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Desde el nido del águila

 

Nube sombría que cruzas las ásperas vertientes de la montaña, tus cendales sirven de grada para llegar hasta mi nido; el rayo que se desgaja de tu seno, le veo surgir debajo de mi planta; el resplandor de tus relámpagos, el eco del trueno que brama en tus entrañas, brota por bajo de los cándalos de mi albergue; a donde yo vivo nunca llegan entoldados los esplendores del sol; yo le veo siempre rielando como lámpara de fuego en los campos azules del infinito espacio.

Para mí solo se encienden los grandes luminares de la noche, perdidos muchas veces para esos pobres seres que se arrastran en el áspero suelo de la tierra.

El rocío que envuelve los valles en húmedo ropaje brota de los vapores que me sirven de alfombra; ante mis ojos cruzan los que se llaman reyes de la naturaleza, encorvados bajo la pesadumbre de sus entorpecidos miembros, mientras las plumas de mis potentes alas baten el aire de los cielos, tejiéndome, con invisibles hilos, el trono que me sostiene en lo infinito eterno.

Mis ojos no se nublan nunca ante los fulgores de la luz, y mi pupila abarca los horizontes más extensos, sin que el cansancio la rinda ni la inmensidad la entorpezca.

Yo veo la tierra descender en suave curvatura por ambos lados del horizonte, recortada como bólido inmenso en las soledades del éter, y veo el contorno del mar ceñir, dibujándolas, con su cordón de espumas, las rocas y las arenas de las costas.

Yo veo los extendidos bosques vacilar al impulso del aura, formando ondas movibles con las copas de sus frondosos árboles, y veo las gigantescas cordilleras con sus abismos, sus cascadas, sus valles, sus mesetas, sus basaltos y sus selvas en apiñadas moles extenderse ante mis ojos como levantado festón en medio de extensa llanura.

Yo veo el velo de las tinieblas de la noche, tendido sobre la superficie de la tierra, envolviéndola en sus espesas sombras como en doble sudario, en tanto que los destellos del astro del día fulguran con sus rojos cambiantes sobre las negras plumas de mis alas.

Yo veo a los hombres en frágil cáscara de madera cruzar con paso lento las solitarias llanuras del mar; y mientras ellos, en compacto grupo, apenas si logran salvar las crestas de las olas, yo, con poderoso avance, cruzo la inmensidad del océano sin otro compañero que el aire, ni más esfuerzo que el de mis plumas.

Yo, desde la ennegrecida y empinada roca donde asenté mi nido, contemplo los abismos con la mirada más tranquila; y yo, al cruzar el espacio, elijo desde sus alturas la presa que me corresponde, siendo vanos cuantos esfuerzos haga por huirme, pues como el rayo de la nube, como el huracán de los desiertos, como la tromba de los mares, caigo sobre mi víctima, sin que jamás abata el vuelo sobre la tierra, pues con mis poderosas garras, afianzando mi botín, levántome a mi reino para cruzarlo entonando  el cántico sagrado de la victoria…

Así desde su nido dice el águila; ella, en efecto, vive en las inmensidades del cielo, y nunca se comunica con la tierra más que para elegir en el festín de la vida la parte que le destinó la naturaleza.

Todos la ven surgir en los azules espacios; algunos exclamarán al contemplarla:

«¡Quién fuese águila»

8 mayo 1881

 

 

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)