El viento se lamenta al columpiar los árboles de vuestro jardín; el estío y la primavera han pasado, con sus noches serenas, apacibles y cortas, en las cuales así que el sol se hunde en Occidente, la hora del descanso y del sueño viene a marcar nuestra retirada al lecho. Esas noches de estío son apenas gozadas si hemos de acudir al preciso reposo, se esbozan en nuestra vida y desaparecen rápidamente con sus frescas brisas, con sus vacilantes y apagadas estrellas, con su luna inclinada rodeando oblicuamente la tierra por la misma ruta que sigue el sol en el invierno; esas noches del estío, hermosas por lo serenas, señalan muy ligeramente una fase en nuestra existencia, porque apenas llegadas nos despedimos para dormir y prepararnos a ver la luz del alba; en esas noches no puede haber, por lo tanto, veladas sino a costa de un robo alevoso a nuestro necesario descanso.
En el invierno es otra cosa. El sol desciende rápidamente, y la noche se enseñorea por largas horas de nuestro mundo; el día breve y rápido no basta al desenvolvimiento de nuestra actividad, y so pena de dormir y dormir una tercera parte del periodo diurno, o sea, de veinticuatro horas, por fuerza hemos de aprovechar las primeras etapas nocturnas. Esta es condición esencial a nuestra cualidad de habitadores de este planeta, inclinado en sus planos de rotación. En él constantemente cambiamos la modalidad de nuestro vivir, sufriendo las alternativas del calor y del frío, de la primavera y el otoño. Nada por cierto más perturbador que este constante y desigual caminar de nuestro planeta, que nos lleva unas veces por las inmediaciones del sol, y otras por sus lejanos imperios; unas por el medio de la luz, y otras por la oscuridad más permanente; siempre en alternativas rápidas, relativamente a la duración de nuestra existencia. ¡Qué diferencia tan inconcebible presentará la vida en esos otros planetas sumidos en primavera eterna, o en eterno estío, o en invierno imperdurable! ¡Qué régimen vital presidirá las evoluciones de la materia y del espíritu en esos mundos tan desemejantes al nuestro, unidos únicamente a los principios absolutos por las leyes de la gravedad y del movimiento! Aquí estamos, aquí subsistimos, irremisiblemente ligados a la naturaleza física de nuestro planeta, vehículo inmenso que nos lleva y es a la vez llevado por el espacio infinito; nada podemos hacer sino realizar en el medio impuesto que nos rodea, los destinos a que estamos sujetos por el lazo omnipotente de la fraternidad universal de la vida; pero nada tampoco nos obliga a que cerremos los ojos y tapiemos la razón ante el panorama de esos otros mundos infinitamente más perfectos que el nuestro, y aún es bien cierto que, ante la consideración de la inferioridad relativa de la tierra como cuerpo celeste, se disipan muchas presunciones llenas de soberbia y desaparecen muchas dudas inspiradas por el más mísero egoísmo. ¡Elevemos a los cielos una mirada de esperanza y de amor; busquemos esos mundos privilegiados que caminan en las eternas templanzas de una marcha acompasada e igual! ¡Elevemos nuestro pensamiento hacia esas moradas planetarias, inundadas siempre por los mismos grados de calor, y por una invariable intensidad de luz, y al bajar a nuestra terrenal vivienda, llevemos en el alma esculpido el deseo de la inmortalidad, puente que salva el desconsolador abismo donde se resuelve nuestra pequeñez!
Hora de melancólica tristeza es esa hora en que, al oscurecer la luz del día, empiezan a brillar los astros de la noche y, a poco que se conozca la historia de los cielos, no puede menos de sentirse el ánimo embargado de profunda apatía, cuando compara la grandeza de allá arriba con el mísero polvo de aquí abajo.
Pero de esa misma sumisión y aceptación de lo superior, surgen todas las leyes de la relatividad, y entonces nuestra personalidad, hundida en las profundidades de lo ínfimo, asciende y se agiganta, hasta quedar en equilibrio prefijado en medio de las fuerzas vivas de la naturaleza universal; y desde la negación de nosotros mismos, sombra pasajera que oscurece un instante el horizonte de la eterna felicidad, podemos llegar, si con brío meditamos en el conjunto armónico de la creación, hasta la fe más pura y acrisolada, hasta el amor más sublime e infinito, en una palabra, podemos llegar hasta la adoración más íntima y respetuosa de Dios... En el seno de sus obras está sumida nuestra vida, como en el seno del océano se unen los animálculos fosforescentes, y así como ellos logran, con la multiplicidad de sus huestes, iluminar la superficie del mar de fúlgidos esplendores, así también la humanidad, a pesar de la insignificancia del individuo, va iluminando la superficie del planeta con los resplandores de su brillante inteligencia, luz que irradia a través de los siglos y de las generaciones, como foco ardiente encendido en las aras de la Naturaleza para rendir un homenaje a Dios.
La noche ha cerrado, el hielo cuaja sobre los árboles y las plantas, y aquel gotear de la atmósfera que fue rocío en la primavera, ahora modela con un manto de duro cristal los valles y las montañas. El cierzo se retuerce y busca, quejándose, rendijas por donde penetrar cu nuestra casa, y el búho y la lechuza, gozosos con el largo durar de la sombra, cantan en gritos desiguales su esperanza de festín; el aposento se ilumina con ancha lámpara que cuelga de su techo; debajo la mesa del trabajo, bien ceñida de paños o tapices; la chimenea abierta, ancha y profunda, se llena de recios troncos, y el suave calor de la lumbre, despojada de todo metílico gas, se esparce por igual en el aposento.
La labor empezada, el libro abierto, los perros a vuestras plantas, mirando fijamente flamear el fuego, y en torno de la mesa vuestros seres queridos. No imaginéis que esa velada ha de ser hora perdida en el catálogo del trabajo, y haced entrar en vuestra estancia a la familia; espera sobre la mesa el alfabeto y la plana, y vosotras, constituidas interinamente en maestras, habéis de iniciar a vuestras pobres servidoras en los primeros elementos de cultura; la lección breve, corta, compendiada, si es posible, por vosotras mismas, pero explicada en un lenguaje sabíamente sencillo, vulgar si es preciso, y, si es preciso, ¿por qué no? usar de esos términos compuestos de barbaríamos muchas veces, reprobados siempre por la buena gramática, peca único e inteligible lenguaje para los, hijos del pueblo. Después de la lección, la lectura amena, conmovedora, pero siempre, y en todo, realista; que esas jóvenes imaginaciones que os escuchan no se impregnen con el venenoso influjo de un idealismo improductivo; la lectura, por cualquiera de los miembros del hogar, y la explicación práctica, con cualquiera clase de artefactos o de piezas hechas ex profeso, de las leyes de gravitación, de las de medida y densidad, etcétera, pero todo esto amenamente explicado, con comparaciones y figuras apropiadas al cerebro que las ha de aprovechar, ínterin la labor, puede seguirse. La media finamente tejida, el grueso tapiz de dobles lanas para calientapiés, los paños para el servicio de cocina o de comedor, todo de fácil acomodamiento alrededor de la mesa; después la prenda de ropa infantil sacada de sábana o cobertor usado, que ha de servir para el niño desheredado, que sufre la culpa de sus padres en el asilo de la caridad; las hilas blancas, esponjosas, alineadas en paquetes iguales, sacadas de los más infinitos despojos del vestuario familiar, que han de servir para la cura de los pobres heridos; y como excepción de esta amena e inteligente velada, la recia lluvia azotando los cristales, y viniendo a servir de motivo de explicación para el conocimiento, de las leyes de la naturaleza, llamadas generalmente «fenómenos», y por el supersticioso vulgo «milagros». Las causas de las lluvias teñidas con el color de la sangre, la nieve negra, el granizo monstruoso, la tromba marina, etcétera, y si el huracán sopla, puede dar lugar a la explicación de sus grandes desastres; las olas de arena, levantadas en los desiertos por el Simoun, y sepultando caravanas y oasis. La impetuosa galerna con sus desastrosos efectos, el mistral asolador, el temible siroco.
Después la Historia Natural con sus conmovedoras tragedias y sus tiernos idilios. La ferocidad y astucia del lobo, cuando le acosa el hambre en las largas noches de invierno, su preocupación paternal de no acometer a la presa sino a grandes distancias de su camada, para alejar todo peligro de los hijos. El letárgico sueño de los reptiles durante los fríos, y su salida a la luz de la primavera que los ve extenuados y famélicos. La muerte del pobre pajarillo, a quien la escarcha cogió desprevenido, que cuenta con angustioso dolor las horas de la noche y expira aterido, cuando el próximo día le brindaba la felicidad de vivir. Los amores incesantes de la inocente tórtola, que en su arrullar cadencioso llama a su compañera, temiendo que los fríos la maten si se aleja del caliente nido. Después, el recuerdo de las fiestas del mundo, el repaso de la vida febril de la ciudad estampada en los diarios con el vertiginoso correr de la pluma del periodista, o con las líneas del grabado en las publicaciones ilustradas. El diario se extiende, se desdobla; allí está, palpitante de encontradas pasiones, sea torbellino social, asolador de toda pureza, de toda paz, de todo sosiego, de toda elevación... pero fascinante, embriagador con sus ecos de orgía, con sus notas de triunfo, sus perfumes de gloria, sus grandezas de dominación sus fastuosidades sibaríticas y sensualizadoras... Allí está extendido, diciéndonos a través de sus engañosas sugestiones, que hay un más allá, donde lo convencional tiene corte y súbditos, donde la salud se irrita con el estimulante, donde el placer se disfraza de hastió, donde la alegría se pasa sin la felicidad, donde la virtud se finge con la hipocresía, donde el escándalo se impone con la moda, donde la impudicia se disculpa con la ostentación, y en donde el llanto es de soberbia, las tristezas de envidia, la enfermedad de vicio, y en donde la ambición busca materialismo, el deshonor halla panegiristas, la castidad bufones, las apariencias lisonjas, y en donde todo se vende por el oro, se compra con la prostitución... Allí, a nuestros ojos, está ese caos social, que como el del Génesis, no contiene formas determinadas, no produce sonidos entonados, ni lanza destellos luminosos, pero que como el caos, conserva en sí mismo algo de todas las cosas, y en el cual se hará la luz alguna vez, cuando en fuerza de verter las generaciones humanas su sangre fertilizante y sus ideas regeneradoras, brote la semilla fructífera del amor fraternal, y luzca sin sombras en el cielo de la vida el sol de la razón...
Así han huido rápidas las horas de vuestra velada en el campo. El reloj de la casa da las diez; ni un instante más habréis de prolongar vuestra noche, si queréis que la luz del amanecer os encuentre prestas al trabajo, al deber, a la vida, y, ¿por qué no?, a la lucha. Sí; ¿creéis que esa existencia es un vivir monótono, continuado, igual, sin alternativa ni desviaciones, sin horas de desaliento, sin instante de triunfo, sin sombras de terror, sin momentos de fe, sin nada, en una palabra, que agigante la esfera de nuestra vitalidad. Pues no; entre la calma de esa Naturaleza, infinita en sus transformaciones y eterna en sus fines, en medio de sus campos donde el eco no repercute más que armonías, donde los ojos no ven más que belleza; en medio de la tranquila, apacible y retirada existencia de un hogar, sin vanidades, lisonjas ni placeres sociales, se desenvuelve, trágicamente conmovedora, la lucha con el íntimo ser; esa lucha cuyo escenario es la conciencia, cuyos actores son las ideas, cuya decoración abarca todos los horizontes de las ciencias y de las artes, y cuyo público, mucho más imperioso que el social, lo forman los principios religiosos, las convicciones del pensamiento, los movimientos de la carne, las aberraciones de los sentidos y el cumplimiento de nuestros deberes libremente aceptados. Y en esa tragedia no hay esperanzas de gloria; y en esa lucha no hay límites prefijados, y puede extenderse indefinidamente hasta el postrer suspiro vital; y cada hora que pase puede darnos una victoria o lograrnos una derrota, y a cada momento puede extenuarnos con la sensual indiferencia escéptica o con la mística-romántica idolatría. Ved ahí esos días que acaso creísteis reflejo de las églogas de Virgilio convertidas en periodos de titánico combate en favor de la razón y sus secuaces la virtud y la belleza, únicos fines de los cuales deber ser campeón la inteligencia.
El Correo de la Moda, Madrid, 10-10-1884
Las Dominicales del Libre Pensamiento, Madrid, 7-11-1885
La Luz del Porvenir, Gracia (Barcelona), 29-4-1886
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)