A Fernando Lozano, director de Las Dominicales
Apreciable amigo:
Mande usted al Congreso de Ginebra mi adhesión firme y entusiasta. Que se una mi voluntad a la de todos cuantos concurren a esa Asamblea racionalista, porque es preciso que nos recontemos, sin desmayos ni cobardías, en estas horas de crisis suprema para la racionalidad de la especie.
De todos los rincones del mundo surge el pasado, empujando corrientes atávicas sobre la erguida vanguardia de los pensadores humanos; y todos los instintos de fiera, escondidos en las sinuosidades del alma, se aprestan a salir a la superficie evocados por la serie de errores y supersticiones religiosas que la infancia de nuestra especie trazó en la historia del mundo.
Es preciso que nosotros, los menos, los más agobiados por el peso de todas las maledicencias y todos los martirios que nos imponen las mayorías limítrofes de la animalidad, empuñemos, decididamente, la enseña salvadora de la razón y de la justicia, bajo cuyos pliegues nuestros futuros descendientes podrán gozar la venturosa paz de las conciencias. Es preciso que, unidos en haz de entusiasmos y energías, presentemos a la avalancha de sombríos horrores que se nos viene encima, la diafanidad de nuestro pensamiento, sonriente de fe y esperanza en el porvenir glorioso de la razón humana.
Mandemos desde España el grito de angustia que se escucha en todos los hogares cultos al verse rodeados del monstruo del clericalismo que, en ola negra y devorante, avanza llevando en sus garras la tea de la discordia, pronta a encender la hoguera inquisitorial para nuestro cuerpos, como tiene encendida hace lustros la quemante lumbre de la injuria y la calumnia para nuestras almas. Pidamos a ese Congreso solidaridad y amparo para esta pobre patria nuestra, feudo de Roma, que la desangra de su oro y de su dignidad al arrancarle onerosos tributos y al negarle el derecho de pensar libremente sin arrostrar la deshonra y la miseria.
Digamos allí, en ese Congreso, que aquí, en este rincón de Europa, es donde el soplo atávico ruge con más potencia destructora, pues no hay ciudad, ni villa, ni aldea donde no surja el energúmeno de la intolerancia, del fanatismo y de la soberbia, empujando por la sugestión de todas las rutinas, la masa indocta y egoísta haciendo todos los desmanes y las violencias del odio fratricida. pidamos en ese Congreso la atención de Europa hacia este presente nuestro, que acaso sea el eslabón más irrompible de esa cadena de errores y mentiras que la civilización viene rompiendo a través de los siglos. Digamos, todos los que a este congreso vamos, que, a pesar de estar consignados en nuestras leyes cuantos derechos de libertad pueden servir de apoyo a las actividades de un pueblo civilizado, la existencia de los hogares españoles, emancipados de los dogmas, es una serie no interrumpida de horrendos sinsabores que hacen imposible toda acción fecunda, toda labor provechosa.
Demostremos sinceramente que de tal manera el miasma de la inmoralidad jesuítica circunda y avasalla a quien no se rinde a la villana hipocresía y al torpe disimulo, que no hay manera alguna de que, ni el individuo ni la familia, consciente de sus creencias y de su razón, vivan honradamente la vida social, y sólo aislándose como fieras o salvajes, sólo huyendo de todo contacto humano, las huestes de Roma hacen la merced de dejarlos vegetar en la miseria y la desestimación.
¡Esta, esta verdad positiva, tangible, que informa toda la existencia de la España racionalista y liberal, es necesario que se manifieste enérgicamente en el Congreso de Ginebra, siquiera para que esa leyenda risible, que ajesuitados políticos y hombres de ciencia pusilánimes extendieron, y por la cual se considera a España país democrático, quede borrada ante Europa, y seamos vistos tal como somos: como antecámara pavorosa de un retroceso histórico hacia el siglo de Torquemada!
Llevemos a esa reunión de los que siente la inmortalidad de la vida y piensan en la felicidad humana, toda la enorme labor salvadora que los racionalista españoles hicieron en las tristes décadas de la Restauración, y que nuestra voz, al unísono de todas las que resuenen en el Congreso, pida para nuestra patria la santa tolerancia religiosa, consignada en las leyes, violada y escarnecida en las costumbres, y la única por la cual el hombre se verá hermano del hombre, haciendo de su morada terrenal un templo de paz.
¡Que llegue pronto para todos nosotros hora tan bendita!
De usted atenta amiga,
Rosario de Acuña
Santander, 15 de septiembre de 1902
Las Dominicales, Madrid, 3-10-1902
Nota
El periódico publica a pie de página el siguiente texto: «Recibida esta hermosa carta en Ginebra al día siguiente de la clausura del Congreso, no se pudo dar de ella cuenta en él, pero la mostramos a los organizadores prometiendo publicarla en Las Dominicales para que conste en los archivos del Congreso.»
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)