Todo el mundo católico se apresta a llenar la hucha vaticana: este afán atesorador anuncia que la hora de la muerte de la Iglesia se aproxima. «Cuando Dios quiere hacer justicia ciega con el orgullo» dice el catolicismo, y jamás se hizo más patente una verdad que en esta sentencia aplicada al jubileo papal; lejos de ser el basamento de su decadente poder, es uno de los últimos golpes de gracia que la justicia de Dios le prepara.
Todo sentimiento, y no otra cosa son las creencias religiosas, se engrandece con el martirio, se acrisola con el sufrimiento y se fortifica con la templanza: el catolicismo, prescindiendo de todos sus errores, ha podido vivir, acrisolarse y fortalecerse con las grandes virtudes de la humildad y el sacrificio, que fueron, como un jirón arrancado del cristianismo, a extender penalidades en la vida de los místicos y de los cruzados: entonces, cuando el ser incluido en la secta católica significaba sufrir y morir, la tiara aún reunía bajo su cetro almas verdaderamente poseídas del dogma; así que cambió el cilicio y los harapos por la carroza y las preseas, todo el cúmulo de errores, no contenidos por el suave impulso del sentimiento de la abnegación, se le enroscaron a su garganta, y hoy el último nudo que la aprieta es esta porretada de millones que el despecho de la soberbia manda a Roma. ¡Ah!, si fuera dado ver la conciencia de León XIII, hombre sabio y pensador que posee la astucia de los caracteres florentinos y las adivinaciones del impresionable napolitano reunidas bajo el genio prudencial de un hombre de nuestro siglo, se le fuera dado dejar que su alma vocease, le oiríamos decir al mundo católico:
«¡Quieto, quieto!, esa ofrenda que os apresuráis a traerme, es más bien incienso de mi pira funeraria que prestigio de mi autoridad… ¡Ay del poder fundado en bienes de la tierra! Quietos. ¿Sabéis lo que vais a hacer con la invasión de vuestras peregrinaciones en esta Roma ya emancipada de mi soberanía? Que sea imposible toda avenencia entre Italia y el papado, entre lo civil y lo religioso: todos los tesoros que vais a traerme no van a bastar a oscurecer una verdad: que no soy Rey de Roma; antes bien, el resplandor de esas riquezas va a testificar al mundo que, cuando las conciencias no se ganan, jamás se compran; vais a exponer más vivamente mi debilidad rodeándola de tantas suntuosidades, y, por último, esa Europa que mira despoblarse sus territorios con la emigración a las dos Américas y la Australia, porque el hambre la miseria y la tiranía empuja a sus habitantes fuera de sus patrias, va a temblar de ira al ver inútilmente amontonados, ante un ídolo de carne, tantos elementos de bienestar y desahogo para los pueblos.
Toda mi sagacidad, al anunciar anticipadamente que repartiré entre pobres, y comunidades, y museos, lo que traigáis de vuestras naciones, será insuficiente para contener el movimiento de indignación que toda alma humana habrá de sentir al reaccionar el pensamiento sobre el origen de la manifestación, que es protesta de despecho porque no soy rey y alarde de poderío contra las ideas liberales del siglo, y en cuanto a mi situación dentro de Roma, va a ser más ridícula que en la actualidad: muchos de los que vengan hasta mi solio, engañados por consejas de martirios y de privaciones, y de vejámenes, van a abrir los ojos deslumbrados por esta magnificencia que me rodea; su misma manifestación de muchedumbre imponente será una prueba clarísima de que yo soy libre en el seno de Italia, que no me niega derecho alguno que menoscabe mi autoridad sobre las almas y que, antes bien, con su tolerancia no desmentida, abre las puertas de su ciudad capital para que miles de seres, que sabe son sus enemigos, vengan a depositar en mis palacios ofrendas, entre las cuales ella, con verdadera astucia de coloso, ha incluido las suyas, viniendo a dejar demostrado que ni me teme ni me ofende. De todo esto surgirá una separación más radical entre ambos, y la única vía de salvación que hay para nosotros, que era ir convergiendo los ideales católicos hacia las corrientes modernas de modo que, insensiblemente, se encontrase otra vez nuestra Iglesia en el corazón de Europa, marchando con ella a nuestro engrandecimiento colectivo, toda esta habilidosísima política que había inaugurado mi pontificado para sacar el mayor bien político de las circunstancias que me rodean, las desbaratas, ¡mundo católico!, con tu imprudente manifestación, haciendo imposible toda avenencia, primero con el reino de Italia, después con el mundo liberal; y, colocando a la Iglesia en la peligrosa pendiente de las recriminaciones y de la violencia, vas a encender sobre la tierra la chispa de una contienda religioso-social en la que, después de haber regado de sangre y lágrimas las naciones latinas, mi poder recibirá el último golpe, quedándose no solo sin corona terrenal, sino también sin corona divina.»
Esto diría León XIII si pudiese hablar sin las trabas del orgullo, anexo a todo hombre que se ve elevado sobre muchos, y sin la opresión de su corte que, menos profunda de pensamiento que este hombre inteligente, no ve o no quiere ver la verdadera situación del terreno.
He aquí lo que hacen los católicos con mandar dinero a Roma.
1887
Rosario de Acuña
Nota. En relación con el contenido de este escrito, se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:
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Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)