Sr. Presidente del Ateneo-Casino Obrero de Gijón
Aceptando con el mayor regocijo la invitación que ha tenido V. la bondad de hacerme, voy a dirigirme a ese Centro de Instrucción y Recreo, rogándole sea el intérprete de mi palabra, eco fiel de mis pensamientos, todos encaminados a procurar la cultura, la felicidad, del noble pueblo, cuyas muchedumbres inician los engrandecimientos patrios, y de cuyas virtudes se forman los caracteres distintivos de las razas y de las civilizaciones. Que mi palabra llegue a los oídos de esos asociados sin perder el acento cariñosísimo con que la modulo para hablar al débil, al irresponsable, al sacrificado; y que si algunas durezas hallasen en ella, que las dispensen en gracia a la noble intención que me anima, seguros de que, por mucha consideración y mucho respeto que me otorguen, no llegará jamás a equilibrar el intenso y profundo cariño que mi corazón guarda para todos ellos. Véanme, pues, hablarles con el solo empeño de su bien, y que las frases de esta carta que les dirijo, por mediación de su Presidente, les lleven el testimonio de mi estimación hacia la gran familia española que, si hasta ahora no supo librarse de ser paria, comienza ya a despertar de su letargo y mira con afán entusiasta los horizontes de la sabiduría, únicos que pueden abrir delante de su vida el templo de la dicha.
Obreros de Gijón; hermanos míos; os habla una obrera como vosotros, que jamás hizo alarde de su blasonado apellido sino para colocarlo entre los más humildes; como a vosotros el cansancio del trabajo ha bendecido mil veces mi tranquilo sueño, que si el sudor del rostro del labriego que anda un día y otro día guiando la yunta para trazar los surcos en la fértil vega, enaltece las sienes del hombre con diadema de honradez, el sudor del cerebro inteligente que piensa un día y otro día en manifestar del modo más inteligible lo que juzga la mayor verdad, también enaltece las frentes humanas con diadema de honor; y entre el tosco herrero que golpea el enrojecido yunque, el minero que horada el reluciente filón, el marino que anuda los rizos de la vela, el leñador, que derriba el grueso roble, o el escritor que traza con su pluma pensamientos de virtud sobre la inteligencia de sus oyentes, no hay diferencia alguna, pudiendo todos honrarse con el título de Obreros. Tenedme, pues, como hermana vuestra, que por miles se podrían contar los surcos que mi pluma trazó sobre el papel a costa de ese esfuerzo tenaz, vivo, y quemante, del pensamiento observador, que busca, analiza y reúne, los más diversos y encontrados extremos, para formar con todos ellos alguno de los aspectos de la verdad, ofreciéndosele a sus hermanos como senda de gloria.
No rechacéis, pues, mis palabras con ímpetus de vanidad; os habla vuestra igual; ahora atendedme:
Muchos de vosotros habréis ido en días de huelga a sentaros a orillas del mar; desde las verdes praderas del cerro de Santa Catalina, tan bruscamente cortado en rocoso talud por las embravecidas olas del Cantábrico, habréis contemplado su majestuosa grandeza; sobre las suaves y frescas praderas de la hermosa colina habréis ido rodeados de vuestras familias, a esparcir el ánimo con los horizontes del mar, y mientras la humilde merienda brindaba sus manjares entre el frondoso césped, sus llanuras se habrán extendido ante vuestros ojos absortos, y ante vuestros pensamientos suspensos en un estado de admiración indescifrable. Estábais delante de un gran principio de vida; tal vez de la gran causa que la otorgó al planeta, y vuestras inteligencias por muy rudas que la desvalidez las haya vuelto, humanas al fin, y al fin racionales, se conmovían en presencia de tan soberano motor; he aquí la explicación de vuestro estado de admiración ante el mar.
Allá en su fondo latió el primer rastro de vida orgánica, es decir, de vida dispuesta al sentimiento inteligente. La tierra era todo agua; agua de mar; en un principio, muy lejos de nuestro hoy, cuando apenas el sol brillaba rojo y cobrizo en un cielo de celajes aplomados, el mar lo invadía todo, mejor dicho, no había sino mar: el fuego y el agua libraban titánicos combates, y de estas luchas brotaron los continente, a quienes el mar dotó de soberanía dejando en ellos el limo de la vida. La tierra se pobló de seres, gracias al mar que la dejó fecunda, y él se llevó a sus fondos el germen de la vida; desde allí sigue dándole siempre nuevo y siempre vigorosos. Los continentes viejos se hunden en el mar: la historia del planeta nos prueba la necesidad de los continentes de remozarse en los senos del mar; e ínterin se verifica su inmersión total en las saladas ondas, al mar le debe la tierra cuanto posee. ¿Son lluvias las que necesita? Pues allá van subiendo por la atmósfera emanaciones purísimas de vapor de agua, que, al recogerse en los pabellones del cielo, se despojan de su amargor para caer en dulce riego sobre los campos, o en níveos copos sobre las montañas. ¿Es viento lo que pide? Pues allá, en los helados océanos del Polo, surgen las corrientes, que arrastrando fluidos y temperaturas, se ciñen en espirales majestuosas sobre el infinito para cruzar después en brisas y auras los valles y los bosques. ¿Es calor por lo que clama? El mar llevará a los más retirados golfos de la tierra tibios destellos del sol ecuatorial. Todo brotará de su seno, y cuando ya ni con sus presentes pueda subsistir el envejecido continente, el mar lo inundará, y en sus fondos sumergido, impregnado todo él de la riquísima sabia de la vida, se rejuvenecerá para surgir de nuevo vigoroso en la redondez del planeta.
He aquí el pueblo: Sus continentes son las sociedades que surgen de su seno; juveniles y hermosas se revisten de todas las bellezas de la Verdad, y mientras reciben de las inspiraciones populares la savia de su vida, las sociedades resplandecientes de virtudes surcan el piélago de los siglos legando héroes y santos a la familia humana; pero al fin, como los continentes necesitan sumergirse en el Océano del pueblo para brotar de nuevo en las esferas de la historia potentes y fecundas
Solamente el pueblo guarda limpia de error la poderosa monera de la Verdad, que, cual génesis inconmovible de la civilización, va desarrollando las infinitas modalidades del progreso a través de las razas, de los estados y de los individuos.
Pues bien, toda la alteza del destino del pueblo que, como el mar, se cumple otorgando eterna juventud y eterno vigor; toda la alteza de vuestro destino, obreros que formáis con vuestras individualidades la gran individualidad del pueblo, se arrastra perezosa en un sopor de muerte. ¡Dijérase que el mar esta corrupto; que se ha vuelto estéril; que ya no quiere ser motor de la vida ! ¡Oh! Yo bien sé que esto es imposible; que en su fondo está el limo sagrado; que en sus majestuosas honduras vibra el átomo de la fecundidad; pero sufre un marasmo; el cieno de cien y cien corrientes que desde las cumbres sociales han bajado a su nivel, enturbiaron las cristalinas ondas; y la vida está detenida: el pueblo se ha empequeñecido y la patria enfermó; el frío del odio la invade; el escozor del vicio la corroe. ¡Purificar vuestra existencia, que así sanará nuestra amada España! ¡Engrandeceos para engrandecerla! ¡No olvidaos que sois, como el mar, el creador perenne de la vida! ¿Creéis acaso que de las alturas puede venir la redención? Jamás sucedió así; ¡vosotros solamente sois los árbitros del destino patrio!
He ahí la taberna; he ahí el hogar; la una está poblada; el otro, está desierto. En la taberna circula el veneno: la atmósfera nauseabunda, rechazada por toda criatura sana; la atmósfera que aja e irrita, primero el rostro, después el pulmón, más tarde la sangre, hasta dejar el corazón sin emociones, los nervios sin sensibilidad, los músculos sin vigor, los huesos sin resistencia; la atmósfera nauseabunda y pestilente que impregna el cuerpo de algo pegajoso, y que así como mancha los vestidos, mancha las ideas; y que así como apesta de miasmas repugnantes la ropa, apesta de propósitos viles el alma. Después de la atmósfera, el alcohol ¡maridaje de hiena y de caimán que engendra un algo corrupto y triturador! ¡El alcohol que primero se toma con repugnancia, pero por vanidad! El holgazán, el ruin, el que ya está pervertido, siente la envidia hacia el puro y el deseo de no ir solo a lo hondo, y se agarra con fuerza al honrado por el lado más flaco del hombre, por la vanidad. «Vamos, no seas mujer, y bebe algo, que por eso no te vas a morir» le dice al que encuentra débil. El alcohol se bebe; la creencia de ser hombre borra el asco que produce. Después de bebido se siente un bienestar supremo; el calor circula por las venas; se tiene ansia de trabajar; deseo de vivir; una agilidad desconocida se apodera del ser. «Poco es una gran cosa» dice el obrero honrado agradecido al beneficio aquel que le hizo la primera copa de aguardiente, o de vino, bebida en las horas de huelga. ¡Ay! aquel poco es el primer escalón por donde baja la voluntad al abismo del vicio; más tarde aquel poco es ya impotente para lograr el bienestar apercibido, y se añade otro poco. Al oído sopla la palabra del envidioso diciendo siempre «Sé hombre»- la vanidad muerde en la inteligencia, la perturba, la hace ver a la virilidad con atributos de grosería, de rudeza, de pestilencia y de terquedad ¡Ah virilidad! ¡ah hombre, todo piedad, templanza y sencillez!; ¡ah hombre sin rastro de fiera, ni de reptil; sin rastro de b ruto! ¡ah hombre triunfante de la fuerza por la bondad, de la astucia por la razón; triunfante del dolor por la sobriedad, del odio por el amor, de la muerte por la fe! ¡sólo tú! ¡hombre del porvenir! Podrás subsistir ceñido por la aureola de la virilidad! ¡Preparemos tu entrada en la vida de las generaciones humanas! ¡hagamos tu cuna sobre los restos de las civilizaciones fenecidas! ¡recojamos de las metempsicosis asiáticas la fe en la inmortalidad de las almas; de las formas plásticas de la Grecia las maravillosas hermosuras; de los códigos de la república Romana el sentimiento de la fraternidad; de las huestes Vandálicas la inquebrantable dureza del organismo; de las dominaciones Árabes la afiligranada cultura de la imaginación; de nuestros siglos medios, el religioso culto a la palabra; de los desconocidos mundos Incas y Mejicanos el ardiente amor a la naturaleza, y juntando en el crisol de las inteligencias las más depuradas virtudes de la humanidad fenecida, socavemos en las ciencias físico-químicas, que son la raíz de nuestra civilización moderna, un recinto sagrado en donde tú ¡hombre del porvenir! Puedas desarrollarte con todas las excelsitudes de tu destino, racional, de modo que, al sentir el planeta las huellas de tu palabra sobre sus hemisferios, el hosanna de la vida resuene triunfante llevando a las Humanidades Universales el anuncio de la virilidad terrestre ! Ínterin, trabajemos en la medida de nuestras fuerzas; depuremos la herencia del error y del vicio, ayudando a la Naturaleza a libertarse de las descendencias de lo débil, de lo impuro, de lo corrupto, de lo inarmónico !
¡He ahí el alcohol royendo vuestra sangre! cada gota de ese licor funesto lleva un germen mortífero que si no obra en vosotros obrará en vuestros hijos.
Como aquellas sirenas de las antiguas mitologías que atraían con su armonioso canto a los inexpertos marinos hasta destrozar sus naves en las ocultas aristas del áspero escollo sobre el cual moraban, así el alcohol encerrado en una transparente copa de dorado aguardiente o de purpúreo vino, llena vuestros cerebros de deleitosas armonías, que más tarde los arrastrarán a los punzantes escollos de dolor, en donde vosotros, y toda vuestra descendencia, quedaréis destrozados por las agudas aristas de la enfermedad.
Nada importa que en los primeros momentos, al recibir en vuestros pechos la caricia de ese enemigo, sintáis el bienestar: observaros después; volved vuestra atención hacia vosotros mismos; ¿qué veis en vuestro ser? Después de la satisfacción, un malestar inexplicable; el estómago os avisa de hambre, le dais de comer y rechaza con tedio el alimento; una ira sorda, inexplicable para vosotros mismos, se apodera de vuestra voluntad; odiáis sin saber a quién, ni por qué; el halago de vuestros hijos se os figura denigrante para vuestra dignidad de hombres; las palabras de vuestra esposa las encontráis estúpidas, aunque se inspiren en vuestro bien; a vuestros padres los consideráis carga para vuestra vida; la displicencia, el enojo hacia todo lo sencillo y natural, es el inmediato síntoma que el alcohol deposita en vuestras almas después de haberlas saturado de momentáneo vigor; pasó por vuestras venas y las hizo flojas; se mezcló en vuestra sangre y la hizo débil; quemó en vuestros pechos más vida que la que se necesita quemar para sostener la salud y la extenuación de todos vuestros órganos anticipó a vuestra conciencia un reflejo de la muerte: con la primera gota de alcohol que el organismo absorbe se comienza a morir. Después hay que beber más; la Sirena sigue cantando; la taberna deja de ser pasatiempo o palenque de virilidades y se convierte en casa de remedios; solo el alcohol anima un cuerpo herido por el alcohol: ¡más! ¡más! He ahí la única necesidad de los vicios. Pasa el período del mal estar y de la displicencia, y llega el de la necesidad; en este período el alcohol triunfa para siempre. He aquí ya el hijo del pueblo extraviado de su destino, ha querido ser hombre y ya es menos que planta; su voluntad está muerta para el bien; la pereza llama a su hogar; el sueño no inunda su cerebro atraído por el cansancio, sino impuesto por la imbecilidad: ya no se piensa; ya no siente que piensa: es el instrumento pasivo de un acaso cualquiera; y el obrero, el hijo del pueblo, el individuo de esa gran individualidad, único que puede regenerar la patria, se torna en un malvado, acaso en un asesino, impulsado por aquel demonio abrasador de sus energías, por aquel alcohol que ha minado su cerebro, tornando la fluida elasticidad de su preciosa masa, en rugosas callosidades impregnadas del fatídico espíritu.
El hogar, ínterin, está desierto; el jornal que en un tiempo fue suficiente para las necesidades de la familia, se torna, con el alcohol, escaso para las necesidades del vicio. La esposa aprende el camino de lo vedado, cuando se cansa de luchar contra el enemigo de su paz y de su dicha, que en la mujer del pueblo son la familia cuidada y el marido trabajador; la mujer mira fuera de su casa y no huye del error; el fuerte la dio el ejemplo; ella es débil ¿qué hará?
¡Mi pensamiento está a vuestro lado, mujeres del pueblo: os veo sumidas en una desesperación amarga y profunda: amáis a vuestro hombre, vuestro, ¡solo vuestro! Os casasteis con él para formar una sola vida; privaciones juntos; alegrías juntos, miserias y abundancias siempre juntos; allá fuera la sociedad, llamada culta, rugiendo con los odios, las soberbias, las envidias y las vanidades, y todo esto viniendo a estrellarse impotente en vuestro hogar libre de ambiciones, tranquilo con ese resplandor del trabajo que es el festín más suculento de la humana existencia. De pronto se interpone entre vosotros dos el enemigo: la mujer se pregunta por qué y a no es el mismo hombre; llega a dudar de sí misma, porque ¡oh mujer! ¡criatura más cercana que ninguna de la Suprema verdad! ¡tú dudas de ti misma antes que dudar de aquellos a quienes amas! La mujer se hace más hacendosa, aconseja más, economiza más ¡todo inútil! Su trabajo no merece un signo de aprobación; su consejo fastidia; su economía enoja; ¡es que el vicio, al encontrarse con la virtud, se siente humillado y la echa en cara su humillación! Más tarde la mujer comienza a mirar la realidad: la taberna ya no le roba solamente el marido sino el pan de la familia: el jornal viene más que mermado al peculio del hogar: la mujer lucha aún; primero llora, luego amenaza; ¡ay de aquellos que hacen amenazar al débil! La violencia de la ira extiende su fatídica sombra alrededor de la familia: el insulto despiadado rompe la monotonía de la miseria; no sólo se sufre hambre, sino injurias; ¡acaso el palo se enarbola y manejado por la mano del borracho, consciente o inconsciente, cae de lleno sobre la mujer, los hijos, o los padres, sobre los débiles que, sin embargo, ante la Razón Suprema, tal vez serán los fuertes!; a partir de este instante se ha quebrantado para siempre la dignidad de la familia, que ya no es sino agrupación de seres sujetos por el más torpe egoísmo: este lazo de unión se rompe por un leve incidente, por un acaso cualquiera, y la mujer del pueblo, ya rebajada ante su propia conciencia por ser la esposa de un hombre pervertido, rueda a los abismos de la prostitución, y ella o sus hijas, manchan con la liviandad vendida por un pedazo de pan, o un traje nuevo, la noble y digna genealogía del hijo del pueblo.
¡Oh, mujer! Yo te veo luchar, te veo retorcer tus manos estrujando imaginativamente entre ellas aquella víbora inicua de la maldad que se deslizó en tu morada para separarte de tu amado: te veo balbucear una maldición horrenda que, al entreabrir tus labios con el hálito del odio, deposita en ellos el llanto ardiente de tus enrojecidos ojos. Veo tu corazón oprimido clamando justicia en cada una de sus vibraciones, y con el nudo de la congoja desesperante latir lleno de rencor hacia una sociedad impía, que te llama débil porque eres sobria, que te llama inútil porque eres sufrida, cobarde porque eres prudente, frágil porque eres sencilla, y que te coloca entre los últimos porque aún no has llegado a estimarte a ti misma! ¡Te veo impotente para atajar el mal, o al menos para vengar al bien, cayendo vencida por leyes, religión y costumbres, que, arrinconándote en la noche de tu miseria, te quitan todo medio de separar al hombre del antro de los vicios! ¡Salve a tu majestad ultrajada, mujer del pueblo!
¡El hogar del obrero; he ahí, hermanos míos, el hilo conductor de la regeneración social. Uniros a vuestros hogares, que vuestros goces sean sus alegrías, que vuestras ambiciones sean la felicidad de vuestras familias! Oponed firmísimo barrera de sobriedades y de sencilleces al desbordamiento de sensualidad y de soberbia que viene de las esferas elevadas de la sociedad. El obrero sano, fuerte, virtuoso y sabio ¡sabio!, ¡sí!, ¿por qué no?, las manos no son el pensamiento; el oficio se aprende y casi automáticamente se ejecuta; las horas de la taberna dedicadas al libro; éste escogido no por las escenas imaginativas que describa, sino por las leyes naturales que enseñe; las horas de huelga que sean para vosotros las horas del estudio ¡Sol de la vida humana, que, inundando de resplandores divinos nuestros cerebros, nos hace disfrutar de dichas mil veces más preciadas que todas las satisfacciones de los sentidos!
El día del descanso que por ley debe ser implantado con rigidez extrema; el día del descanso, interrumpiendo con sus doce horas cinco días de continuo trabajo; ese día, que no estará mal llamado el nombrarlo santo, y que debe ser pagado religiosamente, por cuanto en él también trabaja el obrero acumulando fuerzas con el reposo; ese día dedicadlo a la contemplación de la Naturaleza en sus majestuosas grandezas del campo o del mar. Muy cerca de vosotros tenéis el océano; no cansaros jamás de adorarle; id siempre, un día y otro, a contemplar vuestra propia grandeza en su serena majestad. Que las espumas de sus olas salpiquen vuestros rostros llevando el acre aroma de sus algas a los recónditos senos de vuestro cerebro; de él brotarán después fecundas ideas, porque las atmósferas del mar, como si descendiesen en ráfagas divinas, de los santuarios de Dios al saturar con sus efluvios el alma del hombre engrandecen sus pensamientos y purifican sus instintos.
Vosotros, ¡solamente vosotros!, cuando afirméis con una existencia honrada, laboriosa y culta, la ley moral, podréis rehacer sobre estas ruinas sociales, los códigos de la verdad, y allí donde ahora triunfa la violencia, o la astucia, se elevará la razón, y allí donde se escarnece el trabajo y la virtud, se coronará de gloria a la honradez, viniendo a ser la vida social, no un facsímil horrendo de una lucha de fieras, sino una realidad admirable de una familia de hombres.
Que mis palabras caigan en vuestros pensamientos con la buena fe que brotaron de mis labios, y recibid, todos, a la vez que vuestro Presidente, el cariñoso saludo que os envía vuestra mejor amiga.
Rosario de Acuña
1888
El Comercio, Gijón, 19-9-1888 (1)
Discurso de doña Rosario de Acuña leído en el Ateneo-Casino Obrero de Gijón la noche del 15 de septiembre de 1888. Gijón: Tip. de A. Blanco, 1888 (2)
Notas
(1) El periódico dejaba constancia de la velada celebrada en el Ateneo con las siguientes palabras: «En esta solemnidad, que estuvo amenizada por el Orfeón gijonés, bajo la acertada dirección del Sr. Llaneza, se leyó por el socio Sr. Lapedagne, un hermoso discurso, lleno de bellezas morales y saludables consejos, escrito por la distinguida señora Dª Rosario de Acuña expresamente para ser leído en el acto de la distribución de premios »
(2) Como quiera que el ejemplar que se conserva en la Biblioteca de Asturias forma parte de un volumen fáctico con varias obras editadas en años diferentes, se ha venido dando por bueno el año 1909 como el de su edición, cuando lo cierto es que los dirigentes del Ateneo se dieron bastante prisa en sacarlo a la luz, y en el mismo mes de septiembre de 1888 ya estaba publicado, según confirma la noticia que da a conocer El País en su edición del jueves 20 de septiembre de 1888: «El Ateneo Casino Obrero de Gijón ha publicado el discurso leído en la noche del 15 de septiembre de 1888, y escrito por doña Rosario de Acuña. Es un trabajo galano, en el que se prodigan bellezas literarias y conceptos originales».
(3) Se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:
174. Asturias, la tercera opción
166. De una carta manuscrita en la Biblioteca Jovellanos
143. El Cervigón: parada y fonda
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)