted que todos los hombres son algo herejes y nuestro deber es salvarles, aunque contra su voluntad
Dama.- Debo decirlas que mi primer deber es ir completamente de acuerdo con la voluntad de mi marido.
Primera señora.- Sí; pero este es un asunto de conciencia.
Dama.- No; no lo creo así; este asunto no es de conciencia, sino de Estado.
Segunda señora.- Bueno; pues suponiendo que su esposo la deje en libertad de acción.
Dama.- Cosa que siempre hace mi esposo al contestar a todo cuanto le consulto y lo hago hasta de las cosas más nimias de la vida, porque así lo prometí al unirme a él, y mientras él me sea fiel al amor, protección y amparo que me otorga, yo tengo que ser fiel al amor, obediencia y consuelo que le debo.
Primera señora.- Obtendremos el permiso de su esposo y en seguida usted firmará.
Dama- Obtenida la venia de mi esposo tampoco firmaré.
Primera señora.- Y ¿por qué?
Dama.- Porque yo soy cristiana
Primera señora.- (Interrumpiéndola) Pues por eso, porque somos cristianas queremos que cesen las persecuciones contra las pobrecitas comunidades religiosas.
Segunda señora.- ¡Contra esos santos frailes y monjas !
Primera señora.- Porque créanos usted, marquesa, después de destruir a las comunidades nos exterminarán a nosotras, a usted, a sus hijos, a todos los cristianos; porque estos judíos, hijos de Satanás, que Dios confunda, no quieren más que exterminar a Dios
Dama.- No sé que decirles a ustedes; mis alcances son cortos para dilucidar si tienen o no razón Mas, desde luego, me parece imposible que las criaturas humanas exterminen a Dios; y, además, las palabras del Divino Maestro, Cristo, mi Dios, resuenan en mi corazón de una manera tan intensa que no me dejan lugar a razonamiento, Cristo dijo:
«Al que te pida la capa, le das la capa y la túnica»
«Envaina la espada, que el que a hierro mata, a hierro muere»
«Yo no he venido a salvar a los justos sino a los pecadores»
«Mi reino no es de este mundo»
¿A qué quieren mi firma para todos esos planes de exterminio, de maldición, de guerra, de odios, de ferocidad y de sufrimientos? ¡Dios no olvida a ninguno de los suyos! Y si hemos de morir en esa guerra que ustedes me anuncian, yo, por mi parte, moriré perdonando y bendiciendo la mano que me hiera, porque así me lo enseñó en el Gólgota, el Divino Mártir, cuya doctrina procuro seguir; y si he de ser mártir mi sangre tendrá la suerte de mezclarse con la suya; y si muero, moriré por lo que él murió, porque los hombres se amen los unos a los otros No, no hay asunto en el mundo merecedor de que unos a otros nos odiemos, ni nos maldigamos. ¿Puede adorarse a Dios en el seno de numerosa comunidad?, adóresele. ¿No es posible adorarle más que en el sagrado de la conciencia? Pues se le adora allí sólo.
Las fórmulas de la adoración son transitorias, eventuales: lo esencial es adorarle; y ¿quién es capaz de arrancar a Dios de la conciencia? Quiero suponer que una equivocación, no una maldad, como usted dice (¿por qué hemos de suponer maldad en nuestros prójimos) del Gobierno cambia la forma religiosa del Estado español ¿dejarán de ser religiosos los que lo sean?
Primera señora.- Sí: pero la Iglesia ese Santo Padre, tan humillado, tan escarnecido ¿a no ser que usted no sea católica ?
Dama.- Yo, señora, primero y antes que todo soy cristiana, completamente cristiana; fío en la palabra de Cristo, del Cristo amor, dulzura, fraternidad, sencillez y pureza; del único Cristo que coge en el corazón de las mujeres, nacidas, formadas, creadas, destinadas para el amor, no para el odio; ese Cristo de venganzas, maldiciones, sangre, hogueras, persecuciones, anatemas y violencias es un Cristo a quien no comprendo, ni conozco; me parece que no es Cristo, sino la soberbia cegadora del alma humana que se disfraza para hacer eterno el dolor entre los hombres.
Cuando ustedes llegaron estaba dando lección a mis hijos, porque yo les enseño hasta que tienen diez u once años; después van a las Universidades o Centros de especiales estudios los varones; las hembras no se separarán de mi lado hasta que se casen, y unos y otras jamás se olvidarán, nunca, ínterin vivan, de que su madre les hizo aprender y practicar, en lo posible, dado lo frágil de la naturaleza humana, los sublimes mandamientos de Cristo, que son los mismos de Brama, y los mismos de los Vedas y los mismos de todos los grandes sabios de la humanidad que, a través de los siglos, han venido elevando el espíritu del hombre a regiones más perfectas que la tierra; y por los cuales todos los buenos han amado, servido e interpretado a Dios
Primera señora.- Marquesa, usted, huele a herejía.
Dama.- ¿Por qué?. ¿Porque pongo los mandamientos cristianos por encima de las razas, los pueblos, las civilizaciones, los siglos y los hombres? Mis hijos aprenden y meditan esos mandamientos y saben que han de creer en Dios y no matar, ni robar, ni mentir, ni fornicar, ni desear los bienes ajenos, y que han de amar al prójimo como a ellos mismos.
Esto, y el Padrenuestro con toda su trascendencia de oración insustituible y universal, es la única doctrina cristiana que procuro enseñarles: y creo que esto les servirá para ser buenos hombres y buenas mujeres, y con esto espero, en mis cortos alcances, haber cumplido mi deber de dama cristiana. No es de nuestra incumbencia otra cosa.
¿Quieren los gobernantes del Estado español que haya libertad de cultos en nuestra patria? Pues en mi casa hace ya mucho tiempo que la hay, y todo marcha admirablemente; ahí tienen ustedes una parte de mis buenas amigas las servidoras que me ayudan con su voluntad y sus fuerzas a sobrellevar la carga de nuestras riquezas, porque las riquezas, señoras son una de las cargas más pesadas para las almas religiosas.
En nuestra granja agrícola hay queseros suizos que son protestantes, maquinistas yanquis que son racionalistas y masones; ésta, mi buena Sara (señalando cariñosamente a una de las criadas), es judía; sus padres se refugiaron huyendo de las persecuciones rusas, en una de nuestras posesiones polacas: murieron entre nosotros y en su religión, y la hija jamás ha querido separarse de mi; el mayordomo que tenemos es inglés, evangelista; todos, honradamente religiosos, sinceramente creyentes, están sujetos al único dogma que yo aquí impongo: el de amarse los unos a los otros, y jamás, a ninguno, se le ocurrió la idea de firmar protesta contra sus compañeros; todos cumplimos con nuestro deber, y al dirigirnos a Dios, que, indudablemente, no es más que UNO, cada uno de nosotros le habla según sus alcances y enseñanzas, y créanme ustedes, señoras, Dios debe oír la oración de todos nosotros, porque en nuestra casa reina la paz.
¿Y, por qué no ha de ser la nación españolas, como mi casa, un templo de Dios a la paz? No; yo no puedo firmar nada que provoque a la guerra. Yo creo que Dios es como el centro de una gigantesca rueda que abarcase al mundo; cada radio de esta rueda es una religión; todas ellas van a parar al centro, que es Dios, cuyas palabras más sublimes y más cercanas a nosotros son las pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña.
Dama- Yo no firmo; en cuanto a mis servidoras son muy dueñas de hacerlo; avisaré al mayordomo que las reúna y las explique lo que ustedes desean; ustedes mismas pueden hablarlas, y las que quieran que firmen; yo rezaré por las que se equivoquen, y si por ello sufrieran algún quebranto las consolaré o lloraré con ellas: una dama cristiana no debe jamás promover odios ni guerras, sino amor y paz.
Primera señora a la segunda señora (las dos puestas en pie).- Está bien; me parece que será inútil que molestemos a las amigas de la Sra. Marquesa: todas sus criadas debe estar tocadas de la misma herejía ¿no te parece?
Segunda señora a la primera- Desde luego; cuando se pierde el espíritu de clase no hay salvación posible (a la dama) Adiós, señora, beso a usted la mano y dispense.
Dama.- No hay de qué.
Las dos señoras se marchan a buen paso por la avenida, seguidas del portero que va sonriendo con socarronería.
Dama (a su hijo).- Pedro, ven a continuar la lección: acuérdate que una de las últimas frases que dijo Cristo fue: Perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Rosario de Acuña y Villanueva
En mi casa del Cervigón (Gijón) 1º de julio de 1910.
Nota. En relación con este artículo se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:
145. Un admirador en la otra orilla
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)