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Sobre la hoja de un árbol

 

Terminaba el otoño; debajo del ancho esparragado de mi casa, toldo que fue de verdes hojas y hoy deja al descubierto los retorcidos sarmientos de las viejas parras, se extendía esa mullida alfombra con que el invierno viste la húmeda tierra; el viento del otoño, arremolinando las secas hojas de los vecinos árboles, trajo a mis plantas la de un castaño de indias, que entre varios formó en estío una fresca alameda propia para soñar venturas imposibles o para recordar dichas pasadas.

Sobre una de las hojas, entre los arrugados pliegues de sus libras secas y retorcidas, se contemplaba el poema de la vida en todas sus manifestaciones; ¡quien lo diría! Los actores de aquel poema, que tan grande parece, eran casi microscópicos, eran dos solas hormigas, la hoja era su mundo; millares de ellas, desprendidas de árboles y de plantas, girarían en aquel instante en el inmenso espacio de un hemisferio terrestre y, sin embargo, de aquellas dos hormigas, ajenas al infinito número de mundos que las rodeaba, sin conocer acaso otro universo que aquel estrecho recinto que con ímpetu vertiginosa las arrastraba en el espacio, se entregaban a la más encarnizada lucha por la existencia ¡como si su vida fuera algo en el concierto de las vidas superiores, y como si el mundo que en aquel momento habitaban fuese el perenne cimiento de los mundos; y no una mísera hoja seca perdida en el infinito número de sus semejantes!


Fragmento del texto publicado en El Comercio

Solo eran dos hormigas; la una grande, roja, conocida entre los naturalistas con el nombre de formica rufescens, tenía una ancho corselete, sus antenas fuertes y prolongadas, y el lustrosos color de su cabeza la denunciaba como individuo de una raza privilegiada, rica en dones naturales, casi aristocrática; su compañera era pequeña, negra, de un negro vivo, de tonos azulados, sus antenas flexibles eran más bien los instrumentos de un trabajo inteligente, perseverante y concienzudo, que las armas de una voluntad conquistadora y dominante; ambas hormigas eran tan diferentes que solo ante los ojos del hombre, inteligencia superior, ser esencialmente distinto y perfectamente ajeno a la insignificancia de tales existencias, pudieran pasar por individuos de la misma familia; el hombre, ante aquellas dos hormigas, era la representación más perfecta de Dios; no distinguía la diferente casta a que pertenecían porque, en su grandeza las consideraba solamente como dos hormigas, y esto era bastante. ¡Quién sabe si el hombre será considerado del mismo modo por el Creador de lo eterno!

En aquel pequeño mundo habitado en cuyos repliegues se agitaban una infinidad de seres microscópicos de extrañas formas y efímera existencia, podía observarse una epopeya de valor y de heroísmo; la hormiga roja, apoderada de una pequeña larva de la negra, que, como es sabido, es tribu de la cual hace sus esclavos, pugnaba por llevarse la larva, fuertemente asida por la pequeña hormiga negra, que con desesperados esfuerzos procuraba defender aquella existencia del porvenir, aquel pequeño ser destinado a perpetuar la vida de su especie. En pocas palabras, aquella hormiga negra era un pueblo defendiendo el medio de su prosperidad y de su grandeza, sus hijos; la hormiga roja, fuerte, valiente, y, ¿por qué no decirlo? Perfectamente organizada para la lucha, defendía también la vida de los suyos, su propia vida. Estas hormigas rojas, por causas perdidas en el transcurso de los siglos, tienen al presente anulados los instintos característicos de su especie, y a la par que alguna de sus cualidades, tales como la de la fuerza y el valor, han adquirido completo desarrollo, carecen, enteramente, del hábito del trabajo, hasta de aquel indispensable para su alimentación, teniéndose que valer de otra casta de hormigas, la formica fusca, la cual, en calidad de esclavos, las alimenta, las cuida y las atiende criándoles sus hijos, y formándoles fuertes y audaces guerreros. Así es que al luchar la hormiga roja por llevarse aquella tierna larva de hormiga negra, luchaba por su vida, por la vida de los suyos; en aquel microscópico embrión del futuro esclavo, estaba representada su riqueza, su tranquilidad, el porvenir de su tribu; la lucha, por lo tanto, debía ser ruda, enérgica, pero ¡cuánta desventaja de parte de la negra! En tanto que su robusta enemiga esgrimía sus antenas, revestidas de recia escama que casi las hacía invulnerables, en tanto que sus patas, desarrolladas por un ejercicio recreativo y no forzoso, se aferraban con energía a las sinuosidades de la hoja; su pobre contrincante, más acostumbrada al pacífico trabajo del obrero que al alegre oficio del espadachín, manejaba con cierto esfuerzo nervioso sus delicadas antenas, inútiles para atacar a un enemigo robusto y aguerrido. Pero el amor da fuerzas y el amor a la libertad las centuplica; mordiendo con ímpetu y coraje las antenas de su contraria, había logrado inutilizar sus movimientos, al menos los ofensivos, y colgada, materialmente, de las armas de la hormiga roja, paralizaba el ataque aunque sin poner la victoria de su parte. En esta situación, que probaba cuan grande era la inteligencia de la pequeña, pues con desventajas físicas había conseguido dominar a la grande, estaban las combatientes cuando la hoja marchita rodó a mis plantas impulsada por la brisa de la apacible tarde… El sol se velaba con las brumas del ocaso; la noche, con los primeros fríos de invierno, adelantaba rápidamente, y mis observaciones sobre la hoja iban a terminarse; quise ver en qué paraba aquella microscópica epopeya y con exquisito cuidado coloqué la hoja bajo una ancha vasija de cristal.

Apareció la aurora del siguiente día y corrí presurosa al improvisado observatorio; con el lente de aumento busqué mis contrincantes hormigas; apenas las encontraba, ¡eran tan pequeñas!... ¡qué poder visual tendrá el poderoso Autor del Universo para contemplarnos a nosotros, seres perdidos sobre una mísera hoja del árbol de la vida, cuyas ramas se pierden en los espacios infinitos formando constelaciones y nebulosas, y cuyas hojas y retoños son mundos y soles que nacen y mueren en los años estelares, en esos años que cuentan por segundos las centenas de nuestros siglos terrestres, y cuyas estaciones no tienen otra medida que lo infinito ni otra duración que lo eterno…

¡Por fin encontré las hormigas! ¡Con cuanto asombro vi que aun permanecían en la misma posición y actitud en que estaban el día anterior! Allí estaba la roja, cautiva, inmóvil por el peso de su enemiga, que aun permanecía colgada de sus antenas; allí estaba la larva entre las patas de su defensora, que, acaso, en el entusiasmo de la lucha se olvidó de que tal vez defendía un cadáver que no resiste por largo tiempo el frío y la intemperie, el delicado embrión de su trabajadora casta. Allí estaban las dos; la roja, firme y erguida, agitando sus fuertes patas con ánimo de herir, aunque sin conseguirlo, a la rebelde defensora del ambicionado esclavo; allí estaba la negra, haciendo desesperados esfuerzos por derribar al coloso a quien sujetaba, poseída del santo amor a la libertad del porvenir, y desconociendo enteramente su pequeñez e insuficiencia. ¿Hasta cuándo duraría la lucha? ¿Cómo terminaría? ¿Vencería la fuerza bruta de la naturaleza, ayudada por el fatal acumulamiento de causas desconocidas que han hecho de la formica rufescens una raza de guerreros valientes y audaces, o venció el poder, esencialmente divino, de la inteligencia, representado por la pequeña hormiga negra, cuyas condiciones primordiales no se han extraviado por causa ninguna, y cuya casta conserva admirablemente todas las cualidades relevantes de su especie, que las hace eminentemente laboriosas, y esencialmente prácticas para la conservación de los suyos? ¿Quién vencerá a quién?...

Una ráfaga de viento arrebató las hojas del árbol… allá en el horizonte, confundida con otras hojas secas, voló en confuso tropel llevándose entre sus pliegues aquel problema pequeño, insignificante, en medio de las grandezas de la creación; pero gigante, inmenso, en el microscópico mundo de las hormigas, cuyos combates, amores y existencia, pueden muy bien desarrollarse sobre la hoja de un árbol.

 

Rosario de Acuña de Laiglesia

1880

 

 

Nota. El hecho de que el texto esté fechado en el mismo año en el que se publicó en  El Comercio, parece indicar que el diario gijonés fue su primer destino, que en este caso no se trata de una copia, sistema bien habitual por entonces. Dado que contamos con  referencias que hablan de sus estancias en la villa gijonesa, donde su padre tenía viejas amistades, no sería extraño que el escrito llegara a la redacción del periódico por medio de alguna de estas personas.

 

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Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora

 

 

 

Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)