Una mesnada de jóvenes valientes, muy jóvenes, andaba de acá para allá componiendo desafueros de impaciencias... Parecían ser jóvenes, parecían ser fuertes, resultaban profundamente simpáticos, hondamente estimables. ¿Traerán algo? ¿Podremos decir a las jóvenes patricias que empiecen a tejer coronas de mirto y laurel?... Allá veremos.
(Del artículo «Ráfagas de huracán», que publicará El Motín el jueves próximo.)
Mis jóvenes amigos:
Me dirijo a todos los jóvenes que estabais bullendo como espuma de licor generoso en el redondel y tendidos de la plaza de toros la mañana del 27 de mayo de 1917. ¿Os llamáis socialistas, radicales, republicanos, reformistas?... Bien está, yo os llamo jóvenes, para mí no fuisteis, durante aquella memorable jornada, más que jóvenes y todos bárbaramente jóvenes. ¡Bárbaros!... No imaginéis que esta palabra es para mí sinónima solo de las huestes de Atila, aquellas huestes predestinadas, por la ley inexorable de las compensaciones, a hundir en el dolor y la muerte las tiranías, las crapulosidades, las degeneraciones del imperio romano. Claro que hay que ser bárbaros en un momento dado, como aquel huracán de fierezas que pulverizó el poder de los césares, la brutalidad y abulia del pueblo, y la pedantería e inutilidad de los pseudosabios. Bien está que, circunstancialmente, seáis como los que en vuestro semanario Los Bárbaros aparecen galopando entre las letras del título... Mas hay que ser bárbaros en otros órdenes y fines de la vida, pues no hay que olvidarse de que aquellos bárbaros invasores de uno de los imperios más poderosos del mundo trajeron sobre Europa, con sus pasiones salvajes y homicidas, el horrendo periodo de la Edad Media, en el cual todas las grandezas de las dos cumbres de la historia europea –Grecia y Roma– se sumieron en una oscura noche de retrocesos, quietudes y sufrimientos. ¡Noche horrenda que no bastan a purificar ni las esbelteces y afiligranamientos de las artes góticas, ni las exquisiteces espirituales del misticismo cristiano! Noche de la cual salió la humanidad en los siglos del Renacimiento, porque el fermento de la gloriosa civilización grecorromana, reposada y purificada de todos los sibaritismos y sensualidades en que se había enfangado, bañada en las aguas del Leteo, surgió a la vida de la historia con las purezas del luteranismo y la brillantez de la racionalidad.
Hay que tomar el apodo de los hunos y de los vándalos en momentos circunstanciales; después, la palabra «bárbaro», adjetivo calificador ahora de la crueldad, ignorancia y salvajismo, hay que emplearla como superlativo de expresión magníficamente ampliadora de otros adjetivos más esencialmente éticos, a los que tiene que prestar, con su vocalización rotunda, hiriente y penetrante, todo género de grandezas. ¡Sí!... Hay que ser bárbaramente justos, bárbaramente sinceros, bárbaramente firmes, incansables, liberales, generosos..., bárbaramente jóvenes, con todos los atributos de la juventud racional y sana, que es la ola que la humanidad impulsa en el camino de los siglos, para que le abra paso, limpiándola de abrojos y negruras...
Así os saludo a todos desde el semanario que unos pocos escribís con el título de Los Bárbaros, porque en vuestro corazón, en vuestra inteligencia y vuestra voluntad está la semilla de la vida esperando la hora de su floración aquí en España. Solo vosotros, jóvenes, bárbaramente decididos a salvar a la patria, podéis realizar obra tan gigantesca; solo vosotros tenéis la clave que ha de solucionar los terribles problemas de decadencias en que nos hundimos todos, y del cual nos vendrán a sacar, a puntapiés, las demás naciones del mundo si no nos levantamos a la mágica palabra de nuestras juventudes, ofreciéndoles cada lo mejor que tengamos, para que, con los dones de todos, se forje el escudo que vosotros solos podéis llevar a la pelea con probabilidades de triunfo.
Desde la proximidad de los umbrales de lo desconocido eterno, donde habremos de hallar, como hitos blancos o negros, las horas en que pensamos en nosotros o en los demás, os extiendo mis manos implorantes, temblorosas por cincuenta años de labor espiritual que de ellas fueron obreras mecánicas al manejar la pluma, traductora de mis pensamientos.
Como los viejos y las viejas druidas, inútiles ya para realizar todo sacrificio, que, al marchar la hueste juvenil al combate, se subían al carro sagrado, orlado de campanillas y hoces de oro, o desde allí reclamaban a sus descendientes que no se dejaran arrebatar la gloriosa herencia de sus antepasados custodiada por ellos y con lamentos o himnos les avisaban, en el fragor de la pelea, que un pasado de siglos reclamaba vivir en un porvenir de centurias, así os hablo yo. ¡Es la ancianidad doliente e inútil que os pide para el porvenir de vuestros hijos una patria mejor aún que la legada por nuestros padres!... ¡No olvidéis nunca que para ser mejores que ellos nacisteis y que la vejez ha de cerrar sus ojos, no con la mirada de la sombra, sino hacia la luz, puesto que es de noche el sufrir y la vejez es porque lo sufrió todo!... ¡Es la juventud, con su esplendor de esperanza, la que nos lleva a los que fuimos a seguir viviendo en los que serán, porque así quiere el destino ligar a los seres humanos en cadena inacabable de generaciones, de razas, de especies!...
No paralicéis la obra de los que la hicimos venerando el pasado, ansiando el porvenir, poniendo en ella todas las energías de nuestro ser haciendo desaparecer el presente como un punto inapreciable entre los dos grandes horizontes de la humanidad: ¡el de ayer y el de mañana! ¡La historia patria está abierta en blanco ante vosotros! Coged unos la pluma y otros la espada, abloquelaos en la ciencia o en el arte, templad la voluntad, que el corazón se dilate ante el soplo del ideal, el divino más allá al cual nos lleva la inquietud del deseo, principio vital de la colectividad y del individuo..., alzad muy alto, ¡muy alto!, vuestro ideal para que, si tenéis ambición, sea inmensa y traspase el afán de lo menudo, si tenéis fe, sea enorme y se remonte sobre lo conocido y, si tenéis voluntad, saber doblarla como los juncos ante el vendaval, para erguirla altiva sobre el desarraigado roble sin que se quiebre nunca. ¡Blanda y firme voluntad, capaz de llevar en sus hombros un mundo!
* * *
¡Os saludo, os aplaudo, espero de vosotros que vuestra noble y generosa obra arranque de nuestro viejo corazón patricio las últimas lágrimas de pesimismo, para evaporarlas en nuestro postrer saludo a la libertad!
Espero también de vosotros que sepáis sacar a nuestras juventudes femeninas de entre las garras negras y fétidas de la gran bestia triunfante del fanatismo y la superstición, para llevarlas varonilmente al templo de la justicia, al tabernáculo del racionalismo donde saldréis con las coronas de laurel ceñidas en vuestras frentes, tejidas por las manos de vuestras compañeras, que sabrán colmar de gloria a las almas que las saquen de los modernos gineceos, donde la estultez de los machos indomesticados las tiene arrojadas, sin otros caminos hacia la felicidad que el señalado por las religiones positivas o el lleno de abrojos de las sensualidades.
Que todos vosotros lleguéis un día a tener la esperanza de que vuestra obra sea continuada por vuestros descendientes, así tendréis más paz en vuestras últimas horas que la escasa paz en que termina las suyas vuestra amiga,
Rosario de Acuña y Villanueva
Gijón, 3 de junio de 1917
Los Bárbaros, Madrid,
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)