I
No supongáis ni por un momento, al leer el epígrafe que encabeza el capítulo, que voy a penetrar en ese conjunto de individualidades que propiamente se llama la familia; ésta (sociedad única, tal vez, que existe aproximándose a los verdaderos fines del hombre) debe ser un sagrado para todos; la familia ha de subsistir en el misterio más completo y absoluto ante las miradas del público indiferente, condición de toda colectividad en el presente.
Si la sociedad existiera; si la comunión de todos los afectos que guarda el corazón humano fuese una verdad positiva, real, visible y cierta, y no abstracta, como ahora lo es la familia, el hogar, deberían mostrarse tan al descubierto que, parodiando el proverbio árabe, todas las casas deberían ser de cristal para que nada se ignorase de lo que en ellas pasaba. En la reunión de criaturas guiadas única y exclusivamente por la más pura razón, la familia no podría esconderse, aislarse, ni huir de la luz y de la vista de los demás seres y, de hacerlo, cometería un crimen de lesa humanidad. Pero en nuestra presente comunidad social, ante nuestras costumbres tan irracionales como pretenciosas de serla, el sacar de su incógnito, siquiera fuese poéticamente, a la familia, seria tanto como colocarla en una picota infamante. Con sus pasiones y sus defectos; con sus vicios y equivocada organización, inconvenientes que son lodos reminiscencias de las prácticas sociales; con sus angustiosos problemas con sus dramas terribles y sus sainetes ridículos; con sus malestares indefinidos; con todo esto, y a pesar de todo esto, la familia es, hasta ahora, el arca sagrada donde se guarda una chispa de aquel fuego primero que iluminó el espíritu de los hombres; es un recinto completamente puro, donde se puede encontrar la página sublime del código de los amores castos, de los sacrificios nobles, de las penas benditas; es el santuario donde se refugia la ley de la naturaleza, esculpida con letras de fuego en el corazón humano bajo las frases de Amaos los unos a los otros. Por eso, el exponer a la vista de los ajenos la individualidad de los propios, es un verdadero sacrilegio, y por esto mi advertencia de que no imaginéis, ni por un instante, que va a penetrar mi indiscreta mirada en los recintos familiares, donde cada cual puede ser, y es como quiere y ser puede, sin que haya derecho en nadie para dictar reglas o imponer costumbres. Si en cuestión de principios generales puede y debe hablarse de la familia; si su mejoramiento es importante y necesario, y por lo tanto obliga a los pensadores a tratar de las cuestiones familiares, en estos bocetos sólo se lleva el fin de mostraros vuestra vida en el campo con todas sus importantes derivaciones, y por lo tanto es inútil toda entrada en el recinto familiar. Quédense, pues, en la sombra, aquellos lazos de amor, de estimación, de aprecio o de gratitud que unen en la tierra a los seres. Pasemos en silencio respetuoso sobre sus destinos, caracteres o defectos y expliquemos la significación de la palabra que encabeza este artículo.
Allá, en los más escondidos pueblos de la fértil Andalucía, donde, aun se vislumbran las reminiscencias de las costumbres patriarcales de los pueblos pastores; donde la monotonía de la vida se sucede bajo un cielo sin nubes, en una constante primavera, y en un reposar sin fin sobre las armonías melancólicas de los cantos meridionales, se llama «la familia» al núcleo que forman criados, aperadores y dependientes del hogar. Hay en esa definición de nuestros servidores una delicadeza tal de conceptos, se demuestra con tan dulce y suave palabra un respeto tan serio y tan digno hacia la individualidad del hombre, que, por acuerdo de todo el que siente y piensa, deberla calificarse así a los seres que nos prestan su trabajo por un convenio mutuo. Llamemos así a nuestros criados; dignifiquemos su misión, triste cuando se la prostituye, y noble cuando se la coloca entre los anales de la caridad. Quede, pues, asentada bajo esta frase esa equivalente alianza entre su voluntad de servirnos y nuestra voluntad de mantenerlos, enseñarlos y ampararlos porque, no hay que dudarlo, ellos no tienen para nosotros más que un deber; nosotros tenemos para con ellos muchos y muy grandes, ¿Por qué? Fácil es el exponerlo.
Si tendemos la mirada hacia ese conjunto social de los pueblos y ciudades, bien pronto veremos una monstruosa perversión que invade, como terrible cáncer, la parte baja, o sea, necesitada e ignorante de la localidad. Inútil es, con un optimismo infantil, figurarse al pueblo centro de virtudes, dechado de bellezas; nada de esto es lo cierto. El pueblo se revuelve enfangado en un mar de pasiones repugnantes, y de esa escuela perenne del vicio y de la impudicia, sale el crimen a perturbar con su espantosa excepción la ley eterna del amor humano. Pues bien; si los efectos de ese mal canceroso del corazón y del cerebro se perciben en las últimas filas, las causas hay que buscarlas en las primeras, porque seria tan necio y vano culpar a la ignorancia embrutecida de sus crímenes, como maldecir la corriente impura que brota de un manantial inmundo, como abandonar a un recién nacido por la enfermedad vergonzosa que le han legado sus progenitores.
¿Dónde está (o dónde debe estar, al menos) el raudal vivificante de la inteligencia, del amor y de la virtud? Allí, donde la educación ha grabado con caracteres imborrables el principio y el fin de todas las cosas; y allí, donde el entendimiento abarca la verdad, la conciencia estima la razón y el sentimiento ama la virtud, ¿no es dónde tienen que cumplirse todos los deberes de la verdad, de la razón y de la virtud...? Sí; en el educado, en el elevado, en el ilustrado, es donde residen todos, absolutamente todos los deberes, y la violación de cualquiera de ellos no produce la consecuencia sobre el mismo ser, sino que la produce sobre los seres sumidos en la más terrible e irresponsable ignorancia. El día en que a todos los hombres se les den los mismos medios para conocer la verdad y la virtud, estará plenamente justificada la pena de muerte. Es más, sería de justicia incondicional y absoluta el librar a la tierra de los monstruos, porque entonces habría verdaderos malvados. Hoy, ¡triste es decirlo!, hay muchos miembros enfermos en el cuerpo social; se cercenan, se cortan, pero el mal tiene sus raíces en el mismo cuerpo, y va infiltrando constantemente la gangrena. Uno de los más ponzoñosos veneros es el abandono indisculpable en que se tiene a los criados. No, no son ellos los responsables de este abandono, de ningún modo. Es menester colocarse, sin consideración ninguna ni temor de ninguna clase, en el verdadero punto de vista.
Por un lado seres arrancados de su hogar, las más de las veces por la miseria; estos seres, sin idea de nada que se parezca a nuestra manera de vivir, llegan tan sumamente ciegos a las puertas de la servidumbre que, a no ser por la malicia natural ingénita a todos los seres, y que forma parte del instinto de conservación, podrían calificarse entre los animales. La primera luz que penetra en ellos es un deslumbramiento de superfluidades, relativamente a su mísero estado, que hace incubar en su corazón un sordo y continuado rencor, inconsciente pero vivo, y que les dura mientras existen, y que les caracteriza tan enérgicamente, que de aquí su calificación general de enemigos domésticos; y nada debería ser más erróneo que estas tristes frases. Analizando fríamente el destino del criado, no se funda, repito, más que en un cambio de servicios corporales y voluntarios por nuestro apoyo material y moral, y si este cambio, si esta sociedad que se forma entre dos, ha de entrañar la enemistad y el odio en uno de ellos, mejor es no formarla; de aquí que la primera condición esencial de nuestros criados, es que nos quieran. «¡Absurda condición!» se dirá desde luego; absurda, sí, por culpa nuestra; ¿son ellos responsables de que una torpe y mal entendida vanidad establezca límites infranqueables entre ellos y nosotros? Pues si en estos límites nos colocamos, como centinelas de nuestras inventadas prerrogativas de clase, negándoles hasta el derecho que no se le niega al perro, que es el de saltar delante de su amo; si los colocamos en una situación tan absolutamente inferior, que nos hace dudar hasta de sus condiciones de criatura, ¿cómo nos han de querer, si en nosotros no ven más que una mano que da –porque tiene la suerte de tener– y a quien hay que servir para que no deje de dar? ¿Qué afecto, qué cariño, qué simpatía queremos quo nos tengan, si no les damos ninguna base para que la sientan?
Si por un lado vemos la situación de estos desgraciados, por el otro vemos el hogar doméstico lleno de nebulosidades, lleno de impaciencias, y muchas, muchísimas veces lleno de vicios; con sus zozobras financieras, producto de su afán devorador de apariencias; con sus misterios conyugales, llenos de sombra y a veces de lágrimas; con su lucha terrible de caracteres, sorda, oscura, tapada bajo unas formas de trato culto cuando es público, pero que no puede engañar a los que viven bajo el mismo techo; con su desconsoladora y envenenante atmósfera de supersticiones, que tanto escarnece a toda religión y de tal modo anubla la idea de Dios en el alma del hombre; y todo este cuadro está allí, vivo, latente, infiltrando un descreimiento horrible, una concupiscencia avasalladora, una perversión total de las concepciones sobre lo bueno y lo bello; y todo esto penetra en el espíritu de unos seres que no está luminoso, sino sombrío por las nieblas de la ignorancia; y todo esto viene a caer en la mente y en el corazón de una criatura, cuyo primer trabajo de reflexión, al salir de su mísero hogar, fue un triste cuadro comparativo entre lo que a ella le falta y lo que les sobra a los demás. ¿Se puede, por lo tanto, pedir su cariño, su respeto, su gratitud, su deferencia? ¿En virtud de qué derecho?.... ¡No, y mil veces no; todo el oro del mundo no compra los sentimientos del más miserable de los seres! Y he aquí lo que nos sucede con nuestros criados; nos sirven, nos hacen las faenas de nuestras casas o de nuestros campos, nos venden por necesidad su trabajo, pero nos odian, nos maldicen, nos hacen pagar a peso de oro la más fútil tarea; y además nos roban traidoramente el cuarto, el ochavo, el céntimo, lo que pueden y de la manera que pueden; y luego nos infaman, nos asesinan moralmente, colgando en la picota pública, con el aumento de la calumnia soez, todos los defectos, todas las fallas, todas las culpas conscientes del hogar; pero no son ellos los que hacen todo esto, somos nosotros los que les impulsamos a hacerlo; nosotros, que no queremos tomarnos la molestia de iluminar su entendimiento con los destellos de la razón; nosotros, que deberíamos ir hacía su ignorancia por el deber que impone la sabiduría.
Y sin amor, sin cariño, sin gratitud, sin simpatía, sin respeto, sin deferencia, ¿cómo queremos constituir el verdadero hogar?, ¿cómo hemos de buscar entre los seres que nos rodean las horas tranquilas, los días reposados, las faenas bien terminadas, los trabajos concienzudamente cumplidos, las alegrías participadas, las tristezas comprendidas, las enfermedades asistidas? De ninguna manera: mejor fuera cien veces hacer las cosas uno mismo, que sufrir el castigo de nuestra falla de racionalidad y de virtud, al tener bajo nuestro techo al más encarnizado enemigo de nuestra paz.
¿Queréis romper esa cadena que sujeta las puras alegrías de la familia, que ahoga los sollozos de sus penas, que mancha con estúpidas relaciones la inocencia de la niñez, y afea y escarnece los defectos de la ancianidad; y que llena el recinto familiar del Vaho de las guaridas populares, donde anidan los vicios y germinan los crímenes? ¿Queréis establecer un lazo de amor posible, de gratitud probable, de sinceridad segura y de honradez factible, entre los miembros todos de vuestro hogar? ¿Queréis vosotras, mujeres a las que tan de cerca les toca la cuestión de la servidumbre, fundar una legítima y provechosa sociedad entre la pobreza que pretende vivir y la riqueza que busca el descansar? Pues a no desmayar ni retroceder en vuestro trabajo; y «trabajo» le llamo, porque es ímprobo, constante, terrible como imposición, pero admirablemente hermoso como comisión de ser pensante y de criatura unida a sus semejantes, bajo la comunión de la caridad; emprendedla con alteza de miras, y si en vuestro hogar hay sombras que puedan oscurecer la luz de la razón serena y justa, no tengáis criado hasta que no se hayan disipado del todo; purificad, con toda la severidad con que los levitas purificaban el templo de Israel, ese hogar que espera a los neófitos de la virtud, y pensad, antes de comenzar vuestra tarea, que igualmente se pudrirán vuestros despojos que los de esas criaturas a quienes vais a dar el pan del alma, y no cansaros ante el desengaño, ni os ofendáis por la ingratitud; mucha semilla se pierde cuando se siembra; pero si se labró bien la heredad, con una sola espiga se remunerará lo perdido.
El Correo de la Moda, Madrid, 2-2-1884
Las Dominicales del Libre Pensamiento, Madrid, 5-9-1885
La Luz del Porvenir, Gracia (Barcelona), 18-2-1886
II
Haceos traer vuestras criadas de las más ásperas y retiradas sierras; pastoras si es posible, jóvenes siempre. La soledad de los campos, el total aislamiento en que pasaron su primera edad, con las dulces ovejas o las saltadoras cabras, hace al pastor reflexivo, y a la pastora reflexiva y cariñosa. El corderillo lisiado hay que llevarlo al redil en propios brazos; la cabra picada por la víbora hay que curarla con esmero; los perros del ganado lamen los desnudos pies con amante humildad al ir a recibir la dura torta, y eso que son tan fieros y tan bravos como los audaces lobos; el ruiseñor del bosque conoce la cencerra del ganado, y no se asombra cuando viene a posarse junto al fresco arroyuelo para cantar sus trovas de amor; la paloma torcaz vuela a recoger las migajas del desayuno pastoril, y el águila atrevida suelta el descarriado cabrito, cuando la pastora la ahuyenta con gritos y con piedras. Estos seres tan íntimamente ligados a los grandes y tiernos episodios de la vida del campo, traerán al llegar a vuestro lado, un fondo de ternura y serenidad que puede ser la base de su elevación, el fundamento de vuestro trabajo regenerador. Nada de imponerles faenas, ni de violentar, en un principio, sus pasadas costumbres; hacedlas penetrarse de que nosotras necesitamos de ellas más que ellas de nosotras; no temáis el arrojar este principio de amor propio bien entendido en su cándida conciencia: «Si ellas aprenden pronto lo que hemos do enseñarlas, ¡qué placer en que nos descarguen de nuestros cuidados domésticos!». De esta manera lograréis borrar de su joven corazón toda sensación de envidia; se juzgarán precisas en vuestro hogar, y el que sabe medir su importancia, jamás envidió a nadie. Después, cuando aquellos días del asombro hayan pasado, y vayan conociendo el modo de su nueva vida, fácil os será demostrarles con el ejemplo, que podéis pasaros sin ellas en las faenas del trabajar; y para llenar el vacío de este desencanto, podéis entonces enseñarles los admirables beneficios de la caridad; asociarlas a vuestras limosnas; vosotras dais la plata, que ellas den el cobre o sus míseros trajes de la montaña; que vean que todos nos necesitamos los unos a los otros, y siempre necesita más el abandonado por los hombres y el ignorante. Cuando hayan germinado en su cerebro las ideas de equidad, y esto no supongáis que es obra do breve tiempo, entonces hacedlas sentir todo el peso de vuestra omnipotencia racional; que os vean siempre a una distancia tan enorme, quo no les cruce por su mente la idea de la igualdad, poro que comprendan (decídselo en frases concisas, si es necesario) que esa distancia no la establece el dinero, ni el nombre, ni la posición; que esa distancia es sólo real, legítima o inabordable, en lo que se relaciona con el entendimiento convenientemente educado; y si a la par que todo esto penetra en su cerebro, os ven cariñosas, amables, cuidadosas de su salud y de su alimentación, de sus deberes de hijas o de hermanas, entonces habréis echado en su espíritu oscuro y aislado los fundamentos primeros del amor; entonces sentirán hacia vosotros cariño, respeto y gratitud; entonces abarcarán toda la importancia de lo que en realidad deben llamarse «clases», qué son las ilustradas y las ignorantes; entonces. Como el suave color de oro y rosa con que se tiñe el Oriente al rielar de la aurora, aparecerá en su inteligencia el deseo de saber, el deseo de aprender, el deseo de salir de su tosca vulgaridad, para subir un grado más en la escala humana; entonces el primor conato de dignidad prenderá en sus almas, y de criaturas semirracionales habréis hecho jóvenes dispuestas a escuchar la palabra de la sabiduría, las amonestaciones del preceptor.
Arduo, ímprobo es el trabajo; pero las consecuencias le satisfacen con exceso. Aquellas agrestes hijas de los campos, cera blanda, sin más consistencia que la innata a su condición humana, se habrán moldeado ante el soplo de vuestros sentimientos racionales, y presentarán en su fondo el germen de todos los instintos nobles y generosos: no lo dudéis, ellas tomarán parte respetuosamente en todos los acontecimientos de vuestro hogar, como si fueran en él nacidas; y de tal modo se unirá su fidelidad á vuestros destinos, que lo que al principio de estos ligeros apuntes os decía, llegará a realizarse: en vuestra casa no habrá más llaves y cerrojos que la lealtad de sus habitantes.
Otra de las condiciones precisas de la familia, es que la tenga y muy numerosa. Error, y error fundado en un egoísmo monstruoso, horriblemente desconsolador, es el creer que los criados no han de tener familia, o por lo menos, que la han de tener lejos de donde sirven. ¿Porqué es esto? Porque no nos estorben con su presencia, ni asedien con sus peticiones, y porque no inclinen al robo, a la sisa, a la estafa (¡donoso pretexto!) a sus hijos o hermanos. ¿No es a todas luces una falta de sentido común el suponer que los padres o hermanos de un ser le inclinen a los vicios y al crimen? No dudo que haya ejemplos; pero estas excepciones, ¿son bastantes a asentar como fundamento este absurdo tan absurdo que nos hace suponer en los propios peores intenciones que en los ajenos? A la verdad, esto es imbécil, y sería risible si no fuese lamentable. Que tengan nuestros domésticos familia, y cuanta más, mejor; que esté lejos o cerca, nada importa; pedidles a los padres o jefes de la casa; autorización para tratar a sus hijos con las atribuciones paternales, que deben ser las más mesuradas y justas de todas, y fomentad en ellos el amor a la familia, verdadera áncora de salvación en las grandes tormentas de la vida.
Por otra parte, estando vuestros criados en comunicación con su hogar, podrán apreciar mejor cuanto suceda en el vuestro, y aquellas horas de pena o disgusto, aquellos lances tristes o amargos, por los cuales toda clase de familia está obligada a pasar en el comerciar continuo de pasiones y de intereses, los verán vuestros criados, sin formar de ellos escándalo ni mofa, si tienen puntos comparativos entre su familia y la vuestra; y cuando riñáis a vuestros hijos; cuando discutáis con vuestro marido; cuando se cometen pérdidas de riquezas, o se disputen conveniencias de familias; cuando se lamenten desengaños de la amistad; cuando la pasión, sea la que fuere, salte desbordada fuera de los límites de la razón, y se enturbie con nube pasajera el radioso cielo de vuestra morada, en, vez de hacer escarnio de aquella anómala y excepcional situación, vuestros criados, temerosos, atribulados, pesándoles vuestro disgusto o contrariedad, sabrán respetar vuestra desgracia con el alma conmovida. Todo esto pasará, si los habéis buscado en el seno de una numerosa familia, pues en la madre que riñe, verán á su madre riñendo; en el matrimonio que discute, verán las discusiones de sus padres; en las vicisitudes de aquel hogar que interinamente les sirve de amparo, verán reflejadas las mismas vicisitudes del suyo.
Ni un punto habéis de abandonaros en ese cuidado que reclama la familia. Como os dije al principio, tenéis muchos y muy grandes deberes hacia los seres inferiores, y sobre todo, hacia los más inmediatos a vosotros, y sois vosotras, mujeres, vosotras solas, reinas del hogar y árbitras de sus destinos, las que tenéis que cumplirlos. Sí, toda la familia está bajo vuestra responsabilidad más completa. La vigilancia en sus relaciones exteriores, cuando no son entre su familia; el cuidado de su manera de vestir, que siempre y en todas ocasiones debe ser humilde y honesto como cuadre a su jerarquía; la inspección del aseo y pulcritud en sus personas y ajuares; la investigación de sus alimentos, las atenciones hacia su salud; la constante, íntima y minuciosa enseñanza del más pequeño o insignificante detalle del servicio doméstico, en todos sus pormenores, tales como la limpieza de habitaciones, el planchado (tarea larga que requiere mucha paciencia, pero que da en economía lo que roba de tiempo); el modo y manera de servir la comida con prontitud, naturalidad y decoro; la colocación y clasificación, prevista, ordenada y a la par agradable, de todos los enseres, artefactos y vajillas de la casa; las maneras y modelos atentos, sin obsequiosa adulación, complacientes, sin rebajamiento, y, en una palabra, toda la educación a que les obliga, primero su condición de criaturas, después sus quehaceres de criados.
Todo esto ha de surgir de vuestro trabajo, de vuestra paciencia, de vuestra caridad, de vuestro amor. Sí, de vuestro amor, porque no solamente han de amaros ellos, sino que es menester que los améis vosotras con ese amor del entendimiento, único excelso, único grande, único digno de vuestros fines sobre la tierra. Pensad en ellos, y vedlos inocentes de sus brutalidades, inocentes de su pobreza, de su trabajo cruel de servidumbre, el más áspero de todos; vedlos inocentes de su nacimiento en medio de un hogar sin educación, sin riquezas, sin otros dones que un mísero ganado, sin más porvenir que una cadena inacabable de penalidades, y una muerte solitaria en los asilos del dolor. Amadlos por sus desventuras; estimadlos por sus irresponsabilidades y habréis cumplido el más esencial de todos los deberes humanos: el de la caridad.
El Correo de la Moda, Madrid, 2-3-1884
Las Dominicales del Libre Pensamiento, Madrid, 12-9-1885
La Luz del Porvenir, Gracia (Barcelona), 25-2-1886
III
Si aún no basta todo lo expuesto para mover vuestra voluntad hacia los principios que tanta y tan general trascendencia implican, aún podéis meditar en una razón poderosísima, si es que habéis aprendido a medir el poder de la razón, y sabéis deducir con claridad de juicio lo justo de lo injusto, lo pasional de lo conveniente. A la par que dais luz a la conciencia y al entendimiento de esas criaturas inferiores, estáis re- generándoos educándoos, elevándoos a vosotras mismas. ¿Sabéis cómo? Con la imposición de la voluntad de aparecer mejores para que aprendan de vosotras vuestros criados. Sí, vuestra educación se mejora, vuestros sentimientos se enaltecen, vuestra inteligencia se ejercita en el trabajo de recopilación, vuestro ser moral adquiere mayor importancia y se apresta con armas nuevas para luchar con los movimientos pasionales de los sentidos o de la carne. No imaginéis, con un amor propio ruin y sistemático, que vuestra educación tiene un fin marcado en los anales de la vida terrestre; cada hora que pasa, cada día que concluye, habrá sido un retroceso, si en él no habéis avanzado hacia la perfección; y sí, a pesar de los instantes de desmayo que acometen al caminante en las sendas de lo justo y de lo bueno; si a pesar de las vacilaciones, de las dudas, del cansancio; si a pesar de todo esto se marcha sin cesar, y se van ganando, aunque con lento paso, jornadas y jornadas, cada vez se estará más lejos del punto de partida, cada vez se hallará más despejado el horizonte, más penetrante la luz, y se tendrá más agilidad en los miembros para seguir. Y la ruta, para vosotras, no sale del hogar; en él se desenvuelve, en él descubre las bellezas de sus paisajes, la amenidad de sus contornos; en el hogar tenéis vuestro camino hacia el porvenir; y los pasos que deis en él no podrán ser de retroceso, si tenéis espectadores de vuestro caminar; ojos ávidos de ver, oídos ansiosos de escuchar, inteligencias vírgenes, donde la más tenue semilla agarrará con brío, están esperando y observando vuestros actos, para guardar la impresión que les produzca: cuidad de que no reflejen monstruosidades; ¿y será menester más para avalorar la importancia que tiene la familia en las fases de nuestra vida? Pues bastará un ejemplo general, cuyas excepciones no son más que su enérgica confirmación. La venida del primer hijo en el seno del matrimonio modifica esencialmente sus caracteres y costumbres. ¿Por qué? Porque allí ha aparecido, en las tiernas formas de la niñez, la purísima inocencia, con su inmaculada blancura, que hay que preservar a todo trance. El niño oye, el niño ve y aprende incesantemente, y en cada minuto, un nuevo hecho que quedará grabado indeleblemente en su tierno cerebro; la madre deja u oculta sus devaneos; el padre adquiere seriedad, procura ser, a la par que bondadoso, digno, y con el deseo de aparecer perfecto a os ojos de su hijo, concluye por serlo; el pudor casto y suave y tranquilo se asienta en medio do la familia, y el orden, la paz de una existencia honrada, surgen como por encanto en torno de la cuna del niño, y todo porque en él está la inocencia, la ignorancia, la irresponsabilidad, y el temor de ofenderle, de mancharle, de sacrificarle en aras del mal, engendra en aquella familia el deseo hacia todo lo bueno... ¡Dichosas vosotras, las que tenéis un ángel por quien velar sobre la tierra!
Pues bien; si un niño, todo candor, todo debilidad, y gracia, y pureza, y alegría, nos trae a nuestros hogares esta transformación de ideas, de sentimientos y de costumbres, ¿dejará de traerla también la presencia de algunos seres, que si por su edad no son niños, tienen como ellos una parte de inocencia, como ellos están sumidos en la ignorancia, y como ellos, desvalidos y míseros, necesitan amparo, cariño y cuidados? La expectación de vuestros criados ha de ser el acicate que estimule en vuestra alma la voluntad hacia lo justo y hacia lo bueno. Poseeos de vuestro papel, si es que desgraciadamente no sentís con intensidad el soplo divino de la virtud; forzad, como el académico que estudia la lección que ha de explicar, vuestra memoria, y aprended, para enseñar, todo cuanto se deriva de las fuentes del bien. En fuerza del ejercicio constante de todas las facultades que distinguen a la virtud, llegaréis a posesionaros de vuestra misión, y, ¡felices mil veces si llega una hora en que podáis decir: «He cumplido, por inspiración de conciencia, lo que aprendí a explicar como bueno»!; con una sola vez que estéis satisfechas de vosotras mismas, habréis gozado el placer más grande de la vida; y, no dudéis, aunque ese momento huya delante de vosotras, y no le veáis llegar; aunque la lucha terrible entre la pasión y el deber sea estéril e infecunda para vuestra conciencia, y solo ceda, y se apacigüe, y triunfe con el principio eterno de la virtud, en el supremo instante de la muerte, no creáis que quedaréis menos recompensadas por vuestro trabajo respecto a la familia.
El Correo de la Moda, Madrid, 26-3-1884
Las Dominicales del Libre Pensamiento, Madrid, 19-9-1885
La Luz del Porvenir, Gracia (Barcelona), 4-3-1886
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)