En El Imparcial del día 27, se lee la siguiente noticia:
Acaba de resolverse en Murcia una curiosa cuestión: un litigio entre dos mujeres que reclamaban una niña; una de las mujeres era la madre natural de la criatura, que la había abandonado al nacer en la casa de expósitos; ota la madrea adoptiva, que la había sacado del benéfico asilo y la había criado como hija propia diez años.
Entablado el pleito, la niña pasó en depósito al asilo, y la sentencia recaída manda entregarla a la madre natural. La que había sido madre adoptiva, afligida por este fallo, ha perdido la razón.
¡Dios poderoso! ¿Hasta cuándo estaremos así? ¿En qué consisten tales monstruosidades? ¿Qué espíritu tan estrecho informa nuestras leyes que de tal modo hiere el sentido racional? Sin duda todas ellas están inspiradas en levadura mosaica, que le otorga a la autoridad de lo pasado el derecho entero, y en consecuencia coloca a los hijos en la lista de propiedades muebles. ¿Romperemos los moldes? Esta rebeldía lenta de la raza europea, que comenzó a levantarse a principio del siglo para sacudir el embrutecedor peetrificamiento de los legisladores ¿no logrará conmover nuestros apolillados códigos?
Al leer esta noticia, ¿no habéis sentido ¡vosotros los que os preciáis de tener alma! una sacudida de indignación que ha enrojecido vuestro rostro con la oleada de sangre ávida de justicia? Alejemos las personalidades de esta cuestión: sean las que fueren, siempre serán respetables fuera de la iniquidad del hecho, y este es inicuo, no solamente curioso, sino inicuo... ¡ah, sociedad! Jerusalén de la civilización, estás manchada de iniquidades. Sobre tu frente cae el anatema de la razón abrasando con sus lamentaciones hasta la quinta generación de tus hijos.
Dos mujeres, madre de una criatura... ¿Qué es ser madre?... La naturaleza, la historia, la poesía; esta trinidad que abarca los cielos y la tierra nos lo dice: ser madre es amar, amar es la abnegación, el sacrificio, la confianza; de todo esto se funde una madre; ella ha sentido aquel estremecimiento del amor al ocultar en sus entrañas la primera impaciencia de su hijo; después ha seguido día a día latiendo con él y por él, con todos los ritmos de su corazón, y ha llegado al instante del supremo dolor y de la suprema alegría, repartiendo la vida sobre el organismo del nuevo ser al repartir por sus arterias su propia sangre: esta es la madre animal (cruda es la frase, pero es la única para expresarse). Ave o reptil, mamífero u ovíparo, la hembra del animal siente así el goce sagrado de la maternidad, y aún va más lejos en las especies más inmediatas al hombre; aún ama, aún cuida, aún prevé, aún alimenta con exquisito cuidado, con desvelo animoso, y aún sigue siendo madre, hasta que las fuerzas del hijo adquieren vigor para defenderse y vivir solo. ¿Cuál debe ser la gradación del amor en la raza humana? ¿No saldrá afuera de la animalidad? ¿No ascenderá? ¿No subirá en la escala del sentimiento, siquiera medio punto de tono sobre la tonalidad del sentimiento materno de la hiena, del águila o del tiburón? ¿No hay más que pedirle a la madre humana que la gestación, el parto, en último caso la lactancia, por todo extremo el cuidado hasta la pubertad del hijo?... ¡Vive Dios! ¡Medrada estaría la decantada supremacía racional si tan solamente fuese así la madre humana!
¡No! No es así: las excepciones son deformidades, y deformidades las más monstruosas de todas, sobre cuyos fines se cierran las puertas de lo misterioso. Hay pocas madres como la de Nerón y la de lord Byron; los anales de la historia las marcan con estigma imborrable; la una produjo un monstruo, la otra un genio; era forzoso que ambas quedasen en la picota del eterno desprecio, y la naturaleza para cumplir la justicia inmutable, que es su ley esencial, se vale de todos los medios, sellando sus obras con la sublime majestad de lo inexplicado. La madre humana asciende; la madre humana salva el límite de las especies animales; abarca en sus cuidados maternos el cuidado de todas las madres; se vuelve por amor a sus hijos fiera como la tigre, prudente como la culebra, cándida como la paloma, previsora como la foca, juguetona como la gacela, atrevida como el águila, dulce como la oveja, alegre como la golondrina. Ella reúne la maternidad de todas las razas, la condensa en su corazón, y cuando ha sentido todos los amores, realizado todos los cuidados, cumplido todos los desvelos, entonces, sobre la fiera, sobre el ave, sobre el reptil y sobre el pez, se levanta la madre humana, personificación real del ideal divino, llevando en su alma una ternura tan infinita, una pasión tan abrasadora, un amor tan inmenso que se torna su corazón en inagotable manantial de abnegaciones, de sacrificios, de confianzas, que corre y corre, ayer como hoy, hoy como mañana, sin agotarse ni amenguarse jamás, sin transformar su cristalina linfa, sin que una sola gota de la hiel del egoísmo, del amor propio, con su cortejo de envidias y de vanidades, amengüe nunca aquel purísimo dulzor de sus raudales, siempre ofreciéndose a la existencia de los hijos, como la savia generosa de la vitalidad...
La madre racional principia donde termina la irracional. Ha dado primero su sangre; después hizo el nido; la cuna, con sus brazos; es aquel continuo modular de frases pueriles, de besos sonoros, de caricias apretadas, de arpegios delicados. ¿Qué es la vanidad femenina para la madre? El hijo. ¿Dónde están las galas de otros días? ¡Qué importa dónde, si allí, junto a su pecho, está la presea más codiciada por su amor! El sueño huye ante un suspiro del hijo que se ha movido; hay que observar en silencio, todo estorba, todo enoja, toda cansa fuera de aquel continuo desasosiego, del amor hacia el débil que nace a la vida. Este es el nido; todos los nidos son iguales, ¡qué afán, qué dudas, qué temor, cuando surge la criatura dispuesta ya a la lucha! ¿Sufrirá mucho?... ¿Sabrá triunfar?¿Le apreciarán en lo que vale?... He aquí las eternas preguntas que se escuchan cuando los primeros pasos o cuando el primer vuelo. Hasta aquí la madre; el tipo de la naturaleza orgánica viva, avanzadora; la madre, es decir, lo que protege, lo que afirma, lo que asegura; la madre, en el océano, en la atmósfera, en la selva, en la ciudad; la madre siempre, brotando de un gorjeo, de un rugido, de una sílaba. Hasta aquí los derechos de la madre humana son los mismos que los de la madre pantera; el hijo nace, crece, juguetea, prueba sonríe, ambiciona, busca, se afirma; se mira, al fin hábil, completo, fuerte y avanza; entonces la madre y el hijo se saludan; han terminado sus deberes; la vida los reclama; cruzan indiferentes la senda, el espacio, las aguas, y parten; todo quedó cumplido como la ley lo ordenaba.
Desde aquel instante comienza la madre racional: ¿nació de sus entrañas el monstruo, lo deforme, lo malo, lo ruin, lo mísero? ¿No pudo el ejemplo, los cuidados, la inteligencia, sanar aquel cuerpo o domar aquella alma? Pues la madre lo embellecerá con su amor, o lo redimirá con su llanto. ¿Dio vida a un genio, a un héroe, a un privilegiado, a un hermoso, a un fuerte, a un sabio? Con su virtud, con su entendimiento, con su dulzura, con su bondad, con su ilustración, con sus desvelos, ¿encendió en el alma de su hijo la llama inmortal? ¿Le formó escogido? ¿Amontonó en su naturaleza la belleza de todas las bondades, por lo cual ocupará el hijo la supremacía de todas las alturas? Pues, entonces, la madre será glorificada, con su gloria bendita en su generación. ¿Tuvo en su seno al ser que en la escala de los espíritus ocupa el lugar de cero? ¿Hay allí una criatura rudimentariamente racional, intermedia de las especies inferiores, sin determinación en la serie de las almas; pasiva, indiferente, fría en los afectos, irresoluta en la inteligencia, tarda en las manifestaciones, inútil para toda iniciativa, consejo o acción, y solamente humano como cantidad sin valor, añadida para aumentar otro número incompleto? Pues, allá, en las profundidades de la nulidad, la madre, con las sublimes sencilleces de aspiración, formará un paraíso ignorado, donde la paz de la vida tenga un hogar bendito.
¡La madre siempre! En todos los casos, en todas las formas, más lejos de la infancia, más lejos de la juventud, más lejos del defecto, de la sabiduría, de la insignificancia, junto a la vejez, sobre la misma muerte, ascendiendo purísima del fondo del sepulcro con los esplendores del recuerdo, cada vez más alta, cada vez más llena de ternuras; siempre dándose, siempre amparando, inspirando, enalteciendo, dignificando; siempre previniendo el deseo, preparando el descanso, recogiendo las lágrimas, ampliando las sonrisas; apasionada fanática para su amor; pareciéndole el hijo más bello que todos los seres, más sabio que todos los genios, más virtuoso que todos los santos; sin discutir jamás ni sus miradas, ni sus palabras, ni sus acciones, ni sus sentimientos; teniendo siempre en el fondo de su alma un tesoro tan inmenso de bondad, que de él afluyan como desbordados torrentes las condescendencias, las ternuras, los regocijos; llevando siempre en sus labios, en su corazón y en sus acciones el don más alto de la humana naturaleza, ¡la sagrada piedad! Y cuando se trate de premio, todos le parezcan pocos para su hijo; y cuando se trate de penas, todas le parezcan grandes, y acuda sin cesar ¡siempre! viva o muerta, feliz o desgraciada, pobre o rica, allí donde su hijo aliente; gozosa de la sombra, si está su hijo en dolor; gozosa del sufrimiento, si está su hijo en el placer; gozosa del dolor, de la miseria, de la vejez, del martirio, ¡hasta de la muerte!, si su hijo está en la alegría, en la salud, en la abundancia, en la juventud y en la vida... ¡Si la madre no es así, no es madre humana!...
Deshonra... circunstancias... la dura ley de las necesidades... ¡palabras y palabras! Un hijo bien amado salva, purifica, ennoblece, alivia; la redención de todo error, de toda pasión, hasta de todo vicio, es el amor maternal, más grande cuanto más hondo sea el abismo de donde brota. Circunstancias... ¿Cuáles? ¿El hambre? ¿Se tiene menos sin hijos? ¿El decoro acaso? Sobre las hijas, sobre las esposas, están las madres: todo se hunde, todo desaparece, al ascender en las aras sagradas de la vida por medio del hijo que se estremece en las entrañas. ¡Diademas humanas!, ¡qué sois!, la juventud, la castidad, la hermosura, la riqueza, el honor, la fama, la vida misma, ¿qué sois?, al palidecer de vuestro día, ¿qué queda de vosotras? ¡Himno, sombra, lágrimas! Y en tanto la madre sube sin cesar. Su hijo la lleva en su sangre, la siente en sus nervios, la guarda en su cerebro; allí queda perenne, esparciéndose sobre los hijos de sus hijos; es inmortal, es eterna; lanza los destellos de su alma a través de las generaciones, y vive, ¡vive siempre!, con las hermosuras de la juventud y las alegrías de la felicidad renovada sin cesar en los corazones de su descendencia... ¡Y por esta corona, la más espléndida de todas las de la tierra, no se pueden cambiar esas otras, que ennoblecen la frente de la mujer! ¿Qué leyes son las que protegen a madres encerradas en ese cerco de nebulosidades donde el instinto ocupa el lugar del sentimiento, donde el egoísmo se disfraza de amor?
¡Deberes de los hijos! ¿Cuáles? ¿Dónde están para las madres de las especies inferiores? Ya hemos visto los que son: crecer y marchar sin volver la mirada, y esto, aun tratándose de aquellas madres que fueron más allá de la gestación, el parto y la crianza. ¡Derechos de tales madres! ¿Qué frase son estas? ¿Qué significan? Las madres no tienen más derecho que el cumplir su deber. ¡Cuán grandes son estas si meditaron con inteligencia en ellos! ¿Han visto las leyes de herencia, cuando no se alteran por la previsión de la sublime naturaleza, ávida del mejoramiento? ¿Han visto esas leyes royendo la sangre de sus pequeñuelos, trazando en el sombrío porvenir, para unos, la enfermedad horrible, que les robará las alegrías de la infancia, las venturas de la juventud, las serenidades de la vejez; para los otros, el vicio repugnante, esa otra enfermedad del espíritu, empujándolos con sus garras de harpía hasta el mismo crimen que les arrancará a la vez la vida y la honra¿ ¿Han meditado en la terrible pregunta «¿Qué hiciste de mí?» que su hijo podría formular en el supremo instante del dolor? ¡No se estremecieron ante esa responsabilidad de los primeros, es decir, de los más libres, de los que obran si el parecer de aquellos en quienes recaerá la consecuencia de lo que hicieron?
Entonces, ¿a qué hablar de derechos si están primero los deberes? ¿Dónde terminan estos? Para la madre racional, en la muerte, no cabe de otro modo. La madre es lo único divino que tiene lo humano, y la divinidad, es decir, el sentimiento de su más purísima y mejor timbrada nota, es una abnegación sin límites, infinita, jamás acabada y en ascendente multiplicación de sí misma hasta llegar a trasponer los límites terrenales; y no puede ser de otro modo; la vida en su más [¿?] palabra, que es el hombre, lo impone así. La madre sigue al hijo, y no el hijo a la madre; entonces todo estaba perdido; la existencia se encerraría en el camino de un círculo eterno, ¡ay de aquellos que no tuvieron hijos!, ¡delante de ellos está la sombra, detrás el sepulcro! La cadena no puede interrumpirse; la madre vive para el hijo y siempre así; en caso distinto la existencia se convertiría en un osario; la vejez se hunde, queda rezagada, no imprime movimiento; solo puede renacer en el hijo; ha de vivir en él desde la mitad postrera de la vida, como el hijo vivió en ella en el principio de la suya; la madre siempre, antes y después; para este cambio progresivo, para esta doble misión en una sola realizada, el amor materno ha de ser el lazo de unión; pero lazo irrompible en la especie del hombre, a contar desde los primeros días de la g estación, hasta más allá de la muerte, hasta los últimos de los hijos de sus hijos.
«¡Madre!» Esta frase ha de ser la salvación para toda alma, la ventura de todo espíritu; con ella han de sintetizarse las emociones más profundas de la vida, los respetos más puros de la conciencia. De no ser así, la orfandad es un hecho, no se tuvo madre. ¡Ay de aquellos que sin tener madre viven sin hijos! Más que la sombra y el sepulcro, les cerca el vacío, sin átomo vivificador que lo estremezca con sus ondulaciones; y cuando toda la existencia se llena con esta frase; cuando vemos que la madre humana, la madre racional, no es solo la que pare, ni la que cría, sino la que extiende su amor en progresión indefinida, revistiéndose de todas las amables bellezas para ofrecer a su hijo un destello de Dios; cuando vemos que la madre humana se caracteriza por la abnegación, por el sacrificio, por la confianza, y extiende su cariño bendito sobre toda su descendencia, siendo para su jijo el fuego latente de la divinidad que le arranca de todos los dolores, de todas las maldades, de todas las caídas, purificándolo para la inmortalidad; cuando vemos que la madre es la personificación de todos los amores reunidos en el solo afán de la felicidad continuada para su hijo, hay leyes y códigos que entregan a una «madre natural» la niña que abandonó al nacer, cuya niña había sido «criada por otra mujer como hija propia durante diez años», cuya mujer, llamada «madre adoptiva, afligida por este fallo ha perdido la razón».
¡Tribunales del cielo, dónde estáis! ¿Por qué no ha de ser posible llevar hasta vosotros la apelación?¿Qué leyes hicieron los hombres que no sirven para hacer triunfar la justicia? ¿En qué se funda esos códigos? ¿En el sentimiento? Pues debe ser un sentimiento ajeno a los de la raza humana. ¿Se fundan en la razón? Pues ya lo ven, han logrado quitarla. ¿Se fundan en las costumbres? Pues bien se demuestra lo corrompidas que están cuando para tener honra es menester que la madre abandone al hijo... Volvemos a repetir que en nada aludimos a personalidades, pero la noticia que solo como «curiosa» da un periódico tan sensato como El Imparcial autoriza toda clase de comentarios. Diez años ha estado esa niña abandonada; no conoció a su madre; no existe el cariño de la sangre en los hijos, solo se encuentra en la comunicación; si esta es intensa, continuada, profunda, tierna, el cariño nace, crece, abarca y concluyen los seres por latir al unísono con el corazón, con el pensamiento, con la voluntad y con la costumbre; de este modo se llega al amor; esa niña no pudo amar, si amó fue a su madre adoptiva. ¿Qué chispa brotará de este choque entre el cariño hacia las dos madres? Si la niña olvida a la primera, tiene algo de monstruo, no siente la gratitud. Si no la olvida, ¿cómo llenar el corazón si le ocupa un recuerdo? La lucha se entabla ¡a los diez años! ¡Dios mío, qué horror! El deber y el cariño, la enseñanza y la costumbre, ¡todo luchando con ferocidad absorbente en el corazón de es pobre criatura, que no tuvo más culpa que la de nacer y a quien la ley no protege, a pesar de su debilidad y de su abandono! ¡El conflicto en un corazón de diez años!
–¿Amaré a mi madre?
–Sí, –la grita el catecismo, el maestro, los vecinos, la ancianidad, en último extremo la ley.
–¡Imposible! –le contestará el corazón al chocar con la realidad de la vida cotidiana; y esto sucediéndose las cosas bien, procurando la madre natural recuperar el perdido tiempo, aglomerando sobre la niña mimos y caricias, ¿y si sucede lo contrario como lógicamente debería suceder? ¿Qué pasará entonces en ese corazón infantil? ¡Ah! ¡Fácil es saberlo! Se petrificará en un egoísmo feroz, estéril, que habrá de matar el germen del futuro amor maternal de esa criatura o, lo que es aún peor, recogerá en ella todo el odio que le den, para arrojarlo a su vez sobre sus descendientes. ¡Mejor es que no sea madre si ha de emponzoñar con la atmósfera del rencor toda una descendencia! De todos modos, en esa niña se ha matado la felicidad de una generación. ¿Y es esta la justicia?... ¿Se hizo para el débil, para el abandonado, para el irresponsable, o para el fuerte, para el defendido, para el consciente? ¡Ah! ¡Metafísica teológica! ¿Qué has hecho del hombre? ¡Un imposible! ¿Cuentas los latidos de su corazón? ¿Gradúas las vibraciones de sus nervios?, ¿en qué abstracciones tan monstruosas bebes tu inspiración que colocas la santidad fuera de la naturaleza, el derecho fuera de los oprimidos, la costumbre fuera de la moral; en una palabra, la humanidad fuera de sí misma?
Tú has inspirado el juicio de lo bueno y lo malo; tú has hecho divisiones, cuando la naturaleza tiende a unificar. «Hasta aquí los deberes, hasta aquí los derechos», has dicho con un soberano desprecio de la verdad, y has creado a los derechos fuertes, a los deberes débiles. Deberes del hijo, del inferior, del esclavo. Los deberes parten de arriba, de los más altos, de los primeros, de los superiores; mejor dicho, en la vida todos son deberes correlativos, porque la vida es una nota prolongado de infinito amor que excluye toda pasividad, todo retroceso, toda división, todo convencionalismo que arranque un solo grito de dolor. ¿Quieres bajar al corazón de esa niña de diez años? Pues allí encontrarás la vigorosa protesta de tu soberanía sobre las leyes; allí encontrarás al rebelde, al indómito, al no convencido, rugiendo impotente ante la fuerza del más firme y apostrofándole como a un tirano.
Todas tus sentencias, todos tus mandatos se estrellarán ante ese tierno corazón que dirá en cada uno de sus latidos: «¡No amo a mi madre! ¡Esa no es mi madre!». El poso de todas las leyes escritas sobre las leyendas y las tradiciones por la vanidad de los hombres no desvían ni una sola línea el espíritu de justicia adherido a la naturaleza humana; y el poder reunido de todos los códigos no hace germinar en el alma racional la más levísima onda de confianza. Se ama, cuando se recibe amor. En el fondo de todo ser humano se esconde la transacción, el cambio, la ola inmensa de amor que parte del sentimiento maternal, refluye del alma de los hijos con una cadencia repercutida, primero en la más sublime de las veneraciones, en la veneración filial, grado del amor que se relaciona con lo eterno; después en el más sublime de los cariños, en el cariño hacia los hijos, destello de la inmortalidad. La madre que no ama, que no espere jamás ser amada.
En los tosco trazos que caracterizan al salvaje, esta pura intuición de justicia se trasforma en la ley del Talión –ojo por ojo–; en la razón del hombre inteligente toma fondo en una conmiseración profunda, que es el perdón, la más alta prerrogativa del espíritu cultivado; en cuanto al olvido, solo el animal olvida, y esto no siempre.
Leyes que consagren la piedad y defiendan al inocente; esto, en todo caso, es lo que debería haber brotado de ese consorcio metafísico-teológico.
Y allí hay otra mujer que ha puesto más que la sangre, que ha hecho más que el nido, que ha traspasado los límites de los bosques y de los mares y ha santificado su alma con el hermosísimo amor de madre al haber «criado a la niña como hija propia». Pero esto ¿qué importa? Si es preciso no podrá ni saludarla; no es nada suyo. Lo que hizo, bien hecho está; en todo caso, ¿para qué lo hizo?
¡Comprendemos la borrascosa tormenta que habrá latido bajo aquel cráneo! La desesperación sombría que causa una iniquidad sin apelación debe haber desenvuelto en aquel cerebro un horroroso cataclismo; en consecuencia ha perdido la razón. La ley se la ha quitado; el derecho está a salvo; todo ha quedado conforme debía estar. ¿Es esto justicia? En vano es esperar la respuesta; los siglos del porvenir nos la darán, cuando este río de lágrimas, de humillaciones y de blasfemias que corre sobre las naciones rompa su cauce e invada el continente, dejándolo cubierto del limo fecundo sobre el cual habrán de surgir las legislaciones futuras.
Ahora solo podemos meditar, decir nuestra meditación, llevar nuestra voz a todos los ámbitos, nuestro pensamiento a todas las conciencias, interrogándolas serenamente sobre todos los sucesos que nos rodeen; el tiempo hará lo demás, esperemos.
Solo me restan breves frases para terminar. No tengo más noticia de lo acaecido que la publicada por El Imparcial; si no resulta verídica en todas sus partes, si circunstancias desconocidas para mí cambian el resultado del litigio, quedando el sentimiento y la razón donde han de estar, hágase cuenta que nada he dicho; si toda la noticia y sus consecuencias son la verdad de lo sucedido, tengo el derecho de preguntar: ¿Justicia?...
Abril 1886
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)