Si se sumaran todas las horas que se gastan inútilmente en el adorno y guarnecido de las ropas, y se aplicaran al estudio de todas las cuestiones de nuestra época, creo que ya viajaríamos por los aires, y que no habría pobres ni ricos (cuestión social), y que la electricidad guisaría nuestros alimentos, y que los polos estarían habitados; en fin, que ya estarían resueltos todos los más importantes trabajos de las actuales razas: tal es el número de horas lastimosamente perdidas.
No hay que asustarse; no crean ustedes que les voy a hacer andar con los trajes de los primeros hombres; además, no hay que olvidarse de que mis palabras están cobijadas bajo una bandera campestre; de la ciudad no hablo, porque vaya usted a hablar de la ciudad sin perder los estribos, y salirse de tono, y conseguir que le pongan a uno como ropa de pascua, por antisocial y descentralizador, y perturbador, y qué se yo cuántas cosas más, mejor para calladas que para dichas. Nada, nada quiero con las ciudades; hablo en el campo y por el campo; así es que se me debe permitir que hable a lo campesino.
Francamente, yo no sé para qué sirve (y creo que nadie lo sabe), en la ropa blanca, esa cantidad de plegados, rizados, bordados, encajes y quisicosas que la rodean y guarnecen; se me dirá que para su embellecimiento y adorno, y aquí vuelvo a las andadas, sobre si lo bello es lo útil o lo inútil; si lo bello es lo engorroso y perjudicial o si es lo sencillo, lo necesario y lo práctico. Poco conozco al pueblo inglés, pero sin embargo, sé de él lo bastante para decir que ha logrado fundar una diferencia marcadísima entre lo bello inútil y lo bello útil, y que habiendo establecido como punto de partida, que lo útil es lo realmente bello en el seno de la vida positiva, ha reunido en el hogar, y en todos sus detalles, exclusivamente lo útil, llamándolo y tomándolo por esencialmente bello; pues bien, aplicado este axioma a la ropa blanca del individuo humano, veamos si su utilidad está en su adorno, y si, por lo tanto, es de necesidad adornarla.
Sin separarnos un solo instante de los principios y leyes naturales, recordemos las funciones que desempeña nuestra ropa blanca en torno de nuestro cuerpo: dos son las principales, y de las que se derivan todas las demás (dado ya el caso de nuestra perversión moral y física), una es la de calefacción y otra la de la absorción; en los dos casos, la ropa está en contacto directo con nuestra piel, y se puede decir que es como una segunda epidermis nuestra; se saben perfectamente (y creo inútil decirlas), las operaciones de transpiración que verifica nuestro cutis, y desde luego puede suponerse que la ropa, con estar inmediata a nuestra piel, contribuye muy poderosamente a todas las antedichas funciones; pues bien, de deducción en deducción, hemos venido a parar a la siguiente pregunta: ¿qué papel desempeñan en las funciones de transpiración y absorción los encajes, entredoses, cintas, presillas y demás manufacturas con que se adereza en la actualidad toda prenda de ropa de uso interior? Avanzando más en el camino de la indagación, se puede decir, sin temor de equivocarse, que todo cuerpo rizado, plegado, sobrepuesto o entremetido, con relieves o costuras entre los lienzos que rodean nuestro cuerpo, es realmente un agente excitador o acumulador de sustancias perjudiciales o, mejor dicho, es un agente perturbador de las funciones naturales del organismo; pues bien, no siendo de necesidad, sino todo lo contrario, sirviendo de perturbación a la marcha de la vida, ¿se puede saber por qué se convierten las prendas de ropa blanca en verdadero muestrario de la industria tejedora? ¿Es razón bastante poderosa la moda, la necesidad de gastar? (necesidad que la mayoría de las veces suele acrecentar la ruina). ¿Basta la razón del recreamiento pueril de los mal educados ojos, que estiman como de gran belleza una camisa picada en su canesú como avispero abandonado, una chambra de aspecto de papel de caja de confites o unas enaguas arratonadas en sus bajos, en fuerzas de tener agujeros y aplicaciones? ¿Es bastante razón la tan manoseada del apoyo a la industria? (apoyo ilusorio, pues el precio de estas prendas no se reparte equitativamente entre la obrera, la empresa fabril y el comercio, sino que va a parar a la sordina especulación mercantil). Y estas razones y otras de la misma calidad, ¿son bastante poderosas para que se convierta nuestro cuerpo en una quisicosa de belleza convencional, sin líneas, ni curvas prefijadas; sin plegados severos y anchurosos; sin contornos serios y acentuados, y todo lleno, por el contrario, de tiritas, festones, plegaditos, cintas, recogidos, encañonados y tiesuras, que nos irritan, excitan y acumulan sobre nuestra piel un calórico impropio, y la mantienen en constante perturbación con su roce anormal y su cosquilleo pegajoso? Y no se puede decir que esto sea exageración o aprensión, no; hágase la prueba en un niño y en una habitadora de las montañas; vistamos a un pequeñuelo para salir a paseo; es decir, con ropa más adornada y guarnecida que la de diario o de dormir, y aunque siempre demuestre buen humor, se le verá encogerse, arrugar el ceñito, llevarse las manitas a los cintajos de la gorra, y con un movimiento harto significativo, arrancar aquellas inconveniencias que le pican y le estorban; este niño espontáneamente nos dice lo que mortifica a nuestro cuerpo toda arruga, plegado o relieve. Regalada a una serrana ropa interior, medianamente adornada, y lo primero que hace es descoser todos los salientes y rizados (aunque fueran malinas, harían lo mismo), porque todo aquello, dice, la pica, la incomoda, y para nada sirve allí: podrá decirse a todo esto, que es falta de costumbre, pero de todos modos resultaría que esta costumbre es completamente contraria a la higiene de la piel, una de las importantes del individuo; y siempre será una costumbre sin justificar por razón positiva, es decir, será una costumbre vacía de sentido común.
La ropa del uso interior o inmediato a nuestra persona, cortada y cosida únicamente por vosotras, y no sujeta al capricho variable de la moda, sino ceñida a la necesidad y forma del individuo para quien sea; que toda su riqueza esté en la calidad de los lienzos, y en la sencillez de su hechura; en nuestros climas, la holanda suave y tupida, medianamente gruesa, y más fina para el niño y el joven, es el tejido mejor; el corte sobrio de costuras, si se puede hacer la prenda con dos, mejor estará que con tres; finamente sujetos los remates para que, al salir de vuestras manos, esté perfectamente concluida y pueda servir útilmente en algún tiempo sin tenerla que repasar. En cuanto a encajes y bordados, dejadlos, si es que los podéis comprar, para embellecer o enriquecer utensilios y prendas ajenas completamente a vuestro uso personal (el hacerlos o tejerlos en casa me parece, salvo el caso de un obsequio a persona de nuestra estimación, que es perder lastimosamente el tiempo, y amontonar al fin y a la postre una infinidad de objetos inservibles).
Sabido todo esto, no hay que perder tiempo. El día con su hermosa luz camina majestuoso en lo más alto de los cielos; los pájaros murmuran píos armoniosos delante de sus nidos, mientras sobre nuestra cabeza se extiende el fresco toldo de la oscura parra. Cojamos esos lienzos blanquísimos y rápidamente cortemos lo necesario; delante está la máquina, dispuesta, limpia, lustrosa; si hubiera otro artefacto que con más rapidez terminara la obra, sería menester comprarlo enseguida, porque toda labor impuesta por las necesidades de la familia, debe hacerse lo más rápidamente posible, y la máquina de coser, manejada con habilidad, sostenida con escrupulosa limpieza, produce milagros de prontitud; sus dientes apresores tienen vértigo en algunos instantes; y la vibrante aguja, pasando sin cesar por la tela, es la imagen exacta de la rápida marcha del tiempo, inapreciable para aquellos que no saben qué hacer con él en fuerza de perderlo; por eso en el campo, donde todo habla al espíritu de la eternidad, los minutos perdidos son siglos que huyen sin haber dado alabanzas a Dios ni culto a sus obras.
Es menester que la máquina vuele, que ejecute maravillas de rapidez. Si por el pensamiento no tenéis definición sexual, puesto que esa luz del alma racional sin forma determinada, ni destino especial, es genérica de la especie, y puede –igual que en el varón en la hembra– remontarse a los cielos, bajar a los abismos, cernerse en los fulgores y sumirse en la oscuridad; por vuestro ser material, por vuestros destinos terrestres, indisolublemente unidos a vuestra condición de mujer, estáis forzosamente sujetas a todos los pequeños trabajos de la vida, y os son tan precisas la aguja y el hilo, como le son al matemático la geometría y el álgebra. No rebelarse, pues, ante vuestra misión, que en nada desmorece realmente de las demás que cumplen los humanos, y empuñando el manubrio de aquella compañera de vuestro trabajo, seguid, al son de su tric-tric pensando: quede sujeta la mano al mecanismo, y vuele la inteligencia a su alto destino, que es recoger cuantas luces irradian las ciencias y las artes, para indagar con ellas la verdad de las cosas y de los seres.
Aquel lino quo se pliega bajo la punta de la aguja, lució su hermoso verde en alguna ladera de remoto país; y la historia del trabajo humano, de la esclavitud, de la libertad, de la regeneración de los pueblos, está fijamente escrita en ese lienzo como en las páginas de la historia: el huso y la rueca de las desposadas romanas, la túnica de las vestales, los telares de siervos de la Edad Media; todo surge ante el pensamiento, evocado por esa pieza de hilo que se repliega en vuestra falda.
El martirio de los hijos del pueblo, que allá, desde las mismas riberas de los siglos prehistóricos, vienen formando innumerable cadena de sufridos y constantes trabajadores; los genios inspirados por el amor a la humanidad, que moldearon el duro hierro, y, buscando engranajes, cojinetes y martillos, forjaron, muchos a costa de su vida, las máquinas auxiliares de la industria. Todo el cortejo de las leyendas primitivas; todos los datos do los conocimientos históricos; pueden surgir de entro las puntadas de vuestra costura.
El acero de esa máquina fue en un tiempo tosco mineral en la oscura gruta; y como ese mismo hierro que empuña vuestra mano, fueron los primeros arpones con que domó el hombre primitivo la ferocidad de los animales salvajes; como ese acero era el de la aguja imantada que le sirvió de norte a Colón para redondear nuestro planeta; y ¡quién sabe!, tal vez con un hierro y un acero como ese que tan humildemente cumple su destino en vuestras manos, será con los que el hombre se lance a los espacios demostrando el poder colosal que encierra en su entendimiento...
Imposible seguir; páginas y páginas podrían brotar de nuestra pluma si hubiera de seguirse el curso de las ideas despertadas, como bandada de innumerables palomas, ante el tejer de nuestra máquina; y en tanto habéis volado de tal modo, de tal modo habéis hundido las horas del tiempo en lo pasado, que la prenda que empezasteis ya está concluida... Nada hay que huelgue en ella; amplitud, sencillez, ningún adorno entretejido o sobrepuesto viene a interrumpir su corte severo, propio y exclusivo del cuerpo que ha de vestir; por ningún lado puede servir de estorbo, de incomodidad ni depresión, debéis estar satisfechas de vuestro trabajo... Pero aún os falta, que no sólo era nuevo lo que teníais quo coser, y el repaso es más preciso aún en vuestra casa. ¿Tenéis holgura en vuestras rentas?, pues no miréis mucho esas prendas que esperan turno; al lado de vuestro albergue, y siempre cerca, hay seres que carecen no sólo de lo necesario, sino de lo preciso; formad, ligeras, el lío de ropa que ha de llevar a un hogar pobre y harapiento, el aseo y la castidad; terminad vuestro trabajo como cumple al que sabe trabajar; y no amontonéis ni ropa usada con demasía ni avaricia infecunda; dejad en vuestro cesto de labor solamente lo nuevo, que afuera habrá quien se ha de holgar con lo que llamáis viejo.
¿Tenéis que estrecharos en un vivir prudente? Pues allí están las tijeras y el pedazo de tela; no sois verdaderas mujeres si no sabéis echar una pieza ni hacer un zurcido; para aprender este arte, si no os le enseñaron, cuando llegue el otoño con sus tardes frías y tempestuosas, y arroje de los árboles aquellos nidos que sirvieron al amor en la primavera, cogedlos y miradlos, veréis primores en el zurcir y en el remendar; ¡y el ave que construyó aquellas delicadas obras, no tuvo más que su débil pico, y vosotras tenéis dos ágiles manos!
Zurcid, recortad el cuadro para la prenda rota; esas composturas que estáis haciendo son para que vuestro nido no caiga deshecho por los vendavales de la vanidad, ni las tormentas del despilfarro; y si alguien os arguyera por aquellos manejos, decidle esta hermosa verdad: «Así como muchas adornan sus ropas con entredoses y encajes, yo las adorno con zurcidos y piezas, porque de gustos no hay nada escrito».
El Correo de la Moda, Madrid, 26-1-1884
Las Dominicales del Libre Pensamiento, Madrid, 29-8-1885
La Luz del Porvenir, Gracia (Barcelona), 11-2-1886
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)