En
cuanto a los de abajo
¡Bah! Todo el mundo los conoce:
tropiezan con las personas decentes en todas partes, tienen
la cara ennegrecida, facciones acentuadas o estúpidas,
siempre toscas; la mirada dura; el pelo crespo o lacio,
áspero y sucio; las manos curtidas, llenas de callosidades
por la palma, de rasguños y cicatrices por el dorso. Los
hombres visten la blusa remendada, o el chaquetón raído,
alpargatas torcidas y agujereadas, gorra o sombrero mugriento
y chamuscado por el constante humazo de la pipa o del pitillo;
alrededor del cuello asoma un pedazo de tela, a trechos
blanco, estrujado por algunos remiendos de color indefinible,
pingajo que lleva el nombre de camisa. Las mujeres visten
falda que cubre mal lo que hay debajo, y va recorriendo
ceñida, por caderas y talones, unos contornos angulosos y
desgarbados; zapatones de doble anchura que el pie, con
grietas bastantes a dejar descubiertos los polvorientos dedos,
les sirven para rastrear el paso; un pañolón dentado por
garfiadas del tiempo, o un gabancillo de prendería, cubre su
talle y sus hombros, y un delantal bien recruzado sobre la
cintura termina la vestimenta de la moza, viuda o casada, que
lleva en su rostro las mismas características señales de
ignorancia y miseria que su compañero. Ellos y ellas tienen
la prole en igual andanza que sus personas, y todos juntos, o
separados, cruzan gesticulando y maldiciendo por calles y
plazas a toda hora del día o de la noche. Salen de cualquier
parte: vienen del trabajo; van hacia él; hoy mendigan en la
sombra del crepúsculo; mañana se encaraman sobre los
andamios de un palacio; al otro, humean por entre los oficios,
ofreciendo sus brazos, su voluntad y su hambre a cambio de un
puñado de calderilla: los recoge el fabricante, el
industrial, el artista, y hasta el científico; en un lado
empujan las máquinas; en otro retuercen los hilos o pulen
las maderas; en otro amontonan despojos de la venta, o cargan
fardos sobre sus hombros; en otro se les copia o se les
esculpe sus desnudeces o sus harapos; y se les hunde en las
minas para que se arañen sobre el filón o se les compran
sus enfermedades ofreciéndoles la comodidad de la clínica a
cambio de poder explicar lecciones sobre su cuerpo: en todas
partes se los aprovecha, se los esquilma, y cuando ya no dan
más de sí, se los empuja, y vuelven a los mercados de la
miseria a exponer siempre las mismas condiciones: la suciedad,
la grosería, el vicio, la ignorancia, porque en ninguna
parte se les da otra cosa que el pedazo de pan indispensable
para que sus fuerzas no decaigan y presten
cotidianamente la
misma cantidad de trabajo; cuando salen de él, entran en su
guarida (casi nunca tienen hogares); un agujero menos sano
que una caverna, llamado cuarto de pobres, los reúne
y los amontona familia con familia, hombres con mujeres,
viejos con niños, enfermos con sanos; allí no hay secretos,
no hay pudores, no hay expansiones; después de todo, tampoco
hacen falta; se llegan, o rendidos de cansancio o rendidos de
alcohol; es necesario o dormir, o armar pendencia; el garrote,
cuando no la navaja, hace el saludo a la familia; la mujer
llora, los chicos huyen; los vecinos intervienen; después
viene el sueño; hay que dormir; hay que prepararse para el
siguiente día. El amor en ellos tiene manifestaciones
felinas; es un zarpazo entre dos bostezos: los hijos se
multiplican, nacen al caso, sin saber cómo; si son muchos
todo consiste en repetir menos pan a cada uno. «Hay que
buscársela, amiguitos», esto dice el padre a los
pequeñuelos en cuanto ve que pueden granujear; lo demás
todo se deja al tiempo. Los hijos de estos descamisados son
como la camada de lobeznos; ellos solos aprenden el oficio;
más tarde serán como sus padres; por excepción ascienden;
lo general es que se hundan más hondos, y así siempre,
¡sin redención posible!
¿Quién no conoce a los descamisados de abajo? Por donde van dejan rastro; el tufillo de lo andrajoso, de lo embarrado, de lo carcomido, se exhala de toda su persona, y si junto con este aroma de la miseria se ponen sus interjecciones groseras, sus risotadas brutales, sus palabras chillonas, sus brusquedades de movimientos; si además se les añade, como es de rigor que la tengan, esa ruin envidia hacia los que comen carne y duermen en colchón; si, como no puede menos de suceder tratándose de miserables descamisados, tienen esa pícara tristeza del bien ajeno, cuando reflexionan que su único placer es la borrachera, que su único descanso es el hospital, que su única recompensa es el infierno si no les llegan a tiempo los latines de la iglesia; si todo lo expuesto se reúne en una pieza ya está completo el prototipo de los descamisados de abajo, de esa amenaza continua que tiene sobre sí la satisfacción, impuesta a todas horas por la necesidad; amenaza al orden, a las clases conservadoras, a los sostenedores de todo este inmenso edificio social que, a pesar de sus vaivenes, sigue derecho gracias a la saludable sujeción de los descamisados de abajo, se ha de entender siempre, porque arriba ¡cómo ha de haber descamisados! Y ¡vaya si los hay!, y muchísimo peores que los de abajo, por la sencillísima razón de que saltan menos a la vista
¡Los de abajo! ¡Bah!, desde una legua se les está viendo venir; con unas cuantas concesiones que les vaya arrojando en el camino, se van entreteniendo, entreteniendo, y nada, no llegan nunca; y cuando llegan, como siempre lo hacen ebrios por las desesperaciones, saltan la valla arrollándose a sí mismos: rugen y desgarran, enronquecen a fuerza de gritar, pierden la conciencia de lo que necesitan, reclamando lo absurdo en vez de exigir lo preciso; bañan en ríos de sangre, casi siempre inocente, el furor salvaje de sus instintos acorralados por largos días de opresión, y luego, cuando han gastado sus fuerzas en contorsiones y en aullidos, su prestigio en desgarramientos y ferocidades, se quedan tan sumisos para otra centena de años, y vuelven a ser los mismos, con sus manos encallecidas, sus palabras soeces, sus hambres y sus fríos; y se quedan de la misma manera que están, sin instrucción, sin garantías, sin felicidades, arrastrando una existencia de horas, de días, de años, envuelta en trabajos y en tormentos, para terminarla sobre cuatro tablas y un puñado de lana que la caridad les otorga en las postrimerías, cuando ya no puede dar más de sí, en beneficio del orden social, su viejo o enfermizo cuerpo. He aquí el cielo que traza la vida de los descamisados de abajo; vida que a la verdad nada tiene de temible (excepto en lo de la amenaza de los satisfechos, la cual, después de todo, sirve para que conserven mejor las clases conservadoras, por aquello de que el miedo guarda la viña).
Salvo este saludable temor, ellos no son perniciosos, sino en el supremo instante de sus paroxismos de indignación, instante brevísimo en comparación de la humildad sumisa en que se quedan después, e instante que, a la verdad, no es más que una parte infinitesimal de revancha de ciento, doscientos o trescientos años que pasan rellenando con sus trabajos, con sus sufrimientos y sus vejaciones inicuas, los grandes huecos de la vida de las naciones, cual si fueran la argamasa del templo de la historia, en la cual sólo quedan a la contemplación humana la minoría de los escogidos.
De manera que, por todo lo que antecede, los descamisados de abajo son unos infelices, antes, ahora y después, excepto en el crítico memento de su calentura, que suele producir terribles efectos no solamente en el paciente, sino en los espectadores; momento que desde luego se puede calificar de funesto para todos, puesto que en él no se consigue otra cosa que un montón más o menos grande de muertos, unas páginas más o menos terribles en la historia, unos cuantos mártires más o menos sagrados en la tradición, y un entorpecimiento más o menos grande en la majestuosa marcha del humano progreso. Momento de locura, que sólo puede ser defendible allá, fuera del tiempo por el cual se rige el hombre, es decir, en los tribunales del cielo, sobre la justa balanza que no tiene comunicación ninguna con lo relativo; en la que no se inclina ni por los siglos, ni por las mayorías, ni por las supremacías, ni por las revelaciones, y en la cual no se puede pesar otra cosa que la razón, limpia de todo género de consideraciones; pero como quiera que el manejo de esa balanza es desconocida para nosotros, resultará siempre que los efectos de la hora fatal de los descamisados de abajo es lo único temible y espantoso que tienen estos desgraciados; y aún hay más; haciendo caso omiso de ella o, mejor dicho, admitiéndola como una necesaria satisfacción de la justicia eterna, resulta que los tales descamisados, tan llevados y tan traídos por los bien contentos, que no parece sino que tienen remordimiento de lo que disfrutan, de tal modo se preocupan de ellos; resulta, digo, que los descamisados de abajo son los seres menos ofensivos y menos dañosos del mundo; y aún imagino que sus durezas de rostro, sus enroñaduras de cuerpo, sus desgarramientos de traje, su palabrería grosera, sus formas rudas y sus costumbres embrutecidas; toda esa inmensa penumbra de racionalismos en que viven envueltos, es el acicate de la civilización que no para de gritar con desesperadora insistencia: «¡Vedlos ahí! ¡Vedlos ahí!, tienen hambre y la tierra se cubre cotidianamente de frutos; tienen vicios, y la humanidad se puebla cotidianamente de virtudes; tienen miseria, enfermedades, errores y trabajos, y la vida se eleva cotidianamente llena de vigor, de fortaleza, de racionalidad, de descanso!
Vosotros los que me lleváis sobre el planeta; vosotros los escogidos, los aptos, los privilegiados, los puros, los elevados, los engrandecidos, los serenos, los conscientes, los grandes, los esforzados; vosotros los que medís los cielos, sondáis los mares, los que empujáis la vida de polo a polo con el vapor y la electricidad, y las almas de mundo a mundo con la gravitación y la selección; vosotros los que seguís a través de los tiempos el cauce gigantesco de la humanidad y vais esculpiendo sobre la tierra las infinitas paralelas por donde camina; vosotros los sabios de todas las razas y de todas las clases; genios de todas las naciones y de todas las ciencias, ¡vedlos ahí, a los descamisados, a los desheredados, a los infelices, a los irresponsables, agobiados con todas las penalidades! ¡Vedlos ahí!, ¡que no tengan hambre, que no tengan frío, que no tengan dolor!
Cuando eso quede hecho, estará la mitad de lo justo conseguido: después que no arroje el vaho grosero de lo ruin, de lo infecto, de lo prostituido, con sus palabras o con sus pasos. Ahí tenéis a sus pequeñuelos; salvadlos, cumplid racionalmente esa ley que realiza la naturaleza; hacedlos subir; que asciendan en la escala; anticiparos al porvenir toda vez que este solo hecho es la piedra angular de la ciencia: sensibilizar sus almas, atrofiadas por la carencia de cuanto constituye mi reinado. Y no olvidaros que me llamo civilización; que soy higiene y no refinamiento sensual, que soy estudio de la naturaleza y no adoración de abstracciones, que soy aseo estético y no lujo chabacano, que soy arte buscando lo bello y lo ideal, y no gorgona hozadora de cieno y de gusanos, no olvidarse que mi fin es subir, ¡subir siempre!, desde las tosquedades rudimentarias de la vida, a las elucubraciones sublimes del genio; que no puede caminar sino ascendiendo en busca de lo más alto, de lo más grande, de lo más noble, de lo más justo, de lo más verdadero: no olvidarse que el error queda siempre a mi espalda- ¡siempre vencido!, ¡siempre humillado!, ¡siempre inútil!- y no olvidarse que sobre todo tiempo, humanamente medido, quedan inconmovibles los que avanzan para ofrecer alguna felicidad a los que les siguen»
Esto grita la civilización en presencia de los descamisados, y se puede decir con exacta verdad que esa gran deformidad que aún les queda que remediar a las razas privilegiadas, es el aguijón de la potencia intelectual de Europa y América; con lo cual viene a resultar que casi, casi, los descamisados de abajo, son las entidades más necesarias, mientras en la humana razón predominen los ideales egoístas sobre los altruistas; y de todos modos, esas entidades, y sus mantones recosidos, son las criaturas más dignas de consideración y respeto; y siempre, aún teniendo en cuenta su hora fatal, son los más firmes sostenedores de los equilibrios sociales, pues contienen, con la gran pesadumbre de sus miserias, el gran desbordamiento de vicios de las clases elevadas, en donde abundan los descamisados, casi en la misma proporción que en las inferiores.
¡Vaya si hay descamisados de arriba!... Y estaba por decir que de ellos brota el origen de los de abajo: la misma palabra lo dice, abajo, es lo último; todo fin tiene principio, y aunque esto parezca algo sofístico, lo cierto es que los ríos no corren nunca al revés, y este final, esta punta (estilo en boga entre ambas clases de descamisados) de la sociedad, tiene indudablemente su base, e indudablemente la base de los descamisados de abajo, son los de arriba, siempre figurándose el cono invertido. Aparentemente estos descamisados llevan camisa; el olfato no se resiente de su presencia, por más que la mayoría son sucios, como los de abajo, pero sobre el tufillo de sus vicios y de su incuria arrojan los perfumes ingleses, y neutralizan el efecto del característico, realizando una mezcla agradable entre sus congéneres: en el aspecto parecen personas decentes; en el lenguaje son bastante chabacanos, acentúan demasiado las sílabas o las dejan a medio terminar, dan siempre un tinte cínico, o lúbrico, a sus discursos, riñen grandes batallas con la sintaxis, pero, en fin, salen del paso con unos cuantos modismos extranjeros, o unas cuantas risotadas de papagayo mal educado, que colocan cuando se les atraganta un concepto a la terminación de cualquier adjetivo; mas, a pesar de todo, no desentonan en el lenguaje humano, porque, generalmente, siempre que se hallan ante personas superiores (intelectual y moralmente hablando) sienten la pesadumbre del desprecio que inspiran, y enmudecen y hasta se tornan en ruines corifeos de la baja adulación, dejando para cuando estén entre los de su calidad las ínfulas de sus vanidades y el baboseo de su cobarde envidia y su inmunda ignorancia. Ni en la vestimenta, ni en el lenguaje, ni en los ademanes, descúbrese a primera vista (para un observador sutil son descamisados desde la mirada) su ralea, pero en el fondo, en los hechos, en las costumbres, en el modo de ser de todos y de cada uno de ellos, son prototípicos descamisados.
Vienen como los de abajo, de cualquier parte: nacen bajo una corona ducal, o sobre un puñado de billetes de banco, como pudieran nacer en una mancebía, o en una venta de Sierra Morena, en los buenos tiempos de Candelas, aparecen al acaso en los mercados de la vanidad, ofreciendo su audacia, su lujuria y su presunción, a cambio de un puñado de oro y, en último caso, de oropel, que para engrandecer su figura cualquier cosa que brille les basta: hoy rastrean en los palacios reales el alto honor de hacer de borriquitos de algún egregio vástago; mañana, encajándose el disfraz de patriota, se encaraman en los escaños de las Asambleas, en donde anatematizan toda clase de reformas, instigados por los confesores de sus queridas, o claman por libertades premeditando lucrarse con ellas; otro día se envuelven en los agios del negocio y, subastando ferrocarriles, minas barriadas o empresas mineras, explotan por una parte al Estado, por otra a los braceros, y cuando ya se encuentran repletos con los despojos de todos, después de haberse barnizado bien con los relumbrones del lujo, se cambian en rígidos moralistas y catolicismos conservadores, y agarrándose, como lapas, a las inviolabilidades de las más altas encumbradotas (que compran gracias al espíritu mercantil de los gobiernos) se arrellanan a su gusto, dejando impunes los , es decir, las irregularidades de su pasado, y otorgando a su progenie una genealogía brillante y un nombre que, andando el tiempo, llega a ser ilustre, con los emblemas de sus blasones, en donde suelen verse cruces y bandas en vez de cadenas y grilletes.
Estos descamisados de arriba que viven de las alternativas de la prostitución, así como los de abajo viven de las alternativas de la ignorancia, regularizan algunas veces en piadoso orden su preciada existencia; meten el entendimiento en los atrios del templo de la sabiduría, allí husmean cuatro verdades sabidas, absorben unas cuantas teorías que desde el sagrario dejan escapar sus perfumes hasta el peristilo para satisfacer a los necios que sin entrar en el recinto pretenden poseer alguna de sus bellezas, después se entonan en los ademanes, como si fuesen sabios de verdad y, balanceándose al soniquete que su amor propio les canturrea en las orejas, esparcen, con toda la prosopopeya de su presunción, una ciencia contrahecha, convencional, deficiente, desnaturalizada por tan indignos sacerdotes, que a la par que hacen su negocio vendiéndola por buenos doblones entre la imbécil muchedumbre, atontada con la hinchazón autoritaria y la huera palabrería de estos descamisados.
En otras ocasiones se hacen acérrimos defensores de la democracia; se embobaliconan con algún recuerdo histórico que les trae a la memoria alguna figura de legislador o de héroe, y hétenos que se nos cuelan en las legiones socialistas, intentando vestirlas con frac y corbata blanca y ofreciéndoles para aplacar el hambre caramelos y café. En estos oficios abundan estos títulos de dudoso abolengo cuyas madres especularon en sus buenos tiempos ( y gracias a sus buenas carnes) con generales y gobernantes, hasta que la excesiva gordura propia del ajamonamiento las hizo huir a ser algo parecido a dama de alcurnia de algún pueblecito de retirada comarca, en donde viven repartiendo lo poco que les queda de fortuna y de pudor, entre las paternidades de los conventos o los sacristanes de la parroquia. Los hijos de estas madres, apergaminados en sus ideales y en su temperamento, se aferran en sus conatos de liberalizarse hasta el punto de que se afilian a sociedades democráticas, se suscriben a bibliotecas ateas, y hasta se rodean de las artes de las antiguas repúblicas, con lo cual emprenden una campaña ingeniosísima entre el tiro que les hace la familia hacia los agujeros de la teocracia y el jesuitismo, y el tiro que les hace su vanidad de plebeyos disimulados en nobles, hacia la gloria de ser comparados con Bruto o Catón; y en este equilibrio, que les suele proporcionar sendos disgustos, pasan una parte de su vida perfectamente exhaustos de todo lo que se parece a dignidad, conciencia, decoro, altivez y vergüenza; y traídos y llevados por unos y por otros, o se momifican como los cacharros de sus antigüedades en la apacible serenidad de no servir para nada, o llega un día en que, a fuerza de meterse en el campo de la libertad, son barridos como las hojas secas por el huracán de las revoluciones, que los clava delante de los revolucionarios, delante de la bandera roja, para ludibrio y chacota de las muchedumbres que intentaron regir con su insuficiencia de seres ruines.
Los descamisados de arriba, no tienen más actividad iniciadora que la precisa en todos los parásitos y chupadores, eternos esperas de la ocasión, a la cual se agarran esquilmándola en todas direcciones; subsisten en el orden de la vida gracias al trabajo ajeno que les proporciona la pitanza y el solaz, sin otra clase de molestia que la de adherirse y chupar: así es que ellos sirven para todo, con tal que sea exprimible. Si pasa el periodismo a su lado, allá van ellos a cogerle: casi siempre en esta clase de especulación (único Dios de sus creencias; único fin de su inteligencia), hacen pinitos con el progreso, y las emancipaciones, y las garantías, y los derechos, y, en fin, con todo lo que se relacione con la hueste avanzadota que se llama libertad; logran hacerse agradables a los cándidos y temibles para los bien contentos; adulan con suavidad de culebra a todo el que padece hambre y sed de justicia y, cuando ya han logrado encajarse bien en la opinión, cuando sus periódicos tienen fama de imparciales, de sensatos y de cultos, se van volviendo lentamente hacia el sol, es decir, hacia el presupuesto y, sin perder la severidad (¡eso desde luego!) ni nada que pueda menoscabar su reputación, empiezan una serie de consideraciones llenas de destemplanza, de prudencia, etc., etc., hasta que sin pedirlo, ni mucho menos, (con lo cual tienen la ventaja de rechazarlo si los descamisados de abajo llegan a imperar) admiten una buena subvención del gobierno que reine, y se van haciendo una buena cama con muchísimo salero y muchísima desvergüenza de adentro se entiende, porque lo que es de fuera, estos descamisados de arriba, cuando se hacen periodistas, son lo más comedidos y lo más cultos, y lo menos chillones del mundo.
Y así vienen, y van, y pululan, y cuando se retiran de los palenques de la vanidad, se meten en sus guaridas, porque estos descamisados, como los otros, tampoco tienen hogares, que no lo es el palacio elevado generalmente sobre un gran cimiento de exacciones, de lubricidades, de prostitución o de crímenes; y allí tampoco se sabe lo que es familia: se llega siempre con el hastío del placer o con la comezón de la envidia; hay que pensar en nuevas excitaciones de la depravada sensibilidad o en nuevas especulaciones que aumenten la riqueza, o el prestigio, sobre el prestigio y la riqueza de los envidiados; las horas son preciosos instantes; el saludo ceremonioso sustituye a los halagos del cariño: en la intimidad de estas familias late recíprocamente un desprecio inmenso y una repugnancia y antipatía en razón directa con la melosidad de sus relaciones aparentes: en ellos todo es falso; el pudor es un convenio tácito entre las desenvolturas de la mujer y los cinismos del hombre, para ejecutar con la menor molestia posible las impurezas más repugnantes: las expansiones no existen entre ellos más que en el orden del cálculo sobre el lucro, en cuyo caso meditan al unísono la mejor manera de lograr más cada uno en la esfera de su acción; los sentimientos los tienen completamente atrofiados en lo más hondo de la conciencia, que a la vez no percibe ningún conflicto ni hace prevalecer, por lo tanto, la más alta razón, sino que funciona de una manera sencillísima dejándose llevar sólo y exclusivamente de la primera sensación, y como todas éstas se hallan modificadas por un largo ejercicio de actos viles, impuestos en primer término por la herencia y en segundo por la educación, resulta que la conciencia se nutre de sensaciones pervertidas, y con ellas produce pensamientos inicuos, acciones villanas y costumbre viciosas, girando siempre en un círculo de monstruosidades, que son la rémora más grave de la marcha evolutiva del progreso humano.
Entre ellos no existe el impulso del mejoramiento; algo como un inconsciente convencimiento de su inutilidad fuera les hace presenciar las más grandes victorias de la inteligencia, sin conato alguno de adelantarse a ellas y aumentarlas pro medio del estudio y del trabajo. Para ellos todo es cuestión de venta; todo puede ajustarse; lo absurdo para sus cerebros es la exploración y la conquista; así es que las ventajas de la civilización los sensualizan, los embrutecen y los rebajan groseramente, porque como no las disfrutan con el esfuerzo del trabajo, sino que las compran con el oro de sus impudicias, no aprovechan de ellas lo que eleva, lo que engrandece, lo que dignifica, sino lo que envilece y corrompe y enerva, es decir, el sibaritismo, la molicie y la excitabilidad patológica. Y así pululan por todas partes, hoy apretando la cartera de ministros, mañana empuñando el bastón de gobernadores, al otro colgándose de la casaca la llave de gentil hombre, y encontrándose lo mismo bajo una mitra episcopal que disponiendo del cuerpo electoral de un distrito, igual en una embajada extranjera, que ejerciendo la autoridad dictatorial en los rincones de un cortijo: siempre llevando con ellos el cinismo a las conciencias, los desfalcos a la administración, la rutina a la enseñanza, el soborno a la justicia, el convencionalismo a las leyes, la banalidad a las costumbres, la superstición a las creencias, la hipocresía a los vicios; y a todas partes la gangrena de lo ruin, de lo infecto, de lo oscuro, de lo miserable, de lo pequeño, de lo inútil, de lo corrompido siendo su influjo más trascendental, más funesto, más perturbador que el de los descamisados de abajo, porque la ponzoña que arrojan sobre la sociedad viene de lo alto, de la cúspide, de lo supremo; sale envuelta con los prestigios del oro, del nombre y de la ciencia; baja entre las fascinaciones del lujo suntuario, del perfume penetrante, de la palabra escogida, del ademán estudiado, corre sobre mentiras primorosamente vestidas de verdades; y penetra en todos los centros, en todos los hogares, en todas las clases, con la autoridad de lo más superior, de los más visible, de los más inviolable; y va corrompiendo, corrompiendo, un día la fe, otro día la costumbre, hasta dejar a las almas secas, embotadas, envueltas en todos los escepticismos, ineptas para todos los entusiasmos y henchidas con todas las materialidades de los vicios.
¡Ah!, los descamisados de arriba no sufren calentura, tienen cáncer. La enfermedad aguda, la que aparece bruscamente, la que se acumula durante un largo espacio de salud, tiene explosiones terribles pero pasajeras; sus espasmos crujen sobre nuestro organismo el látigo de todos los tormentos y, en un solo instante, flagelan con la pesadumbre de todos los dolores después el bienestar es inmenso, es la vuelta a la luz; la vida es más vida después de haber librado batalla contra la muerte; los paroxismos de los descamisados de abajo en último caso, purifican, ennoblecen, salvan la dignidad humana; de ellos salen legislaciones más justas, derechos mejor definidos, costumbres más naturales; ellos salvan a la civilización aun a pesar de los hombres: la humanidad avanza siempre; cuando no puede hacerlo serenamente como el progreso lo impone, se encrespan las olas de sus mares y, tras breves instantes de paralización o de quietud, surgen las grandes revoluciones que ofrecen el porvenir más luminoso. Los descamisados de arriba no purifican nunca, no ennoblecen, ni dignifican jamás; los corroe el mal crónico, el sordo, el lento, pero el seguro; el que nace y muere con el organismo; el que roe un día y otro quitando en cada minuto una molécula de vida, para no devolverla ya; es la gangrena que se extiende sin cejar en su obra destructora; la que no retrocede hasta que no ha conseguido deformar, hundir, aniquilar; para la cual no hay espera, ni remedio, ni mejoría; la que solamente se detiene con una firme cortadura por lo sano. Los descamisados de arriba son el semillero de la corrupción que entorpece la marcha triunfal de la vida por la superficie del planeta: son la dualidad, latiendo sin cesar entre su apariencia que ofrece lo agradable, lo perfumado, lo culto, lo noble, lo perfumado, lo amable y lo virtuoso, y su realidad que extiende lo antipático, lo repugnante, lo soez, lo ruin, lo bajo, lo egoísta y lo malvado.
Veámoslos como son y no como aparecen y respondamos lealmente al preguntarnos cuáles resultan peores, si los descamisados de abajo o los de arriba.
Rosario de Acuña
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156. Acerca de un supuesto título de condesa
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)