El crepúsculo de una tarde de junio envolvía entre vagas sombras la hermosa vega de Córdoba; anchos festones de rojizas atmósferas acariciaban con sus flotantes pliegues la joya más preciada de la corona de Abd-er-rahman, joya que entre la filigrana de su ojivas enseña a nuestra generación la mano bárbara de los profanadores del arte o de los envidiosos de nuestras riquezas...
Córdoba dormía agobiada por el sofocante calor de
su clima, esperando los habitantes que la noche viniera con
sus brisas para salir a recogerlas en huertas y paseos: hora
tranquila y de silencio me convidaba a la reflexión, y
apenas recostada en movible mecedora, me dejaba llevar por el
pensamiento hacia los horizontes del recuerdo, fijando la
mirada en la humilde fuente que esparcía suave murmullo por
el reducido patio de mi casa: ocho columnas blancas ceñidas
por enredadoras campanillas, dejaban en la sombra el ancho
corredor que lo circuía donde las golondrinas gorjeaban,
buscando con giros indecisos un sitio donde plegar sus alas:
un pedazo de cielo (permítaseme la frase) rigurosamente
cuadrado por la construcción de la casa me servía de dosel,
mientras algunas amapolas, cuyas semillas acaso trajo el
viento entre las grietas de los ladrillos, se inclinaban al tin-tan
de mi butaca; la noche se acercaba, el cielo tomaba el
diáfano azul de un infinito eterno, y yo vivía entre las
sombras de un pasado querido. De pronto, y cual nuevo
huésped de aquel recinto, un rayo de luna vino a lucir en mi
frente como la inoportuna sonrisa de la infancia luce entre
el grave aplomo de la vejez. No sé si enojada, pero de
seguro sorprendida, alcé los ojos, y al encontrarse mi
pupila viajera en el espacio, quiso hacer la primera
estación en una estrella que sola y brillante tachonaba como
desengarzado zafiro en el aterciopelado azul del cielo...
¿Qué poder levantó en mi inteligencia (poco antes medio
dormida) el furioso torbellino de ideas que voy a tratar de
describir? No lo sé: tal vez al finalizar mi relación,
logre adivinarlo.
Aquella estrella radiante cuyo foco buscaban mis pupilas sin que lograse hallar más que los destellos; aquella chispa de una llama sin fuego y cuyo resplandor no bastaba a alumbrarme y sí a disipar las sombras en mi derredor, aquella ráfaga, que como arista de plata, ondulaba entre los mil dobleces de un cielo sin nubes, rompió los diques de una imaginación juvenil arrebatando mi espíritu hasta los límites de la enajenación, agrandando las dimensiones de aquel astro, busqué entre los rincones de la memoria, hasta las primeras páginas de mis estudios astronómicos y me lancé rica de observaciones en los abismos de lo infinitamente grande; impulsados por la atracción de aquel sol que ante mis ojos veía, cien mundos giraban en órbitas invisibles; cuantas formas levanta el delirio en una noche de insomnio, eran débiles reflejos de las infinitas formas que la vida tomaba en aquellos centros de fuerza universal. Un sistema planetario en la inmensidad de los espacios era poco ante el vuelo de mi inteligencia y con la vacilante luz de aquel sol me lancé entre la noche eterna de los tiempos formando múltiples constelaciones cuyos soles rojos, azules, blancos y amarillos llenaban de fantásticas auroras los planetas satélites de tan esplendentes soberanos. Detalles y conjunto, todo cruzaba en mi excitado cerebro con la fuerza impetuosa con que cruza el huracán en el desierto; cometas de vertiginosa carrera que tornaban en fuego las ondas del éter y cuyas gigantes órbitas aprisionan en su seno miles de mundos; y más allá, otros soles y otros cometas; y más allá, nebulosas llenando desiertos del espacio como aglomerados gérmenes, dispuestos a la formación de nuevos orbes; y más allá... el vacío de lo infinitamente grande, el vacío de la eternidad...
Mis ojos se cerraron, y en el confín de mi pensamiento se formó una atonía muy parecida a la muerte y casi hermana de la locura.
La luna brillaba iluminando vagamente las rojas amapolas que se mecían a mis pies; no sé si mis ojos la buscaron o ella buscó a mis ojos, pero lo cierto es que una gota de agua, sin duda fugitiva, del surtidor vino a fijar en mi retina el ténue destello que lanzaba al mecerse en el rojo pétalo de una amapola. Aquella gota de agua próxima a desprenderse del cáliz de una flor, fue para mi cerebro el aromático bálsamo que produce la reacción en los rígidos miembros del epiléptico.
–¡Cuán pronto conoció mi inteligencia que muchas veces son los remedios peores que la enfermedad! Fija mi vista en aquel átomo medio oculto entre una hoja, firme la voluntad en alejar mi espíritu del cielo, acudió, como siempre que tal desea, a los anales de la historia, y mis estudios (que en ninguna materia han sido nunca prácticos) respecto a física y química, fueron llamados como legión de vestigios ante mi observadora inteligencia; con ellos y con ella la gota de agua tomó unas dimensiones más que regulares; a ser cielo la amapola, transformó en sol a la gota de agua. Mundo lleno de miles de mundos, aquella líquida perla de la cercana fuente era un universo con sistemas, con organización y con seres; generaciones, vidas, cualidades, pasiones, ideas, sentimientos y almas se agitaban en las órbitas de antemano trazadas a sus múltiples destinos. Insensiblemente y por la suave pendiente que empezaba a bajar la gota de agua, me pareció gigante, demasiado grande a mi sutil pensamiento; busqué algo más pequeño donde satisfacer la ambición de mi espíritu; busqué la molécula por igual razón que antes buscaba la nebulosa en los abismos del cielo; la halle, y la molécula bajo la analítica de mi cerebro se tornó brevemente en un mundo inmenso donde había algo más pequeño, puesto que la molécula es un compuesto de átomos, y yo quería el simple de aquellos compuestos... Todo, todo el camino lo anduve y con los ojos fijos, espantada de mí misma, sin aliento para mi vida, sin conciencia para mi espíritu, me encontré frente a frente con el vacío de lo infinitamente pequeño, con el vacío de la eternidad... es decir, con la nada.
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–Niña, ya está la cena
–Denme una limosna, por amor de Dios
Tales fueron las palabras que me despertaron de mi letargo; las primeras las pronunciaba desde el corredor un criado; las segundas, una pobre desde la entornada cancela del patio. Entre la estrella y la gota de agua existía también un mundo, el mundo en que yo habitaba, mundo en el que unos comen y otros tienen hambre, mundo en el que son niños los que se olvidan de la Fe, de la Esperanza y de la Caridad.
Rosario de Acuña y Villanueva
Revista Contemporánea, Madrid, 1876, tomo III, abril-mayo
La siesta. Madrid: Tipografía de G. Estrada, 1882
Regina Lamo (ed.): Rosario de Acuña en la escuela. Madrid: Ferreira Impresor, [1933]
Nota
En relación con el anterior escrito se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:
170. Aprendió a aprender
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)