[Ángel Martínez]
Gijón, 25 de agosto de 1915
Sr. D. Ángel Martínez, presidente de la Agrupación Socialista Gijonesa
Muy señor mío:
He recibido su atenta comunicación, que guardaré muy cariñosamente; y aprovecho el acusarles su recibo para hacerles saber que la corona que les mandé como ofrenda a la buenísima memoria que conservo de Varela fue tejida por mis propias manos, que también hicieron primero el dibujo y la armadura y, por último, el cartel con la dedicatoria. Compradas las flores a los aldeanos de Somió, que con la venta de ellas se ayudan a su penosa vida de colonos esquilmados, estuve trabajando en esa pobre ofrenda, sin casi comer ni dormir, durante veinticuatro horas y muy gozosa de poder dedicar a la memoria del noble muerto no un objeto adquirido por un puñado de plata, sino el producto de largas horas de esfuerzos y de atención.
Quiero que todos ustedes sepan esto, porque en medio de las tribulaciones que cayeron sobre mi hogar, transformándolo en monte Olivete, áspero y sin término, no ha tenido mi dolorido espíritu pereza para emplearse en esa labor, pareciéndome así hacía más cariñoso el recuerdo y su realización más digna de los ideales que persiguen.
No soy socialista en el sentido dogmático y científico de la palabra, pero mi corazón y conciencia han sabido sobreponerse a las preocupaciones de raza y a los convencionalismos de las costumbres y han saltado sobre los preceptos en que me eduqué. Al mirar en la tierra las cumbres radiosas, llenas de vanidosos, repletas de inútiles, aplastadas por el peso de idiotismos, concupiscencias y degeneraciones, y los hondos valles de dolor y llanto henchidos de muchedumbres baladoras, con menos felicidades y derechos que el rebaño de errante pastor, tembló en mi inteligencia la honda indignación de todas las injusticias y no hay, desde entonces, ni un solo latido de mi alma que no pida al destino la hora solemne en que a la cumbre suban los miserables y bajen a las honduras los ensoberbecidos.
Con ustedes, con todos ustedes, con los que trabajan y sufren, con los que claman y padecen, con los que vegetan y luchan, con todos los que quieren (llámense como se llamen) que las tremendas iniquidades sociales cesen y se entronice en la vida, si no una igualdad de rodillo nivelador, cosa incompatible con las leyes de la naturaleza, una equidad compensadora de bienes y de males que los reparta con el divino axioma de «a cada uno según sus obras»... Con todos ustedes está mi pensamiento, mi voluntad, mi acción... ¡lo débil e insignificante que mi acción puede dar de sí!
Solo ustedes, los desheredados de todos los bienes materiales y morales de la existencia, llevan en sus espíritus la energía de la especie; solo con ustedes triunfará la vida en su marcha ascensional hacia la mayor perfección; solo entre ustedes podrá cimentarse la nueva era de razón y virtud que extenderá sobre las masas humanas la temperatura media de los racionalismos y de la sentimentalidad, hoy funestamente acaparados, no por los más merecedores de disfrutarlos, sino por los más impiadosos para conseguirlos.
Mi espíritu les sigue en su labor tremenda de hacer racionales y puras a las muchedumbres inconscientes de España, entontecidas por todas las supersticiones y las rutinas, por todas las miserias y vicios que el acarreo ha depositado desde los de arriba en los de abajo; mi espíritu les sigue ansiosamente en ese caminar angustioso sobre tantas ruinas de almas como conforman la entidad del pueblo español, cuyas venas, roídas por el alcohol y el hambre, no llevan al cerebro más energía que la precisa para que se arraiguen en él las míseras disconformidades o, lo que es peor, la estéril enseñanza del clero católico, soplando continuamente sobre las conciencias para darles una imprecisión, una mansedumbre, un rutinarismo que convierte a los españoles en piara tumultuaria, abúlica e ineducable...
Únanse, apriétense los que trabajan y sufren, y piensan, y esperan. Únanse en labor de redención y miren sobre todo a los campos: las minas ya son casi todas del nuevo vigor de la vida, en ellas repercutieron ya los ecos del clarín que anuncia la diana del nuevo día, mas los campos duermen... ¡duermen!, aferrados por las garras de Roma que recluta sus mesnadas de clérigos españoles, casi sin excepción, en las clases más incultas y más ancestrales, para luego lanzarlos sobre las aldeas y caseríos, y que hablen su lenguaje, similar al que los campesinos usan, y extiendan ante ellos el panorama de un paraíso, con todas las materialidades egoístas de la vida... ¡El paraíso del labriego!: el bien comer, el bien dormir, el bien holgar, el bien gozar con todos los sentidos... o ¡el arder en el fuego infernal de no seguir las enseñanzas (no el ejemplo) de los pastores...! Artes todas estas funestas, bajo las cuales los campos españoles yacen en un embrutecimiento, en un egoísmo, en una grosera materialidad, tan aterradora que apenas deja al alma la esperanza de remediarla.
Y, sin embargo, el campesino es el otro polo (uno es el minero) sobre el cual radica todo el andamiaje del trabajo humano; y en el campesino, además, están enquistadas con una pureza prístina todas las virtudes esenciales de la raza, sus maldades no son más que la malicias, llevadas al último extremo por una secular herencia de persecuciones y esquilmamientos; son maliciosos y desconfiados por haber sido siglos y siglos aplastados, acosados, ultrajados. Sus vicios (el alcohol y la lujuria) son la venganza de sus naturalezas agotadas de fatiga, de privaciones, de miserias, de sufrimientos; mas, ¡debajo!, debajo de todo esto, están sus almas puras, limpias, ingenuas como las de los niños sanos; debajo de todo esto, los campesinos tienen los hilos de su dinamismo prendidos fuertemente a la madre naturaleza, la siempre virgen, la siempre madre, la siempre motor de todos los efluvios vitales... Hace falta que ellos se den cuenta de lo que son, de lo que pueden, de lo que valen; es preciso que en los campos resuene la voz de apóstoles de buena fe, es preciso ir de cabaña en cabaña, de aldea en aldea, a reunir otro puñado de discípulos como aquellos que recogió Jesús de Nazaret en las orillas del Jordán: humildes, sencillos, impasibles al escarnio, sin deseos de groseros goces, con anhelos de supremas satisfacciones, que vayan esparciendo la buena nueva, que enteren a los suyos de que hay que acabar con las servidumbres, con las tiranías del vicio, con el dominio de los peores, con el hambre y el trabajo extenuador, y con el sibaritismo y la holganza escrapulosa. Hay que enterarlos de sus deberes de lucha, de fraternidad, de conciencia, de cooperación, de altruismo; hay que amasar de nuevo sus almas para que la levadura purísima que llevan en ellas fermente en hechos transcendentales para la felicidad de la especie; que se vean engarzados en el vivir de la vida de la humanidad, con iguales regalías que los próceres, que los sabios y que los santos; hay que hacerlos comprender las responsabilidades que tienen para el progreso humano, hasta en los actos más insignificantes de su vida labriega.
Es preciso que sustituyan su visión de amor de sensaciones por el ideal de amor espiritual; es preciso arrancarles de sus cerebros el misticismo materialista, cristalizado, de las anquilosadas religiones para sustituirlo con el misticismo de las delicadezas racionalistas que la sabiduría de los siglos han legado a las presentes generaciones... Que sus cuerpos no sean una prolongación de la azada ni un palitroque del yugo, ni un astillón de la podadera, encascarados por las suciedades del establo, del lagar o del estercolero, sino entidades maravillosas de fuerza y armonía, lustradas y limpias, para arrancar de la tierra, amorosa y bella, los tesoros que hacen vivir a la especie humana; es preciso que las almas de estos hombres admirables, tan precisos, tan dignos, tan merecedores de caminar los primeros en la caravana nacional no sean ciénaga donde se recoja el detritus de todas las imperfecciones de la sociedad, sino arroyuelo cristalino, límpido, puro, donde se retrate con rielar de oro, toda la belleza y grandiosidad de las hermosuras campestres...
Seguiría... seguiría así párrafos y párrafos, porque ¡cuánto hay que decir sobre el asunto!
Conquisten a los campos, redímanlos, racionalícenlos y, sobre el pórtico del porvenir, en donde ya se ven los destellos de una vida más grande, más honda, más intensa, más armoniosa, lucirá, espléndida, la esperanza de una vida más justa.
Siempre su amiga y siempre –aun en el aislamiento y la sombra– constante laborante del progreso racional, atenta compañera
Rosario de Acuña y Villanueva
La Aurora Social, Oviedo, 3-9-1915 (1)
El Socialista, Madrid, 6-9-1915 (2)
El Gladiador del Librepensamiento, Barcelona, 19-1-1918
Notas
(1) La carta, publicada bajo el título «Con motivo de una corona. Una carta de Rosario de Acuña», iba precedida de la siguiente entrada: «En contestación a la carta que por encargo del último congreso provincial de la Federación Socialista Asturiana le remitió el presidente del mismo y en la que se le expresaba la gratitud de dicho congreso por la corona dedicada a la memoria de Eduardo Varela en el día del homenaje que le rendimos los socialistas asturianos, la genial escritora Rosario de Acuña ha remitido otra muy vibrante y profundamente emotiva, en la cual campean pensamientos de alta idealidad y sentimientos purísimos, vertidos unos y otros en una forma que acusa por su belleza el temperamento literario de la insigne autora de El padre Juan. Debidamente autorizados, honramos hoy las primeras columnas de este semanario con esta carta, que dice así»
(2) Recoge varios párrafos del original tras el siguiente texto introductorio: «La insigne escritora montañesa Rosario de Acuña, una de las mujeres de cerebro macho que en España son ejemplo de fuerza y de corazón varoniles para cientos de miles de hombres, ha enviado a La Aurora Social una hermosísima carta, de la que entresacamos este fragmento, dedicado a los obreros campesinos, y que leerán con fruición nuestros amigos todos»
(3) Se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)