A la señorita doña Julia de Asensi
Querida Julia:
Voy a intentar, buscando las más recónditas figuras de mi soñadora imaginación, hacerte una pintura, bien se ligera, de lo que es una ramilletera en Venecia: paso por alto el estudio analítico de su posición moral en la sociedad, porque tengo la costumbre de no levantar nunca velo que, según general creencia, puede ocultar algo malo, pues parécele mejor a mi criterio el no descubrir faltas o iniquidades, que, bajo disculpa de sana y concienzuda moral, entregarlas a pública censura; dicho esto a modo de advertencia, paso a describir ese tipo original, poético, y pudiera llamarle delicioso, si ese adjetivo no me pareciese un tanto pedante y cómico para una pluma manejada por mano femenina.
Una ramilletera siempre o casi siempre llega a identificarse con las flores; parece que el perfume que la rodea es emanación suya; sus manos, acostumbradas a tratar los delicados pétalos de la azucena, del jazmín y del heliotropo, adquieren una delicadeza de modales que hace resaltar suavemente el conjunto rústico de la ramilletera, dándole toda la armonía del contraste; bella o poco favorecida por la naturaleza, la ramilletera siempre es graciosa; joven lo es siempre, y si no puede ser elegante, por lo menos es aseada; éste es el perfil confuso de la ramilletera conocida en casi todos los teatros y paseos de Europa; en Venecia, salva esta esfera de agrado y de simpatía para presentarse con todo el colorido de un verdadero carácter, de un bien delineado tipo. La ramilletera de Venecia no se parece a ninguna: lo primero que la rodea es la aureola de lo fantástico; solo en un sueño de fantasía puede concebirse que al abandonar el sombrío camarote de la góndola, aparezca a nuestros ojos una cesta de violetas, de geranios, de azahar y de pensamientos, que se reflejan como garzota de preciosas piedras en el tranquilo y azul espejo de las lagunas; las flores en Venecia, a más de flores, son la realidad de una ilusión; son como el suavísimo y delicado matiz que enaltece los cuadros de Murillo. Venecia sin flores sería una sirena sin joyas, una hermosa mujer sin sonrisas; he aquí lo que son las flores en Venecia; la ramilletera es el hada encantadora, dueña de tan riquísimo tesoro; alta, esbelta, vestida según el capricho de la moda, pero con gran tendencia a la elegancia, esta mujer, que indudablemente no ve su oficio sino como profesión, pone especial esmero en que su cabeza sea modelo de buen gusto en el peinado y adorno, y lo consigue con el gracioso sombrero de la Calabria o con el velo de tul apenas sujeto, luce siempre alguna flor natural, prendida con toda la coquetería que puede tener una mujer deseosa de agradar; su pequeño delantal negro o blanco, recogido por una punta a la cadera, es como cartel donde anuncia la modesta clase a que pertenece la ramilletera, contrastando admirablemente con el recogido mantelo o la plegada túnica, algunas veces de más valor que el que representa su capital de flores; con sus ojos azules o negros, pero siempre expresivos, esta mujer adivina más bien que conoce al extranjero amante de las flores, y con una sonrisa indefinible, mezcla de ruego, de mandato y de temor, le ofrece con galante ademán alguno de los pequeñísimos ramos que lleva en una cesta elegante y finamente labrada; si el afortunado a quien se digna hacer este obsequio le acepta, la debe inmediatamente satisfacer el importe del presente, importe que ella nunca pide ni tasa, pero que casi siempre excede en un mucho de su valor, porque la ramilletera no se equivoca nunca al hacerle, y muy pocas veces da con un caballero nada galante que o lo rechace o le ajuste; si acaso sucede lo primero, la ramilletera, con la misma inexplicable sonrisa con que lo ofrece, lo retira murmurando un grazie algo burlón, si bien poco claro, que deja un si es no es confuso a quien lo oye. Sin estación donde parar, y siempre sola, esta mujer, especial en su clase, pulula por las calles y plazas de Venecia, haciendo parada en algunos de los infinitos puentes que las unen y ajustan, acaso con la intención de que desde la silenciosa góndola pueda vérsela cuando al impulso del remo se aproxime esta ligera nave al arco del puente; recostada en la baranda con la cesta en el brazo, pocos pinceles y pocas plumas podrán pintarla o describirla con toda la mágica y atractiva poesía que la envuelve, pues no parece sino que envidiosas las hadas de las praderas del fantástico poder y de la hermosura que tienen las ninfas del Adriático en su palacio de mármol, mandan algunas de sus esclavas para demostrar a estas reinas que tienen ellas tan hermosos tesoros como el coral y las perlas, tesoros representados por el diáfano nardo o el purpúreo clavel entre el verde geranio que esmalta los canastillos de las ramilleteras
No sé si habré acertado a darte idea de lo que es una ramilletera en Venecia; de todos modos, te pido no juzgues mi pintura sino con la indulgencia de tu amistad.
Roma, setiembre 1875
La Mesa Revuelta, Madrid, 23-11-1875
Incluido en el volumen La siesta (1882)
Nota
En relación con la destinataria del texto y con las circunstancias en las que fue escrito, se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:
155. Querida Julia
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)