(Colección de cartas políticas, históricas y sociales por E. Gómez Sigura)
Sr. D. Eduardo Gómez Sigura.
Estimado amigo
(1): Permítame, puesto que de cartas se trata, dirigirle
estas cortas líneas, en donde podrá ver cumplida la promesa que le hice de darle mi opinión sobre su obra, promesa hecha
en mal hora, sin duda, pues a saber yo el mucho trabajo que me había de costar meterme a critica, le juro
que no se la hubiera dado... ¡Ahí es nada, amigo Sigura, lo que yo le ofrecí...! En medio de esta balumba que se llaman costumbres sociales,
es facilísimo perder los estribos de la razón, y, con ínsulas de payaso, echárselas de juez competente en literatura, artes, política
y demás caminos de progresión humana. ¡Como si la cosa no trajese trascendencia! Pero, así que nos separamos, prudentemente, del
remolino fastuoso de salones, academias, teatros, visiteos y parecidos centros sociales; así que solo con nosotros mismos
(y algunos buenos y escogidos libros de filosofía antigua y moderna) echamos cuentas sobre nuestra importancia,
se asoma a los rinconcitos de nuestro cerebro el genio de la sátira, y, haciendo una mueca de compasión, nos arroja desde los
pedestales de la vanidad al verdadero sitio que ocupamos en las grandes legiones humanas, que se reduce a un
número simple, ni más ni menos importante que cualquier palitroque de jaramago revuelto en los haces de leña que se arrojan a un
horno... Esto, exactamente, me ha sucedido: envanecida con el título de pensadora, que se ha colado por las puertas
de mi casa desde la hora, no sé si aciaga o feliz, en que me metí a dominical del libre-pensamiento, repleta
de plácemes y ahuecada como los pavos reales de la fábula, no paré mientes en que una cosa es predicar y otra
es dar trigo, y le ofrecí nada menos que el juicio crítico de su libro. ¡Habrase visto necedad...!
Pero, en fin, la cosa no tiene ya remedio, y tratar sobre lo pasado es como si a una noria se la diera vueltas al revés, que jamás se sacaría agua. Dejemos las cosas como están, y válgame de escarmiento mi ligereza pasada... y conste, que por la primera y última vez de mi vida, voy a ocuparme de obras ajenas. Harto se me alcanza lo difícil que es que salga adelante con las mías, para ir a meterme en el mercado de los demás. Quédese esto para los del oficio, que tengo por seguro que nacen con predisposición de críticos, toda vez que no dan de sí, por regla general, fruto ninguno, sino el susodicho de la crítica. Y aún hay más; cuando pretenden implantarse en los viveros de la poesía, de la novela, de la política o de la ciencia, suelen producir sendas y orondas calabazas, tan monstruosas de forma como insípidas de fondo, con lo cual prueban palmariamente, que ellos son plantones que no admiten cruzamientos ni injerto de ninguna clase, y que tienen que vivir y morir siendo críticos, y no otra cosa, como las avispas viven y mueren avispas, sin trasformarse nunca en abejas, a pesar de su parecido con ellas.
Vea usted, pues, a una de las últimas, muy afanosa en fabricar panales y mieles (aunque mal hechos y amargos) metida de rondón en el fondo de un avispero, ajustándose, con gran trabajo, sobre sus humildes vestimentas la máscara armada del venenoso y punzante aguijón, tan refractario a sus costumbres mansas y trabajadoras. Y vamos a principiar el asunto, copiando el último párrafo de la carta segunda de su colección histórica, en la cual habla del pasado en estos términos:
«Si todas estas perfidias, si todas estas mezquindades pueden hacer el elogio de una edad, señor mío, que venga Dios y lo vea. Por mi parte, saludo con entusiasmo el desplome del castillo almenado, del puente levadizo, de la ciudad murada, de la iglesia oficial, de la monarquía absoluta y de la nobleza inmune, Y me solazo con el entronamiento de todas las clases en la esfera del gobierno, de todos los cultos en el precepto constitucional, de todos los hombres en la gran confluencia del derecho común.
»No, señor abad; yo no puedo seguiros, pero puedo admitir vuestro concurso. La obra de mi tiempo no está acabada. Ayudadme a cantar el progreso y yo os ayudaré a pedir lo que aún falta por reformar. He aquí un protesto amoroso para una noble conciliación.»
¡Bravo corazón y brava inteligencia la del poeta moderno! ¡Y qué bien hubiera rematado el libro, si esta hubiera sido la última carta! Porque no hay que darle vueltas. Hombres como el susodicho poeta, es lo que están haciendo falta en esta bendita tierra ibérica. Cuando terminé de leer lo expresado, me dije: «¿si será este poeta el autor?» Batamos palmas entonces, porque el libre-pensamiento tiene un gran adalid, y la república española un buen defensor. Pero, ¡ay!, que cuando se remata de hojear La valija rota se encuentra en el pensamiento un deje de amargura y desconsuelo, pues no parece sino que toda aquella fantástica exposición de cuadros brillantemente adornados con primoroso estilo y gráficos períodos, sirven para envolver, como en anchurosa toga romana, la personalidad verdadera del autor de la obra, la cual se oculta, desaparece, fluctúa, como si queriendo quedarse al acecho de la ocasión, guardase un puesto prudente e indeterminado entre el sol y la sombra del palacio de la libertad... De aquí esa larga espiral de humoso y perturbador incienso, con que los órganos del retroceso y de la moderación han acogido su notable libro, amigo Sigura, Y de aquí también nuestro amargor y desconsuelo al terminar su lectura. El libro es un riquísimo muestrario de las preciosidades de una inteligencia vigorosa, de una imaginación fantástica y de un profundo conocimiento social: la última carta que lo cierra, es la cubierta del muestrario, donde se ve escrito: «Elíjase el género, la fábrica está dispuesta a servirlos todos, no tiene especialidad.»
No, amigo Sigura, no; más fe; más brío; más energía; más fortaleza. ¿Hay o no hay ideal? De no haberlo, su libro pierde el mayor mérito, el de promulgar la idea, misión ineludible de todo buen escritor. Si hay ideal, determínelo con exactitud; sin dudas ni vacilaciones; sígalo con fidelidad a través de vueltas, rodeos, encrucijadas y escollos. Bien hecho el sacudir la tralla sobre las insubordinadas masas sociales, altas y bajas; bien hecho el manejar la fina ironía y el delicado sarcasmo sobre las exageraciones de escuela, o los arrebatos de pasión concupiscente; pero por encima de los crujidos del látigo, se han de percibir los cantos del repúblico entusiasta, y del pensador de fe, que sólo se vale del castigo para separar de su triunfante paso los obstáculos del camino.
Si hubiera usted hecho un final a su libro lleno de seriedad, de alteza de miras y de seguridad de principios, el cintillo de piedras preciosas que desparrama en sus páginas, quedaría cerrado por una perla de valioso oriente. Mi enhorabuena si aquella desilusión y aquel positivismo de que hace alarde en su última carta, es solamente el postrer velo conque intenta cubrirse una personalidad dispuesta a ser mantenedora de la libertad y del progreso... Mi pésame si todo aquel cúmulo de dudas, de escepticismo y de desaliento, es la exposición verdadera de lo que guarda un alma indiferente.
No puedo serle más franca; esta es mi opinión sobre la obra. ¿Amontonaré adjetivos sobre las bellezas de la forma? ¿Para qué? Su libro está castiza y galanamente escrito; todo lo demás sobra decirlo.
Dispense si me extralimité en mi improvisado oficio, y cuente con que, buena o mala, verdadera o errónea, he dicho la verdad de lo que he pensado sobre La valija rota. Y aquí doy fin a mi trabajo, haciendo juramento de no volver a meterme en mi vida en tales honduras.
De usted atenta y segura servidora q. b. s. m.
Marzo de 1885
Las Dominicales del Libre Pensamiento, Madrid, 8-3-1885
Nota
(1) Como prueba de esta amistad puede servirnos el hecho de que él fuera una de las personas que asistió al banquete (⇑) que, en diciembre de 1884, nuestra protagonista ofreció en el café de Fornos a una comisión de los universitarios que se encontraban en huelga.
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)