A Basilio Álvarez
En mi negociado antimonárquico, antidogmático, antirracional y anticabronil, se anota el estado patológico de una emperatriz enferma... por mirar DOLORES.
¡Ay, hermana mujer! ¿Enferma por MIRAR dolores cuando hay tal cantidad de mujeres que están sanas a pesar de sufrir dolores? Los tiempos son de eso, de DOLORES (así, con mayúscula y todo). En la sucesión de los días que han de llegar, según la trayectoria en que vamos, tenemos que enfermar todas por el dolor.
La humanidad anduvo a la pata coja durante veinte siglos. A pesar de esos virginales de la mujer pisando quebrantando la cabeza de la serpiente, y de la Virgen madre (ese galimatías que atravesó las edades arcaicas hasta cristalizar en la Isis-madre egipcia, la Venus-madre griega y la Purísima-madre católica); a pesar de todo ese marianismo simplista, envuelto en los talcos de la poesía y el sahumerio de la tradición, que ha venido extendiendo la paparrucha de que la mujer estaba ya redimida del poder brutal del hombre, toda esta civilización cristiana, heredera y calcada sobre el paganismo y funestamente injertada por las funestas vesanias de la Edad Media, anduvo por el camino del progreso con una sola pata, con la masculina, llevando del ronzal, con cabezón, serreta, acial, maneas y albarda (con baticola y pretal) a la otra pata humana, la femenina... Estos adminículos vienen bien a quienes apenas tienen alma, según la tradición.
Solo a la fuerza, como el que otorga no como el que reconoce, se dejó a la mujer tocar, a voluntad, dos pitos: el de la sexualidad, en sus más cochinos conceptos, y el de la vanidad, la vacuidad, la imbecilidad y la enfermedad en sus más espléndidas manifestaciones.
Y como la humanidad tiene dos patas –necesarias de toda necesidad para andar derecha, en línea recta y a paso sostenido– se cansó ya de dar vueltas, torcida, a saltos y con más golpetazos logrados que satisfacciones gozadas, y... se ha parado en firme para recibir el chaparrón de dolores que, mezclado en un solo alarido el sufrimiento de sus dos ingredientes (el masculino y el femenino), la ha de sacar del atolladero integrándola –limpia de brutalidades, sana de conceptos, equilibrada en derechos y deberes– a otra civilización menos enfangada e idiotizada que esta, en que tuvimos la desgracia de nacer y en la que hemos de morir teniendo la fortuna de ver el principio de su desmoronamiento... Mujeres con sus coronas, imperiales o reales, haciendo equilibrios sobre las coronillas, y otras mujeres, con sus piojosos pelos erizados sobre sus frentes (¡como aquellas hembras, envueltas en harapos, que fueron muertas por los máuseres en Málaga y fotografiadas en los periódicos de monos al lado de yates de regatas y suertes taurómacas!...). Unas mujeres por mirar dolores y otras por sufrir dolores, todas iremos allá, a la pila inmensa donde arden las basuras acumuladas en miles de años, para que se conglomeren, purifiquen y sean aprovechadas las pocas pepitas de oro que fue acumulando esta humanidad, peregrina desde las guaridas del ictiosauro y los cubiles del tigre a las cumbres del remoto porvenir, en el que la Tierra, hecha un paraíso por el esfuerzo racional de nuestros descendientes, llegará a ofrecer a todos, hombres y mujeres, los frutos esperados, ansiados y buscados: los cerebros llenos de luz –sin sombra– alumbradora de la voluntad de amor en todo el planeta.
No podemos, en verdad, amilanarnos aunque veamos a testas coronadas dando traspiés por la senda de las angustias. Llevan sobre ellas generaciones y generaciones de GLORIOSOS, de HARTOS, de PLACENTEROS, de POTENTADOS, de BIEN HALLADOS... Calentando el crisol de las depuraciones, su temperatura ha de tener igual intensidad para abrasar brocateles que estameñas. Y para ellos, para todos los que, teniendo ojos no vieron y teniendo oídos no oyeron; para todos los que, dueños de la fuerza, no supieron o no quisieron atajar en sus reinos la corriente de las iniquidades y ensamblaron sus tronos con ayes de víctimas e imprecaciones de aplastados; para los que engastaron en las orfebrerías de sus cetros o diademas la miseria, la ignorancia, la brutalidad y el idiotismo de sus pueblos, para esos, si caen en la caldera, no se puede pedir otra cosa sino que crucen valientemente las manos y procuren pasar pronto el mal rato, seguros de que al otro lado de la quema les espera con la paz la recapacitación de lo que no supieron recapacitar en vida; y ¡quién sabe si les parecerá entonces poco el dolor de unos minutos para recoger el que sembraron en largos días, y elijan ellos mismos un retorno bajo el sayal de astroso mendigo que se rasque la sarna con una teja y se le figure pavo trufado la bazofia de un asilo regido por hermanitas de los pobres!... Y será difícil que elijan expiación, fuera de las mortificaciones naturales, porque las castas de reyes, las castas pontificales y las castas militares suelen poner sus afanes más en la gamella que en las quisicosas del alma.
Al otro lado del umbral... ¡cualquiera sabe lo que pasa! Mas, cuanto mejor se quede equilibrado el debe y el haber en este mundo, menos nos habrá de importar lo que pase en el otro.
¡Conque a sufrir toca, mujeres coronadas o descoronadas! Con sangre y con lágrimas se está lavando la especie humana las cascarrias de la brutalidad; está del todo mal que cuantos debieron haber sido en todo tiempo estropajos limpios, en vez de propagadores de infección, empiecen ya a esponjarse con el baldeo.
Mucho más saldría de este negociado mío si me convenciera de que sirvo para algo, de lo cual estoy cada vez menos convencida...
Rosario de Acuña y Villanueva
De El Parlamentario, Madrid, sin fecha. Archivo Amaro del Rosal, Fundación Pablo Iglesias.
Nota. En relación con esta carta se recomienda la lectura del siguiente comentario:
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)