¡La Montaña está de luto! Don Augusto G. Linares ha muerto, y al lado de su cadáver debe llorar, con desconsuelo inagotable, toda alma que sienta el amor infinito de la Naturaleza... En los bosques, en las praderías, en las sierras y en los acantilados de esta tierra paradisíaca debe resonar hoy el fúnebre lamento del dolor, porque en sus bosques, en su praderías, en sus sierras y en sus acantilados se tejió la aureola de gloria que aquel cerebro poderoso irradiaba...
Cuando el primer zarpazo de la muerte señaló, hace días, la faz del sabio, sus labios me dijeron, con la voz queda y solemne de la pasión: «Si al fin me curo, quiero ir a las montañas... allí... allí... para abrazarlas, para deleitarme en su grandeza sublime.» ¡Ah! Al oírle sentí pasar sobre mi frente el aliento poderoso de un alma grande... ¡Hoy ya no existe! ¡Que se vistan de luto sus montañas!
Nosotros, los que no somos de esta tierra, los que vimos el resplandor de su astral inteligencia desde órbitas lejanas al foco de sabiduría donde él irradiaba, recojamos el dolor silenciosos, para ir los últimos en pos de su cadáver, y aprendamos, en su muerte, a morir con bravura, mirando frente a frente la eternidad. Sigamos fieles sus huellas, doblando los cabos de las supersticiones humanas, detrás de la estela de razón luminosísima que dejó su paso por los valles de la Tierra. Y cuando queramos ser generosos, honrados, sinceros, trabajadores, piadosos, sabios modestos y buenos, arrodillémonos ante su sepulcro pidiendo a sus manes la virtud de imitarle.
¡Que su memoria bendita vaya, en nuestra mente, sirviéndonos de guía en las jornadas que aún nos resten de vida!
Rosario de Acuña
Cueto, 1 de mayo de 1904
(2) Se recomienda la lectura del siguiente comentario:
146. Sus amigos de Cantabria
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)