El sol se inclina rápido al occidente, como si temiera que el soplo del cierzo enfriara su incandescente esfera. Grandes masas de nubes cenicientas, pesadas, aplomando el azul opaco de los cielos, cruzan por los espacios empujadas con violencia por encontrados aquilones. Allá, muy lejos, vibra el eco apagado de alguna esquila o el querelloso ladrido del perro del pastor que llama a las descarriadas ovejas al retirado aprisco, no siempre libres de los hambrientos lobos.
Los gorriones picotean ansiosamente sobre los helados rastrojos, contentos si algún grano de trigo mal sembrado quedó entre los surcos como providencia de su necesidad. El humo de la choza, describiendo espirales, satura el aire de los aromas acres de la resina y ahuyenta las palomas torcaces que en bandadas levantan su vuelo, llenando el espacio con el rumor de sus alas.
El campesino cruza de prisa la solitaria vega, arrebujado en su recio capote, llevando del diestro la bestia fatigada por cargar en sus lomos la leña del hogar, del hogar que más tarde, cuando las nieblas heladas de la noche caigan sobre la aldea, será el centro de sus amores y de sus esperanzas.
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Mucho más lejos, a veces separados por abismos infranqueables, se ven otras escenas de brillante conjunto, pero iluminadas por los amarillentos resplandores del gas.
El ambiente lleno de aromas, lleno de armonías; sobre la blanca alfombra que se hunde mullida bajo la pesadumbre de tantas grandezas, se ven, como fantásticos regueros de gasas y flores, culebrear las colas de cien trajes, todos ricos, algunos elegantes.
Bellas o feas, las mujeres van oscurecidas por los destellos deslumbrantes de falsos o verdaderos diamantes, cruzan en la vertiginosa carrera del vals, de salón en salón, dejando tras de sí un rastro de perfumes, y arrastrando en su torbellino esplendente a la ciencia, a la política y a las artes.
Los cristales de los artesonados balcones se cubren de neblina por fuera mientras las partículas de hielo escarchan por dentro su tersa superficie.
La azulada llama del hirviente ponche se eleva sobre ricos tazones; las risas, los sarcasmos, las galanterías, las invitaciones para nuevas fiestas y la acerada discusión de las reputaciones, se cruzan y confunden con los suspiros del hastío y los acordes de la invisible orquesta.
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Las calles de la ciudad, como bruñidas planchas de acero, brillan dejando correr el agua que cae, y que con monótono y repetido ruido que cesa ente el estridente rodar del lujoso coche, cuyos enmatados caballos van dejando a su paso ancha niebla de vaho que empaña sus relucientes arneses.
Muy encubiertos de pieles, los dos criados de aquel tren de la riqueza o de la vanidad guían desde su trono los nobles brutos que con afán incansable golpean en su viva carrera las enfangadas losas, haciendo saltar con sus cascos en salpicones, mil chispas de barro.
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Aun luce el gas, el aire es pesado y caliente; turbio de humo el ambiente apenas deja ver a cien y cien personas.
Casi todos son hombres; entre ellos se llama el café a un amontonamiento inútil de miasmas repugnantes muchas veces, siempre irrespirables.
Allí se ve a un grupo golpeando con las manos el duro mármol, como si de él hubieran de salir los genios que aseguran ser precisos para la salvación de la patria; más lejos, los equívocos, las palabras mal sonantes y las carcajadas extemporáneas anuncian el desgarro de una honra entre las uñas de la envidia, de la calumnia y de la ignorancia; en otro lado, la holgazanería, el hambre o la desesperación ponen a la venta la juventud y la belleza, y por un mísero agasajo se cambia la primogenitura del alma, que es el pudor y la castidad; en otro sitio, las palabras a media voz y las miradas oblicuas hacen presentir el plan de un crimen o la complicidad de un delito; en un rincón, el que acude a una cita ansiada, entretiene su impaciencia con un manoseado periódico, cinco veces leído; algo más lejos, se ve la mesa de los huéspedes abonados a diario, donde honradamente se apura la taza de café, cuyo coste acaso se suprime en la lista de las más perentorias necesidades de la familia.
Y en todos los rincones y revueltas de aquellos poblados salones se encubre, bajo una forma culta y civilizada, el poco amor al trabajo y el ansia de goces materiales.
El frío penetrante y glacial saluda la vuelta al hogar de aquellos derrochadores del tiempo que, envueltos en sus abrigos, a paso largo y presuroso, cruzan calles y plazas, mientras la voz quejumbrosa del fosforero de labios amoratados y ojos llorosos por el frío se pierde a sus espaldas pregonando la mercancía.
El grueso oleaje azota las rocas de la costa; negra y tormentosa la noche avanza sin que los pescadores vuelvan a sus hogares.
Un grupo de mujeres, ateridas por el huracán del norte, interrogan con ávida mirada los sombríos celajes del horizonte, y mientras la espuma de las olas moja sus pies desnudos, medio enterrados entre la arena, su descuidado cabello, húmedo por el llanto y la niebla azota sus rostros impacientes por la tardanza de aquellos pobres hijos del mar, que en mal aparejada barca luchan como bravos entre las encrespadas ondas, acongojado el corazón al pensar que acaso el insondable abismo privará de sus cuidados a sus inocentes pequeñuelos
En torno de una mesa que deja escapar de entre sus verdes faldas el tibio calor de un encendido brasero, se ve la honrada familia del menestral velando a la luz del modesto quinqué, con esa alegría dulce y tranquilas que es patrimonio del trabajo y que jamás se puede comprar con los privilegios del oro; el buril del artista graba en la dura plancha los rasgos del genio, en tanto que su joven compañera, golpeando con el pie la abrigada cuna del inocente niño, entreteje en los finos hilos de la batista, festones y guirnaldas que la opulencia comprará más tarde a peso de oro; el anciano, conservando el amor a su antiguo oficio, pule primorosamente la caja que será armario del ajuar de su nieto, en tanto que el prisionero jilguero, contento con el calor de la reducida vivienda, al ver desde su jaula los densos copos de nieve golpeando con sordo rumor los emplomados vidrios, gorjea alegre y vivaracho, saltando de caña en caña y llenando aquella morada de armonías celestiales.
El Liberal, Madrid, 9-1-1882
Relato incluido en el volumen La siesta (1882 )
El Álbum de la Mujer, México, 20-12-1885 (1)
(1) En El Álbum de la Mujer se publica con el título «Noche Buena. Paisaje de invierno» e incluye el siguiente párrafo final:
«El temporal arrecia, el viento muge, las veletas rechinan en sus mohosos goznes; augura la lechuza fríos y nieves, y sobre el pardo lomo de un pollino camina el buen soldado por las calles de la aldea, con el pañuelo para la novia, terciado a modo de bandolera, un saco de nueces para sus pequeñuelos sobrinillos, y esta copla en los labios, a la cual acompaña el alegre voltear de las campanas de la parroquia llamando a la misa de gallo:
Esta noche es Nochebuena
y yo la paso en mi pueblo;
¡Y habrá algún tonto que diga
que siempre es malo el invierno!
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)