Amiga y compañera (pues toda mujer que trabaja y piensa lo es mía):
Va usted a casarse hoy con el que será compañero de su vida y, con acuerdo que la enaltece en completa concordancia con su varón, ha determinado hacer testigo del contrato de mutuo amor en que piensan vivir toda su existencia a un representante del poder civil de España, al señor juez, dando, con esta decisión, un ejemplo vivo y elocuente de que sabe usted lo que significa la conciencia en todos los actos de la vida.
Le doy a usted la enhorabuena y me congratulo de que alguien, aunque sea una sola mujer en un gran lapso de tiempo, demuestre en Gijón que el marchar se prueba andando y que el progresar se manifiesta yendo delante.
No tengo el gusto de conocerla personalmente. Las formas, los cuerpos, las presencias son cosas baladíes en la vida, y en la actual sociedad, son cosas completamente inútiles toda vez que, desde pequeñitos, nos enseñan a taparnos y apenas hay un solo ser que deje traslucir, a través de músculos, nervios y sentidos, lo que en realidad es; que no en balde las enseñanzas tradicionales de religiones, leyes y costumbres, sobre todo las primeras que son las que hasta ahora han llevado la voz cantante de la humanidad, nos han metido en los sesos el axioma famoso de que aún cuando arda la casa no se debe dejar ver el humo. Con esta doblez nutridos y educados, ¡cualquiera se atreve a conocer a una persona con solo mirarla, oírla y hablarla! Casi siempre sale uno equivocado y resulta que los que se presentan gordos, apacibles, francotes, son más flacos que angulas y más corcovados que uñas de gato, y las que se nos muestran modositas, alegrillas, bien halladas son todo, son culebronas con más picas que un erizo y más agridonas que vinagre Así es que yo, hace tiempo no hago caso de las personas altas o bajas, amables o ásperas, feas o bonitas, se queda mucho mejor sin verlas; voy derechita para saber cómo son a lo que han realizado en sus vidas respectivas; así las avaloro en mi juicio; así las imagino en mi retina y así cuando están acordes en todas partes las meto en el corazón de donde no salen aunque luego, al encontrármelas frente a frente, resulten energúmenos. Y esto, amiga, se llama buscar las almas a través de la hojarasca con que las revisten sus cuerpos: doy, pues mi enhorabuena a su alma a quien, espiritualmente estrecho con fuerte abrazo por la gallarda decisión que ha tomado al casarse civilmente.
Y vamos a otro orden de consideraciones.
Me dicen que fue usted criada cristianamente; es decir, en la doctrina católica, apostólica, romana, vaticanista, española, que no es, precisamente, que digamos, cristianismo, sino una cosa así como una liga de varios ingredientes, todos aglutinantes de la libertad, entre los cuales las almas de los pocos españoles racionales que pueblan nuestra patria viven embutidos, sin poder siquiera respirar, so pena de arrastrar a los cuerpos a todo género de sufrimientos, desde el dolor del presidiario hasta el dolor del hambriento; porque miseria o cadenas, cuando no ambas cosas a la vez (y gracias que no achicharran también), son los únicos expeditos y libres que tenemos los seres a quienes el destino nos mandó a hacer LA PARTIDA A DIOS.
Y digo esto, a propósito de algo que siempre se me ocurrió cuando pensé a modo teológico (pongo por maestro: fray Ceferino González). Siendo Dios el primero, siendo el demonio un segundo a quien Dios CONSINTIÓ EL SER, ¿no tendremos también algo de divinos todos los que, según la teología, somos, por herejes, servidores del demonio?
Y vamos a coger el hilo del cuento, que se nos va escapando con tanta digresión.
Me dice que fue usted criada católica y apostólicamente, y que hay un rebullicio muy grande, entre los que como usted fueron criados, por la decisión suya de casarse sin lo que ellos, en su ignorancia, llaman sacramento.
Nos meteríamos en un tratado entero de filosofía teológica si fuera a explicar todo lo convencional y gratuito que hay en aquello que le fueron enseñando. Basta decirla que hace ya más de cuarenta años que vengo estudiando el asunto, y, a medida que pasan los años, van desprendiéndose de mi alma uno por uno, y de cuajo, todos los innumerables hitos que la casta sacerdotal que tocó en suerte a los íberos, cuando Recaredo nos impuso el culto apostólico, fue tejiendo sobre la espiritualidad de las conciencias españolas; y le aseguro que no tiene absolutamente nada que ver con la religiosidad, moralidad, ni racionalidad de usted el que haya tomado TESTIGO de su casamiento, no a un representante del sacerdocio, sino a un representante de la justicia.
Usted, religiosamente o civilmente casada lo estará igual si está usted bien unida, en cuerpo y alma, al varón con quien se concordó para vivir la vida; y esto si que es matrimonio; ante esta unión definitiva y consumada en la continuidad de los días, uno tras otro, sean alegres, tristes, abundantes o míseros, sí que se abrirán de par en par las puertas de todos los paraísos imaginados por brahamanes, budistas, egipcios, griegos y cristianos y estudie bien, en su propio pensamiento, esta cuestión, y verá cómo ese sacramento cotidiano de abnegaciones y de regocijos del hombre y la mujer, unidos en el dulce abrazo del que surge la descendencia (no para echarla a lo anónimo a impulso de la sociedad, sino para irla criando, nutriendo, saneando y elevando hasta hacerla más apta que los padres para el disfrute de la felicidad) es el verdadero y esencial sacramento de la humanidad.
Mas a condición de que entre ambos seres no coja, simbólicamente, ni una hoja de papel; porque desde el momento en que entre las almas gemelas del hombre y la mujer, ensalzados para la alta y soberana misión esencial de depurar y divinizar la especie, entre una discordancia tamaño como un grano de mijo, el triángulo sagrado (padre, madre e hijo) se parte, convirtiéndose en dos líneas angulares, cada vez más abiertas, que se pierden en lo infinito sin producir una armonía, ni conseguir una perfección.
Únanse bien; van a emprender la gran jornada en un terreno, el solar español, poblado de toda clase de alimañas, capitaneadas por la gran madrastra del género humano: la ENVIDIA, que tiene una nariz perdiguera para olisquear donde hay algo de paz (la felicidad todavía no la alcanzaron los hombres; solo la paz es lo que, alguna vez, consiguen) y así que da con el rincón tranquilo, unas veces adula, otras hace como que desprecia, otras compadece, otras se mete a consejera, y, cuando ya maduró a las víctimas dándolas las vueltas para todas partes, escupe su última baba para que el amor propio y la dignidad se pongan seres y ¡adiós paz! ¡adiós concordia! ¡adiós pareja humana! Se rompe el lazo de las almas donde brillaban dos, en un solo fanal, que es el matrimonio, que una, sombría y sin destellos, y otra moribunda y extraviada, fuera de la linterna.
Únanse bien y que el espíritu de la Humanidad, que a través de los siglos, de las generaciones y de las edades, va siempre trazando el camino para hacer de la tierra un paraíso por el amor, les sonríe su bendición para todos los días que tengan que vivir.
Rosario de Acuña y Villanueva
El Noroeste, Gijón, 11-5-1916
Macrino Fernández Riera, Rosario de Acuña en Asturias, Gijón, Ediciones Trea, 2005, pp. 196-197
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)