Señor don Luis Bonafoux (1)
Estimado amigo:
Hasta ayer no he leído su «Crónica» de Vida Nueva, la cual me sorprendió mucho, pues mi carta no fue a usted con ánimo de que la publicara, mas Bonafoux lo ha creído conveniente y bien hecho está. No le escribo ésta con la intención de que corra la suerte de la otra, –¡Dios me libre de creer que le importa al público español lo que pueda pasarme!– pero como quiera que he visto en los párrafos que me dedica un espíritu tan noblemente henchido de justicia, voy a dejar correr la pluma para que estas páginas las guarde como "notas" a las Memorias de mi vida que dejo escritas, pero que no sé si se publicarán, pues en mi solitaria existencia no tengo seguridad de hallar afecto incorruptible que me herede, y de seguro mis papeles serán escamoteados con verdadera fruición por la infinidad de enemigos que pululan enfrente de mí, que no de balde y con el consiguiente calvario, comete una mujer en España el doble crimen de pensar por su cuenta y en alta voz. Guarde, pues, estas misivas que acaso le sirvan de algo, y en todo extremo le probarán la estimación, el respeto y la noble simpatía que me merece.
¡Los republicanos!... ¡Ay, amigo Bonafoux! si usted supiera que a pesar de las excomuniones que echaron sobre mí; que a pesar de los conatos de encarcelamientos intentados en mi persona; que a pesar del tejido monstruoso de calumnia que el mundo negro, desde canónigo hasta Luis faldero de beato de aldea, enredan alrededor de mi hogar (dondequiera que lo planto); que a pesar de todas cuantas vejaciones e infamias, grandes y chicas, en conjunto y en detalle, le debo al clericalismo, no me hicieron sus legiones de brutos el daño que me causaron los republicanos... ¡Y se extraña usted de que no quisieran almorzar conmigo los correctos, serios y sabios a quienes invitó el señor Toca! ¡Bah!, ¡eso es pequeña cosa! Escuche... escuche.
Se estrenó en Madrid mi drama El padre Juan, obra literaria, de opinión radical, pero una de tantas como pueden escribirse sin que se hunda el firmamento por ello, y antes bien, siendo una base o motivo para agrupar en favor del ideal a los que se precian de demócratas. Para representarla me gasté mi fortuna, muy escasa, porque como yo ni siquiera gobernador de provincia de tercera clase, no pude amontonar más que algunos cuartitos. Con aquellos cuantos miles de reales, me gasté buen golpe de salud y de vida, trabajando en ensayar la obra, en hacer con mis propias manos el vestuario y en luchar con los hombres y las mujeres encargados de sacarla a las tablas. Con uno de sus desplantes arbitrarios de los gobiernos de España, atropellando toda ley y todo derecho, prohibieron la representación del drama los conservadores y... aquí entra lo bueno. Cuando de tal modo hallé en mí vejada la justicia, pisoteada la ley, y escarnecida la razón, no se me ocurrió otra cosa que acudir a lo que, a mi juicio, era lo más alto, lo más grande, lo más sabio de mi patria, y el nombre de Salmerón, entonces diputado, se vino a mis labios. Acompañada de un antiguo amigo de mi padre me presenté en casa de la lumbrera, con esa fe candorosa que todos los humildes tenemos hacia los que brillan muy alto por encima de nuestras cabezas. Llevando el alma llena de avidez de justicia, iba a suplicarle, bien una interpelación en la Cámara, bien una denuncia judicial, bien lo que él considerase más digno y sabio en vista de la iniquidad de que era víctima. El viejo amigo que me acompañaba iba, como yo, temblando y a la vez gozoso de encontrarse cara a cara con aquel señor, de cuyo cerebro se decía que ya había logrado el privilegio ultrahumano de hallar a Dios. En cuanto a mí, ¡qué le he de decir!, todavía me acuerdo cómo subí la escalera de su vivienda, pensando cómo le hablaría de modo que me entendiera, porque... (y crea usted que no lo digo irónicamente) me parecía a mí que por muy bien que yo quisiera expresarme, entre mi lenguaje de inteligencia media, de vuelo bajo y profundidad escasa, y aquella enorme águila de la filosofía que me iba a escuchar, forzosamente tendría que haber un abismo... En fin... ¡Como era tan sabio no podía menos de ser muy bueno, y ya pondría él de su parte para entenderme, que yo, en hablando con el corazón, como mi asunto era justo ya había cumplido! Llamamos a su casa; abrieron; entregué mi tarjeta; nos hicieron esperar algún rato; nos entraron en una sala correctamente puesta a estilo burgués; y salió un señor... Yo no conocía a la lumbrera , pero no me pareció que lo era aquel que teníamos delante.
–El señor Salmerón –dije. –No se le puede ver, ¿qué quiere usted?, yo soy su secretario. (A todo esto de pie, sin invitarme a sentar). Expuse al secretario el motivo de mi presencia y lo que deseaba del señor Salmerón. –Está bien –me contestó–. Le haré presente lo que usted me ha dicho. ¿Se le ocurre algo más? –Que usted lo pasé bien –contesté, y salimos. Bajamos mudos y mirándonos mi amigo y yo, nos separamos en el portal sin hacer más que saludarnos, y yo me fui pensando... pensando...
El señor Pedregal a quien visité con recomendación, hizo una ligera interpelación en las Cortes sobre mi asunto, al cual se le dio carpetazo. El señor Salmerón no dijo nada, y yo seguí pensando: «¿Este señor es un sabio, es un demócrata, es un justo, es un filósofo?...» Como necesito muchas, muchas razones para encontrar justa la mía, todo se me volvía razonar su manera de recibirnos, con embajador; su manera de salir a la defensa de la iniquidad, con el silencio; y por más que busqué (durante mucho tiempo) disculpa a los hechos en los diferentes niveles que ocupa su inteligencia y la mía; en las diferentes posiciones sociales, la mía y la suya; y por más que arremetí contra mi amor propio, y contra mi dignidad, castigándolos por quisquilloso y presuntuosa, en resumidas cuentas siempre me salía en limpio que me había llevado un solemne chasco, al suponer que aquel señor era un demócrata, justo y sabio; y lo di por plenamente confirmado cuando, para honra mía, para vigor de mis ideas, para mi renovación de mi fe en la humanidad, tuve la dicha y el orgullo de haber sido recibida algunos años más tarde (¡excepción inolvidable!) por el noble, justo y sabio Pi y Margall, a quien, también temblando, fui a ver por un asunto judicial (2), y el cual, sin acordarse de que era el autor de Las nacionalidades, de Las luchas de nuestros días y de tantas otras obras de luminosa sabiduría que, para bien de la raza humana, deja a la posteridad, me recibió con esa dulcísima sencillez de todos los corazones honrados...
¡Ah, los republicanos...! Salvo esta excepción y la de algunos amigos, contados, del partido del señor Pi y Margall (aquí mismo me honro con el conocimiento de unos pocos), los demás parece que tuvieron a mengua estrechar mi mano...
Tenía yo una modesta casita en Pinto, pueblo cuyos habitantes son conocidos por esta frase: «–¿De dónde sois, brutos? –De Pinto, mi reina». Como siempre, vivía allí en completa soledad, pues padezco la misma enfermedad que usted, un deseo feroz, rabioso, de aislamiento. Mi casa era un baluarte sin puente levadizo, casi había que entrar por la ventana, tan pertrechada estaba contra toda visita. Como en todos los pueblos había allí su aristocracia (también bruta, ¡eh!), entre la cual brillaba una hembra que tenía el mote... (pongamos «la barbera»), hija de su padre y ahijada de un rico barbero de Madrid. Beata a macha martillo, casada en segundas nupcias con un ricacho, había hecho la tal hembra lo posible por meterse en mi fortaleza, y hasta en una ocasión tuvo la audacia de presentarse con el primer marido de visita, en mi casa, para tener el gusto de conocerme, por más que yo no la pasé de la antesala; furiosa con esto, se ocupaba de continuo en tejer y retejer cuantas infamias y calumnias puede inventar una hembra bruta, fea, beata y desairada... Así las cosas, llega una ocasión en que el señor Esquerdo va a Pinto para asuntos profesionales. Yo me entero y, a pesar de estar en la cama enferma de un ataque palúdico, que durante cinco años me tuvo entre vida y muerte, me levanto, aguantando el frío terrible de la calentura, preparo una modesta merienda, mando aviso a la música del pueblo para que venga a amenizar el obsequio con la Marsellesa, y –tambaleándome pero con el alma henchida de gozo al poder ofrecer en mi hogar un humilde brindis al ilustre repúblico– me voy a la estación a encontrar a Esquerdo, e invitarle para cuando acabase su asunto, a que fuera a honrar mi casa con su presencia, demostrándoles, como estaba a mi alcance el hacerlo, mi gratitud por la deferente amabilidad con que siempre fui recibida en su casa, cuando en mis paseos a caballo iba a Carabanchel... Llegué a la estación; allí estaba Esquerdo, con la barbera, su marido y otra pandilla de aristócrata del pueblo... Pareció no reconocerme, de tal manera menospreció, cortés y fríamente, el agasajo que le ofrecía, y hasta rehuyó mi mano cuando me despedía para regresar a mi casa... Y allí se quedó con toda aquella gente, el buen republicano, el hombre sabio, a quien sin duda le bastó para olvidar toda estimación y ponerse hostil con la correligionaria y amiga, que la chusma aristocrática de Pinto pusiera el marchamo de su rencor sobre mi personalidad, suponiéndome ya mercancía contumaz...
¡Ah, los republicanos...! Viajaba a caballo por la bella provincia de Orense (he pasado muchos años recorriendo así media España; la conozco bien), llevaba cartas de recomendación para personalidades republicanas de Barco de Valdeorras, y allí llegué, siendo detenida por la justicia, que había recibido delaciones de un canónigo, suponiéndome conspiradora. Me acompañaba un anciano criado, y no llevábamos más bagajes que el que cargaban nuestros dos caballos. Al verme entre la Guardia Civil, suponiéndome víctima de alguna infamia clerical, mandé a mi criado con las cartas para los republicanos, diciéndole les explicase mi situación y vieran lo que podían hacer por mí. A pesar de ser las ocho de la noche, no se encontraban en casa, y alguno que estaba (ni siquiera me acuerdo de sus nombres) devolvió la carta sin abrir, al saber de lo que se trataba. Pero, ¡ah!, cuando el juzgado se convenció de su error y, pidiéndome mil perdones, declaró que no tenía nada que hacer conmigo y que estaba en perfecto derecho de viajar por donde quisiera y de la manera que me acomodase, entonces todos aparecieron y hasta intentaron darme (o creo que me la dieron) una serenata...
¡Los republicanos! ¿Quiere que siga? ¡Para qué! Si se salvan mis papeles ya podrá ver lances y detalles curiosísimos respecto a ellos, sabios e ignorantes, altos y bajos; de todos ellos, de los que se llaman demócratas... ¡Pobre gente! ¡Les tengo verdadera lástima! ¡Son tan chiquitos, tan ruincillos, tan poquita cosa! ¡Cómo van a volar ante el soplo brutal de los bárbaros que se nos echan encima! ¡Los veo por el aire con sus hopalandas de sabios de similor, con sus gorros frigios de papel de estraza embutidos en coronas regias, con su escudo rimbombante donde han pintado un sol en su cenit circundado por las palabras «Libertad, Igualdad, Fraternidad»... Pero es preciso, es fatal que sea así; no son ellos, son sus mujeres las que gobiernan sus almas, porque –¡Oh obcecación de las conciencias indeterminadas!– ellos, los que han venido a innovar las viejas ideas de la Iglesia sobre el destino femenino; los que han borrado de su credo las irritantes desigualdades de los sexos; los que han condenado enérgicamente aquel concilio en que solo por dos votos se salvó la mujer de la categoría de animal; todos esos señores, herederos (a beneficio de inventario) del 93, que consagró, guillotinando a las mujeres, sus derechos políticos; todos estos señores republicanos, y en esto sin excepción ninguna, a todos se les pone la carne de gallina al encontrarse con una mujer... Ellos no quieren más que hembras, ¡hembras! Ídolos de carne sobre los cuales colgar las presas, mal o bien ganadas pero que den brillo a su vanidad de fuertes, y ¡claro está! así colaboran a medias con la Iglesia... ¡Ah, si a todos se pudiera levantar la cabeza del meollo! ¡Cuanto horror bulle en sus sesos hacia las emancipadas de la tutela del macho! «¡Qué atrocidad! ¡Una mujer suelta!» (piensan los más). «Con voluntad, con carácter, con dignidad, con acción consciente y razonada, fría y segura... ¡quita!, ¡quita!, ¡que no entre aquí, en mi hogar; me puede corromper a mis hembras!; ¡pobrecitas!, ¡ellas que son tan mansas, que se contentan con un plumero para el gorro y unas sartas de abalorios para el pescuezo!... Esas son buenas para fuera de casa, pero ¿en el hogar?, ¡que horror! La mujer a sus trapos, a sus costura, a su iglesia, a sus hijos... Y así todos los que hacen le resultan Luises... y así está España de lucida con la brillante juventud que ostenta...
¡Pobres infelices eunucos de la inteligencia...! Les invito a ustedes dos solos si vuelven a España, a comer un trufado de gallina hecho por estas pecadoras manos que ha de pudrir la tierra (¡qué lástima!, ¿verdad?...) y a comerlo en la cocina de mi casa (si tengo casa todavía), donde se puede estar de frac, sin miedo a lamparones, a pesar de no haber más sirvienta que yo; y mientras rociamos el chantillí, hecho también por mí misma, con sidra espumosa –que es el mejor champagne para los bolsillos pobres–, seguiremos charlando de las mujeres españolas que tienen su cerebro al nivel del chimpancé y de cuyas entrañas –verdaderas máquinas inconscientes de engendrar– están surgiendo unas generaciones de imbéciles que irán arrastrando a la patria, de tumbo en tumbo, hacia las más negras catástrofes.
¡Confiemos en los bárbaros: estas turbas de aldeas, pueblos, ciudades y villas, que no saben leer, que no saben pensar, que no tienen más que dos sensaciones, la del hambre, que ya les aguijonea, y la del odio feroz hacia los placeres de los de arriba... Ellos, estos bárbaros, se desbordarán con sus fierezas y sus groserías cuando el destino marque la hora señalada, y entonces ¡allá iremos todos! – justos e injustos, sabios e ignorantes, útiles y perjudiciales–, ¡al gran río de sangre que lavará el planeta para sacarlo fecundo y vibrante ante los siglos del porvenir, donde no habrá ya aristocracias sino humanidad; donde el privilegio –bien sea el de la sabiduría, el de la fuerza, el del dinero, el de la tradición o el del sexo– quedará para siempre desterrado de entre los hombres!...
Ya seguiré otra vez; aún hay mucho que decir.
Les saluda cariñosa, su afectísima
Rosario de Acuña
Cueto, 6 de enero de 1900
Notas
(1) Luis Bonafoux, no dudó en publicar en el semanario esta carta personal que le había remitido su amiga Rosario de Acuña, y lo hizo titulándola «Los republicanos», con una explicación a pie de página: «Con este título publico la siguiente carta, porque es un documento que debe publicarse».
(2) La venta de mi casa, la cual no quería pagármela el comprador, un honrado concejal sagastino, que sin duda encontraba lícito estafar a una hereje. Los buenos y sabios oficios del señor Pi y Margall le obligaron a pagarla (nota de la autora).
(3) En relación con el contenido de esta carta, se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:
176. Republicana
142. La víbora de Asnieres
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)