Aprende en mí, viajero fatigado por las asperezas del camino, pastor que cruzas detrás del esparcido ganado los agrestes riscos de la sierra, campesino que te inclinas afanoso sobre el profundo surco, que acaso no te devuelva el fruto de tu trabajo; artista que terminas con febril emoción la ímproba tarea Aprende en mí, quien quiera que seas, y que al salir el sol entre sus brumas de oro, resuenen los ecos de mis recuerdos en las profundidades de tu alma.
La aurora, como ráfaga de abrasadora hoguera, como destello de juventud, prendía en el oriente su pabellón de gualda: donde las ramas de un laurel vi sus luces tornasoladas jugando entre las trasparentes gasas del cielo, y ebria de amor, lanceme al océano batiendo sus olas invisibles con las ligeras plumas de mis alas. Allá, muy lejos, se dibujaban sobre la parda tierra las nieblas de la noche y en derredor de mí se vestía la Naturaleza su manto de reina, para saludar con el cántico de bienvenida al astro de la luz.
«¡Oh sol, bendito sea el fecundo beso de tus primeros rayos! ¡Dichosa quien te mira encender la antorcha de la vida en los horizontes de la tierra! ¡Feliz aquel que puede penetrar en las estelas luminosas de tu carro, mandándote la primera nota del himno triunfal con que te recibe el mundo!»
Así canté a los primeros destellos del sol: mis alas batían el aire con rapidez vertiginosa, y a su impulso subía subía cruzando el etéreo azul del transparente cielo, como el ligero esquife del pobre pescador la intensidad movible de los mares.
Muy pronto fue para mí la tierra un confuso tropel de luces y de sombras, de nieblas y de resplandores: en borrosa silueta se perdieron los límites de sus horizontes, y a los sonidos múltiples de su despertar sucedió el silencio uniforme del espacio infinito, de la eternidad sin término; solo mi voz, repercutida por las nubecillas que bordaban la senda de la aurora, vibraba elocuente a impulso de la brisa, pudiendo asegurar que en aquellas regiones de luz y de paz, yo solamente tributaba el homenaje al sol ¡Al sol, que irradiando ya su disco luminoso en el espléndido palacio del Oriente, mostrábase fecundo, abrasador, henchido de vida, de pasión y de majestad, ansioso de evaporar las sombras, de desterrar el silencio, trayendo con sus rayos sobre la tierra el reinado de la luz, el imperio de la verdad, la soberanía de la vida!...
Mi pico jadeante dejaba escapar de mi corazón, en torrentes de arpegios los gritos del amor en que se encendía mi alma, y contra más lejana de la tierra, contra más invisibles aquellas pesadas nieblas que la envolvían, acaso para derramar sobre la espléndida llanura los gérmenes del egoísmo, de la vanidad y de la envidia, tal vez se tornaba más argentina, mi canto más vibrante, la luz que me envolvía más llena de efluvios de felicidad, de amor y de gloria.
Seguí subiendo: mi canto enronqueció mi voz, fatigó mi pecho ¡Ay! Era de la tierra, y a la tierra era forzoso que volviese a recoger los átomos que me alentaban ¡Pobre alma que tienes que buscar en el barro las fuentes de la vida!...
Plegué mis alas y fui bajando; en tanto, el sol subía en su trono de fuego a iluminar el cenit de la tierra: ya estaba cerca de ella y jadeante de fatiga busqué, con ansiosa mirada, un manantial donde recuperar mi perdida fuerza ¡Con cuánto anhelo registraba el arenal estéril, la frondosa enramada, el agreste monte, la verde llanura! ¡Con cuánto afán giraba sobre aquellos valles que me enseñaban sus más escondidos repliegues!... ¡Nada! ¡Ni un pobre arroyuelo, ni un escaso manantial donde apagar la sed que me encendía; la tierra era un desierto seco, agostado, sin fuente alguna que esparciese la frescura, el reposo y la abundancia en sus estériles vegas! ¡Y mi pico se abría fatigoso y mis alas se rendían al cansancio!...
De pronto, sobre una verde alfombra tapizada de silvestres flores, vi rielar, en estrecho y recogido cauce, un arroyuelo juguetón y caprichoso, que en rápida corriente se escondía entre dos montoncillos de hierba fresca, bastando su corta aparición sobre la llanura para ofrecerle al sol bruñido espejo y a las ondas del aire fresco ambiente.
Miré al sol antes de posarme, lancé mi último pío, y llevando en mi alma la imagen de aquel cielo de luz y de armonía donde saludé a la aurora, me lancé sobre el manantial ansiando reponerme de mis fatigas para cantar de nuevo al remontarme alegre y dichosa en las eternas regiones del cielo.
..
¡Ay de mí!, llorando mi confiada ceguedad hoy vivo sin poder cruzar el reino de la luz, del que para siempre fui desterrada; mis alas rotas por el certero disparo de oculto cazador, me obligan a cantar desde el oscuro hueco de un tronco carcomido; en tan pobre rincón encontré seguro asilo cuando me sentí herida por el plomo traidor, y desde aquí, habiendo perdido para siempre aquellas regiones donde soñé hallar la verdad, la dicha y la alegría, exhalo mi dolor en melancólicos gorjeos, recordando con amargura la tosca y perversa máquina que yo imaginé fresco arroyuelo, y que al girar rápidamente mientras caí mutilada, escribió en la llanura con la sangre de mis heridas esta sola palabra:
«¡Ilusión!...»
26 julio 1881
El Liberal, Madrid, 4-9-1881
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)