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A José Bango

 

Sr. D. José Bango

Distinguido amigo:

Aunque sin conocerle personalmente, hace ya tiempo, desde que leí sus artículos en El Noroeste, que me une a su espíritu un afecto vivísimo y admirativo, y al concluir de estudiar su magnífica conferencia, dada en la Sociedad de Agricultores de Carreño y publicada en dicho periódico, por cierto, con una discontinuidad muy poco favorable a su honda transcendencia, no puedo menos de dirigirle la presente, congratulándome, con sana alegría y firme confianza, al encontrar en la forma y en el fondo de su generoso trabajo un manantial purísimo de cultura, de apostolado consciente, al fin no solo de engrandecer el concejo o la provincia, sino de regenerar España y encaminar a mayor perfeccionamiento a las criaturas humanas. Que a todos estos fines alcance el suave, honrado, elocuente y cultísimo predicamento de su obra.

Su labor es muy trascendente. Llena de un altruismo y de un tal desprendimiento de pasioncillas ruines que poca mente se necesita par no verla brillar, con luz sin mácula, como emitida de un espíritu sano, todo fe, todo amor, todo voluntad, para llevar a las mesnadas campesinas... –¡todavía mesnadas en nuestra patria, cuando no del cacique político o capitalista, del aventurero sin conciencia y, lo que es más triste, mesnada de sus propios vicios y brutalidades!–, para llevar nuestras mesnadas campesinas, repito, a las limpias atmósferas de la solidaridad, de la asociación, de la cooperación y, de lo que les es aún más preciso que todo eso, a la atmósfera de la santa moral que las supersticiones hicieron cristalizar, con sus concupiscencias, en egoísmos funestos de la santa moral, que debemos hacer que brille luminosamente cuantos tuvimos la dicha de ponerla cual norte del camino de nuestra vida, de la santa moral, sin aditamentos ni distingos de castas, sexos, razas y naciones, condensada en la breve frase de «amaos los unos a los otros», axioma que, en las lejanías de la prehistoria, cuando los continentes hoy sumergidos sostenían a los progenitores de nuestra especie racional, ya debió brillar, como sol de nuestros futuros destinos, marcando la segura ruta de nuestra perfectibilidad moral, olvidada, cuando no escarnecida, en nuestros campos, que son el remanso de todo cuanto brota en las cumbres, casi siempre envenenadas por siglos de egoísmos que hicieron olvidar a las castas su misión de renunciamiento, su fin redentorista, y a los códigos sociales su esencial virtualismo de fraternidad, siendo rémora de todo ideal abnegado y antítesis de equidad y compensación.

¡Qué esfuerzo representa ese trabajo suyo de aunar, condensar hacia un fin de engrandecimiento colectivo e individual, al mísero pueblo labriego! La colectividad que no persigue el afianzamiento de la individualidad como factor fundamental de la comunidad humana es un colectivismo de mecánica de guiñol, falto de la realidad de la naturaleza que hizo al hombre un cosmos en miniatura –microcrosmos–, un todo pleno que se ha de tomar como parte solo para integrarlo más en el todo universal.

Fragmento de «La redención agraria» (1918)

Mis sentimientos femeninos, en los que siempre hubo, como no puede menos de suceder –porque ni soy anormal, ni monstruo– una delicadísima sensibilidad maternal, clave segura para las justipreciaciones exactas, sufrieron, en muchas ocasiones, choques conmovedores de ternura infinita hacia los pobres hijos de los campos, hacia los labriegos, hacia los sujetos a la tierra con la misma asiduidad o inconsciencia con que lo están las yuntas que aran.

Allá, en los campos andaluces, cuando en las haciendas agrícolas que poseía mi familia paterna me llevaban de pequeña a ver labrar olivares, viñas y rastrojos, cuando salía en compañía de mis abuelos y tíos-abuelos, no tocados aún de la lepra del absentismo, sino, muy al contrario, vistiendo la zamarra y los zajones ricamente bordados, montando en potros briosos de la misma selecta yeguada de la casa y acudiendo, todos los días, a presenciar y a dirigir las labores del cortijo, la molienda de la aceituna, el esquilo de las ovejas..., cuando, llevando al par de ellos montada en jaca mansa y apropiada a mis piernecillas de siete años, llegábamos allá, al tajo, y en el descanso del mediodía comíamos en albos manteles, extendidos por el aperador, los manjares escogidos, las golosinas de la riquísima repostería andaluza, y mis ojillos, indagadores siempre, veían, desde nuestro triclinium campestre, aquel ágape de los gañanes que, a cierta distancia nuestra, comían unos garbanzos, duros como balines, y unos cachos de tocino pasados a fuerza de cebolla cruda, guindilla feroz y pan bazo, casi negro, mientras en nuestra mesa daba alburas el pan, hecho de la flor de nuestros trigales... Entonces subíame a la garganta yo no sé qué dolor agudo que la cerraba algo a lo escogido y, levantándome con un movimiento incoercible, llenaba mi faldellín de panecillos blancos, longaniza suculenta, ancas de pollo, jamón endulzado, pestiños empapados en miel y tortas de almendra, y corriendo hacia el corro de gañanes vertía la mandilada en medio de los comensales aquellos, me sentaba entre ellos atracándome de pan bazo y aceitunas saldas, les decía: «Comed, comed de eso, pobrecitos, que vosotros sois los que aráis la tierra, mientras nosotros no hacemos más que mirar».

* * *

¡Ah! Desde entonces mi alma se espació en los campos, mi corazón sufrió por los campos y solo en los campos quisiera morir y que mis huesos se pudrieran al arrullo de los trigales mecidos por la brisa primaveral.

No en balde estoy distanciada, renegando a conciencia y para siempre de la raza de los Acuñas andaluces –no de mi padre que supo, altruista y feliz, al renunciar a las herencias de los suyos, recabar su dignidad de racional, y justo de toda la demás raza de los Acuñas que ha terminado en punta, dando policías honorarios en la corte de España a los familiares de la Inquisición modernas: gobernantes contemporáneos–.

Cuando dueña de mí huí, para siempre, de la vista de aquella gleba campesina de Andalucía, buscando más equidad, más libertad y, a la vez, más suave clima y más delicados paisajes en las costas cantábricas, y alcé mi pobre choza junto a este mar rugiente y magnífico que me trae los ecos de mundos más justos, más sabios, más libres, más aptos para la perfectibilidad humana; cuando aquí me instalé, con ánimo de no moverme más, busqué, lo primero de todo, un sitio desde el cual pudiera ver, aunque fuera a vista de pájaro, el laborar continuo, abnegado, regenerador de la tierra, cuyo seno de madre, manador eterno de todos los tesoros, de todas las felicidades, de toda vida y de toda grandeza, está esperando la hora sagrada en que que el hombre, capacitado por la cultura y por la moral, comience a sacar de sus vegas, valles, montes y llanos los raudales riquísimos que brinda a esta humanidad, que es su espíritu, su razón de ser, su energía suprema, a la vez que su hija, su cantora y su esclava...

Y no me es posible explicar la dicha, la paz, el regocijo de mi alma, que sobrenada con tranquilidad inalterable por encima de los torbellinos angustiosos que me acorralan; sí, no me es posible explicar la beatitud de mi espíritu cuando mis ojos, próximos a cerrarse par siempre, contemplan, en esta admirable ería del Piles, el laborar de estos labriegos, tan pacientes, tan sufridos, tan constantes en regar con su sudor inagotable este quiñón de tierra que yo, desde mi atalaya de El Cervigón, contemplo.

Y no me es posible explicar cómo se borra de mi memoria, al ver a estos labradores, todo el funesto estado mental y moral en que vegetan, innominados en la nomenclatura de seres de razón, apenas asomados a las exquisiteces de la fraternidad, casi todos envueltos, como crisálidas destinadas a no salir nunca de sus capullos, en marañas de astucias, malicias, desconfianzas, rutinas, en menudas y casi cómicas perversidades que los traen siempre entre rencillas, chismes, cuentos y vanidades pueriles como el vestir a sus hijas con modas señoritingas, perfumarlas con patchoulí y alterar sus estómagos con la pastelería industrial y los vinos químicos de las tiendas de la ciudad; amén de seguir creyendo en echadoras de cartas, brujas, curanderos, etcétera. Todo esto desaparece de mi recuerdo al verlos detrás de sus encaperuzados bueyes un día y otro haciendo, en esta riquísima ería, el cultivo intensivo, cogiendo, sembrando el alcacer, recolectando este y sembrando la remolacha, el maíz, la judía, la patata, la achicoria, haciendo dar a la tierra ¡tres! cosechas al año, para que luego sus amos –pues casi todos son colonos– pongan a una carta lo sacado a cien renteros, o dejen entre las patas de un caballo los tesoros de muchos años de trabajo y fatiga.

* * *

Sí, sí, la labor de usted, amigo Bango, es muy grande, es bendita; me atrevo a decir que es heroica, dado el terrible encostramiento de inferioridades en que se ha ido dejando al pueblo labriego, y su labor no es solo de elevación y depuración, es, además, labor de defensa.

La ralea alobada de todas las clases sociales está interesada en que el campesino ni vea, ni oiga, ni entienda.

En las mentes de todos que vivieron largos años a oscuras de la verdad, de la razón y del amor –no es amor la necesidad sexual y para los campesinos la palabra amor significa, en lo místico, la superstición y en lo humano, el apareamiento; del otro amor que, como polen del universo, fecunda la idea, enaltece la voluntad, afina el sentimiento, inspira la abnegación, impone la gratitud, santifica el sacrificio, depura la pasión y amplifica el alma, de ese amor no tienen siquiera atisbo...–, cuando apenas se ha salido de la ancestralidad, todo está dispuesto en el ser humano para el prendimiento de las raíces malas: el juego, el alcoholismo, el trato en los prostíbulos, la ferocidad acometedora, el odio a la sabiduría, el desprecio hacia la virtud –que es muy difícil de comprender en estado regresivo–. Todo eso lo ponen en juego los enemigos de la emancipación del pueblo labrador...

Sin aullar, siguiendo silenciosamente, como hacen los lobos en las noches invernales cuando siguen la ruta de una víctima, saliéndoles al paso, cruzando por delante del camino que usted, y otros como usted, quieren hacerles comprender, tuercen las voluntades labriegas hacia la disgregación, hacia la crítica de los que se oponen a sus vicios y costumbres impuras, consiguiendo alzar un muro delante de esa santa moral a que me he referido y que es uno de los más altos puntos que trata en su conferencia admirable.

Y todo este heroísmo hay que desenvolverlo no en un instante ni en una sola dirección, sino en mucho tiempo y en múltiples orientaciones, hasta levantar al pueblo campesino a intelectualidades y sentimentalidades en armonioso consorcio con la misión de labrar la tierra que a todos nosotros nos ha de dar, no solo el sustento del cuerpo, sino el pan del alma, la sagrada paz de la sencillez, de la bondad, de la alegría, de la dicha cotidiana y perfecta, a la que tiene derecho la criatura humana como la ensoñamos cuando nuestro espíritu, libertado de específicas supersticiones, vislumbra, con alas del amor, el futuro paraíso.

Reciba mis plácemes entusiastas, mi enhorabuena surgiente del corazón, cuyos más hondos latidos fueron siempre para los que, viviendo en el seno de la naturaleza, alejados de los repugnantes amontonamientos ciudadanos, hicieron de su vida un sacerdocio racional, creyendo que la sociedad no es ni un conjunto de chismorreo insustancial, ni un pugilato de ambiciones o vicios, sino una cooperación amorosa e inteligente para hacer más feliz nuestro paso por la Tierra.

¡Dichosos los que viven y mueren abrazados a los evangelios de la agricultura, que hacen posible algunas horas de felicidad en el largo sucederse de dolores que forman nuestra existencia!

¡Ánimo y confianza! La ruta que ha emprendido es la que positivamente lleva al engrandecimiento patrio, a la depuración de todo el cascajo, enroñado y mortífero, que nos envuelve como escoria de la Edad Media y, aun cuando los resultados que logre no alcancen, ni con mucho, a las esperanzas entusiastas de su generosa y amorosa voluntad, no dude jamás de que nada se pierde en la tierra y, si no aquí, en otra parte surgirá la planta fructificadora de la semilla que hoy está sembrando.

Lo saluda con el mayor afecto su amiga

Rosario de Acuña y Villanueva

Gijón, junio de 1918

 

Notas

1. La carta fue incluida, a modo de introducción, en el folleto que recoge el texto de una conferencia que su destinatario pronunció semanas después:  La redención agraria. Conferencia pronunciada el día 19 de mayo de 1918 en la Asociación de Agricultores de Carreño por su presidente don José Bango León (diputado provincial), Candás, Ed. Asociación de Agricultores de Carreño, 1918, pp. 3-9.

2. Arturo Muñiz Fernández es un bibliófilo gijonés que cuenta entre sus libros con varias obras de Rosario de Acuña, tanto de las que fueron publicadas en vida (Rienzi el tribuno, Tiempo perdido, Ecos del alma...) como de las que aparecieron tras su muerte (El secreto de la abuela Justa, El país del sol...). Creo que este es el lugar apropiado para agradecerle que me haya facilitado, por mediación de Luis Miguel Piñera, una copia de La redención agraria, folleto en el que se incluye la presente carta.

3. En relación con el contenido de la presente carta, se recomienda la lectura del siguiente comentario:

 

Vincent van Gogh, Dos campesinas cavando patatas, 1885, (Museo Kröller-Müller) 292. La redención del campesinado
Aunque se alegre de los logros cosechados por algunas sociedades de agricultores, no parece tener claro que la redención del campesinado se pueda conseguir tan solo con mejoras y reformas...

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)