Estamos en la corte de Enrique IV, al sur se contempla la cordillera Pirenaica, con sus altos puertos coronados de nieve, entre los cuales se alza, como orgulloso centinela avanzando hacia lo infinito, el Pico del Mediodía, aguja de roca granítica eternamente cubierta de blanco plumaje.
Al norte, y tomando siempre como punto de partida el hotel de Francia, gemelo del célebre Gassion, aunque no tan descaradamente costoso como él, en el cual llevan por una noche 30 francos; al norte de este establecimiento que domina un hermoso panorama se extiende la ciudad, limpia, uniforme y populosa, como lo son casi todas en Francia.
Pau es el nido de invierno de los hijos de Inglaterra, y a tal circunstancia debe la carestía de sus mercados, de su comercio y de sus hoteles, y su tristeza en la estación de verano; pero también a ella debe su riqueza, su prosperidad notoria y la fama de su situación y de su clima, siendo el punto de partida de todas las expediciones al Pirineo francés, y llamada, por la triste desidia de los españoles, a serlo también del Pirineo español.
Por más que todavía no se hace el viaje con todas las condiciones apetecidas por la generosidad de los viajeros, de economía, comodidad y prontitud, mucha gente marcha ya desde Pau a Panticosa huyendo temerosa del polvoriento camino de Huesca, de aquellos crujientes carruajes, y de aquellas malas posadas, con honores de fonda, donde hay de todo menos aquello que se pide.
Salgamos de Pau con el recuerdo del suntuoso castillo del monarca bearnés, sonriendo con las expresivas cortesías de aquellos caballeros de frac y corbata blanca, que no son otra cosa que criados del hotel, que no tienen reparo, a pesar del frac, en extender una mano para pedir una peseta, y, a dárselo, tal vez se contentarían con un perro grande, que a tanto alcanza la despreocupación de los ciudadanos franceses. Pasemos también aquellas cuentas interminables, donde se pone por una vela una peseta, solo por haberse encendido, y pasemos por otra porción de lindezas que bueno es decirlo y que lo sepan los que no las vieron, porque ya que todos sabemos lo malo de nuestra patria, es bueno que se conozca lo de la ajena.
Pasemos por todo, que bien se lo merecen los finos modales con que mansamente quitan el dinero, y salgamos en una hermosa diligencia para Larús, pueblo grande y pintoresco al lado del Pirineo, donde cambiando de carruaje, se sale para Aguas Calientes.
Tres modos hay de hacer el viaje a Panticosa, se entiende para los españoles que lo emprendan desde Francia; el primero es tomando el billete directo en combinación con las diligencias y mulos del Pirineo, cuyo billete se toma en las estaciones de ferrocarriles franceses, costando desde Hendaya hasta el establecimiento de Panticosa, en primera clase, cincuenta francos, o sean doscientos reales; este billete, garantizado por las empresas de ferrocarril, ofrece grandes ventajas de comodidad y prontitud, pero es necesario armarse de paciencia y perseverancia, pues como poco conocidos esta clase de billetes, los corresponsales de la empresa se resisten a cumplir sus compromisos, que les quitan el derecho de exigir a los viajeros lo que se les antoja; de aquí sus malos modos, su deseo de detener al pasajero alegando falta de caballos, carruaje, etc., etc., sobre todo en Gavás, último pueblo de Francia, donde el corresponsal de la empresa, un tal Bayllon, por más señas dueño de hotel, se defiende como un energúmeno de colocar al viajero en los baños de Panticosa sin cobrarle nada, sintiendo con desesperación que se escape de sus garras la rica presa y el botín codiciado; pero con energía y perseverancia, sin perder el billete, garantía de todos los derechos, se llega al establecimiento de Panticosa, sin otro gasto que el de las comidas y propinas. Si este medio de viaje se generalizara, sería el más ventajoso.
El segundo es tomar billete en la diligencia hasta Aguas Calientes, donde se toma un carruaje, cuyo precio, desde treinta a cuarenta francos, varía según las condiciones del viajero, pues nadie como los franceses conocen la materia explotable; en dicho coche se llega hasta el Brusset, sitio donde termina la carretera y donde se toman los mulos, si se ha tenido la precaución de avisar a Gavás, que está dos horas antes que el Brusset, pidiendo los necesarios; éstos cuestan hasta el pueblo de Panticosa catorce francos cada uno; y desde el pueblo al establecimiento se toma la diligencia, que son otros cuatro francos. Este viaje viene a costar de Pau, sin incluir las comidas ni propinas, de ochenta a cien francos.
La tercera manera de hacerlo es tomando un carruaje desde Pau al Brusset, haciendo noche en Gavás o en Aguas Calientes, este carruaje cuesta de setenta a noventa francos, según cómo se ajuste, y los mulos, que siempre hay que pedir con antelación, los mismos catorce francos anteriormente dichos, que, con los cuatro de la diligencia hasta el establecimiento, arrojan un total de ochenta y ocho a cien francos, que con la estancia en Gavás y demás gastos de viaje, suele ascender de veinticinco a treinta francos más.
Este viaje es el más costoso y no suele ser el más cómodo, porque a medida que el viajero representa más desahogada posición, mayor es el empeño en detenerle en hoteles, restaurants y casa-postas, de donde siempre sale el bolsillo lamentándose.
De todos modos el viaje no es muy molesto hasta el Brusset y desde allí tampoco lo es para el buen jinete, o ágil cazador, habituado a los caminos de sierra, y aun es un magnífico paseo para el que no le rinden las asperezas de los montes, encantado por las bellezas que contempla, siendo muy fatigoso para el enfermo o para aquellos que nunca se hallaron sobre los lomos de un alto mulo en las vertientes y pedrizas de los agrestes montes.
Para el que no se arredre con las dificultades expuestas, y solo ve las ventajas, la expedición es digna de emprenderse, y muchos la hacen por el solo placer de contemplar aquellos majestuosos desfiladeros, coronados de perpetuas nieves, mostrando en sus agrestes cañadas el paso destructor de inmensas avalanchas, que dejaron tronchados los seculares pinos, desencajados los partidos peñascos, y sin lechos los espumosos torrentes, que se despeñan desde altos taludes al fondo de inmedibles abismos.
Cuando después de este paso magnífico en el que a veces se dominan, como puntos de luz perdidos en océanos de nieblas, pueblos y valles de colosal extensión, y a veces altas montañas que se inclinan sobre el áspero cauce de un arroyuelo como gigantes murallones de colosal altura: cuando se llega a Panticosa con el ánimo impresionado por la contemplación de tan majestuosa grandeza, y se ve entre aquel cataclismo de rocas titánicas, un átomo de la sociedad humana que, cual brillante espuma de cenagoso lago, subió a recoger en cristalinos manantiales los gérmenes de la salud y la alegría perdidos, casi siempre con raras excepciones, por vicios de herencia o excesos de pasión, no puede menos el pensamiento de meditar en la banalidad del hombre, el cual cambia su vida, y la de los suyos, por algunas horas de falso placer, y no solamente busca ansioso su perdida calma, llevando hasta las mismas fuentes de la salud su existencia tumultuosa y agitada, sino que apenas salido de aquellos desfiladeros donde entró a recuperar sus fuerzas, se lanza como turbulento torrente al centro de los valles humanos, a derrochar los átomos regeneradores en las orgías del juego, del amor, de la política o de la vanidad, sin que a su alta inteligencia acuda la imagen de aquella naturaleza majestuosa y severa, donde halló vigoroso aliento, y que parece decirle con la elocuencia de su augusto silencio y de su inalterable reposo: «Naciste para gozarme, no para gozarte: tú mismo te matas al separarte de mí».
Pau, septiembre, 1881
El Liberal, Madrid, 31-10-1881
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)