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Una peseta

 

Pues señor... (y va de cuento). En el borde de una acera, no me acuerdo de qué calle, me encontré una peseta: ¡momento feliz! ¿Quién no es feliz al encontrarse algo aunque este algo sea una peseta! Que la cogí no hay para qué decirlo; soy española, y un español coge lo que encuentra, pero no todos los españoles piensan sobre lo que cogen, y aquí empieza mi cuento porque, desgraciadamente, yo pensé acaso más de lo necesario sobre aquella peseta. 

Vamos a ver como en buen castellano, y sin afrancesado estilo, logro explicar cuanto cruzó por mi pensadora mollera ante el lustroso círculo de una peseta.

Fragmento del artículo publicado en La Mesa Revuelta

Encerrado mi hallazgo entre los pliegues de mi bolsillo, llegó sin ningún contratiempo al modestísimo albergue donde vive mi persona, y fue cuidadosamente puesta en un sortijero de porcelana, mientras desprendía de mi cabeza esas marañas de seda que la moda llama velo.

Mis ojos, pertinaces, cuando están animados por alguna meditación, se obstinaban en acariciar con su mirada la brillante moneda, y tanto la miraron, que al fin consiguieron grabarla en los últimos pliegues de mi cerebro, que ante la nueva imagen que veía, desarrolló con toda su fuerza, la cualidad observadora y analítica, que, acaso, es la única que le caracteriza. Tales sucesos dieron al traste con mis costumbres de arreglo, y sin recoger ni  guantes ni abanico, ni esos mil objetos que componen el traje de la mujer, cogí la pluma y colocando la peseta delante de mi tintero empecé a ordenar, como pude, las impresiones recibidas ante la contemplación de una peseta, preguntándome en primer lugar para qué sirve, y terminando con la resolución de emplearla del mejor modo, atendiendo a las reflexiones expuestas en mi mal pergeñada relación.

Una peseta sirve... hago un paréntesis para exponer un pensamiento extraño a este relato y para seguir mi pícara costumbre de ponerlos, aunque no vengan a cuento: es el caso que yo que tengo muchísimo respeto a la clase proletaria, siempre que de clases hablo la coloco la última, pues me parece más fácil y usual que el potentado venga al fin y a la postre a pertenecer a tan benemérita clase, que no el pobre y honrado trabajador, ascienda, como por ensalmo, a los umbrales del templo de la riqueza, a no ser que se le muera un tío en Indias, o lleve en cualquiera de sus apellidos la prueba textual de alta aunque oculta jerarquía; pues bien, siguiendo esta costumbre, voy a probar para qué le sirve una peseta al que tiene muchos millones de ellas.

Después de recorrer uno por uno –se entiende con el pensamiento– todos los salones de un lujoso palacio, no encuentro, en ningún objeto "compuesto" el valor intrínseco de una peseta; pues desde el borlón de seda y oro que recoge la adamascada colgadura, hasta la sencilla fosforera de nácar, que muestra su purpúreo matiz en la elegante mesa de noche, veo representado el valor de más de una peseta.

Pero no me canso de buscar, porque no hay duda, una peseta es una unidad, y aunque sea en un palacio tiene que hallarse representado su valor; a fuerza de buscar, al fin lo encuentro: una peseta le sirve al millonario para gozar cinco minutos de placer, representados en las espirales de humo que suben desde la blanca ceniza de su veguero... No puede ser más «ténue» el servicio que presta una peseta en semejante caso; gasta cinco minutos de la vida del hombre transformándose al fin y al cabo en moléculas invisibles...

Miré a la peseta que seguía reclinada sobre el platillo de mi tintero e instintivamente le tuve compasión. ¡Valía tan poco!

Dejando a un lado mármoles, sederías y joyas, voló mi pensamiento a un cuarto de vecindad («decente»), habitado por un administrador de casa grande o por un empleado del Estado con sueldo de cinco mil pesetas; y siempre dando vueltas mi observador y curioso cerebro, empezó a buscar entre los objetos que le rodeaban, el valor de mi pesadilla en forma de peseta; pero aquí fue Troya.

En la tal habitación había más objetos de peseta que los que buenamente me había figurado; cada uno de los volúmenes de la biblioteca de instrucción y recreo que se hallaban en el despacho del señor, valía una peseta; el sujeta-papel del escritorio valía una peseta; la barrita de carmín con que colorea sus labios la primogénita de la casa valía una peseta, ¡hasta los pendientes de la cocinera, regalo del señorito, valían una peseta!...

Huyó de allí mi cabeza, mareada de su expedición, y al llegar a la portería se encontró al amo del cuarto, pagando una peseta a un cochero; el señor venía del Retiro (no era noche de concierto). ¡Horror! –me dije a mí misma– ¡cuántas pesetas «representadas materialmente» y en tan poco tiempo!

Efectivamente, una peseta para el que recoge cinco mil al lado le sirve para instruirse, para que no se le vuelen los papeles, para que el pedazo de su corazón encuentre novio, gracias a la «abundancia», de su cabellera; para que su servidumbre le sirva «con agrado» y finalmente para gozar un cuarto de hora de coche, después de haberse reído con los «Cuatro sacristanes» y haberse entusiasmado con las pantorrillas de las «tirolesas» ¿puede pedírsele más variación ni más utilidad a una peseta? ¿Qué más puede desear el hombre que vivir alternando decentemente con la «sociedad» y ver cubiertas todas sus «necesidades».

Alcé los ojos del papel y miré a la peseta; se me figuró que se reía de mí; por más señas diré que la peseta era de esas que tienen una España con unas florecitas en la mano. No había duda, o la peseta o el último rincón de mi pensamiento me decían algo que yo traduje así –habla la peseta– «No me gusta la variedad de objetos con que me dejaste representada en tu último párrafo; búscame colocación mejor; busca, busca...»

Héteme confusa y sin saber a dónde acudir, para satisfacer a la melindrosa peseta, cuando de pronto se me viene a las mientes la siguiente lista:

 

Pan, medio kilo ……….... 35 céntimos

Patatas, un kilo ……….... 25       "

Aceite, cuarto de litro …. 40       "       

        Total ………….......  1,00 peseta

 

O sea, una peseta, comida del pobre trabajador, que no cuenta más que con cuatro pesetas de jornal para comer, tener albergue y vestirse él, y su mujer y acaso algún chico.

Decididamente la peseta y yo (tal vez las dos) estábamos contentísimas de nuestro descubrimiento, porque, por un movimiento espontáneo de ella, se resbaló del tintero, al punto que mis dedos la aprisionaban, y sin perder más tiempo que el necesario para ceñirme el velo, me encaminé al cuarto de mi madre, a la que, quieras o no, hice vestir de prisa y corriendo, dirigiéndonos las dos a la calle, donde di la peseta al primer trabajador que hallé afanado en labrar el mármol de un palacio en construcción.

Pero... al dársela se me ocurrió el último pensamiento sobre una peseta, que deseo sirva de final a este artículo:

Para que una peseta sirva útilmente es necesario que ningún individuo ni colectividad la invierta en cosa alguna superflua mientras haya alguien que sólo disponga de una para comer.

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)