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La abeja desterrada

 

Al doctor Aramendía(1), catedrático de la Facultad de Medicina de Madrid

 

Señor: Su ciencia y su bondad me devolvieron la salud cuando hacía meses que luchaba contra el veneno de extenuantes fiebres infecciosas; el destino le trajo a mi hogar a tiempo de sacarme de una horrible agonía, ya iniciada en larguísimas horas de caquexia palúdica. Salud y vida le debo, y es bien cierto que, de existir el milagro, fuera uno de ellos el que vos hicisteis. Mi cerebro, luchando por secundar vuestra ciencia, no puedo, hasta hoy hacer otra cosa que reconcentrar energías contra el enemigo que le asediaba. Dada ya de alta y próxima a marchar por largo tiempo, quizás para siempre, a orillas del Océano, el sencillo cuento que sigue es el primer viaje de mi imaginación por el mundo de la idea; se lo ofrezco, no por lo que vale, sino porque es la aurora de un alma que, merced a vuestra admirable solicitud, vuelve a la primavera del vivir, desde la fría invernada de la muerte, y ¡qué aurora, por muy pálida que sea, no trae alguna belleza! Que mi gratitud la avalore y su indulgencia de verdadero sabio la acepte. Es el homenaje del agradecimiento, del respeto y del afecto que le ofrece su atenta

 

Rosario de Acuña

Fragmento de la carta de agradecimiento que precede a La abeja desterrada

 

* * *

 

Érase una colmena bien poblada. ¡Y qué bullicio había en ella!

–¡Vaya, vaya con el lance! –decía la muchedumbre de las abejas– ¡Habrase visto necedad como la suya!

¿De qué se trataba? Poca cosa; una abeja que se había empeñado en derrochar miel… ¡a quién se le ocurre! Era una sola entre las mil del colmenar. Se decretó el destierro; no se podía consentir tan estrafalaria demencia; lo decían así las más ancianas de la tribu, el Consejo de Administración, el pueblo; en fin, el reino todo.

–Aquí se trabaja, vaya, y mucho; mas, sólo para nosotras. ¡Bueno estaría que estas gotas de rocío dulcísimo que atesoran nuestros panales, rellenaran los estómagos de las arañas, de las hormigas, de las moscas y demás patulea menuda del mundo de los insectos! ¿Qué la miel es, al cabo, para el hombre?... Bueno, que se la coma, ¡qué remedio!, es más fuerte, y la fuerza aplasta; pero ¡ay de él si se descuida! Para eso tenemos aguijones finos como agujas y lacerantes como garras; que se acerque sin precaución y ya verá si defendemos bien nuestras mieles… ¡Dar! ¡Dar! ¡Habrase visto imbecilidad como la de esa abeja!

La colmena parecía un club revolucionario, según estaba de agitado el enjambre.

La abeja fue llevada al sitio del destierro. Mucho se había discutido si convendría quitarle la vida, pero vencieron los prudentes; en caso de malos tiempos, en un colmenar, muchas son pocas, y por si acaso se la necesitaba para algo, se le perdonó la vida.

El sitio del destierro fue para ella un rinconcito, junto a la tapia de la colmena; allí se abrió un agujero, y los representantes de la justicia, al dejarla sola, le leyeron otra vez la sentencia.

Podía salir y entrar; en el ángulo de su rincón, si quería, podía hacer un panalito; pero ¡cuidadito con que se mezclase al gran pueblo; cuidado con entrar en la gran ciudad de los panales!; le estaba terminantemente prohibido; se la consideraba como un funestísimo ejemplo de inmoralidad pública y privada. únicamente en caso de peligro, para la vida o las mieles del reino, se le permitía esgrimir su aguijón; en cuanto a comer, que se las compusiera como pudiese.

La abeja oyó la sentencia y ni siquiera se le ocurrió la idea de la rebelión. ¡Se respeta mucho la justicia en el mundo de las abejas!

Al quedarse sola, por las patitas flacas y temblorosas fueron cayendo, desde sus ojos, dos hilitos dulces; ¡como que su corazón era todo hecho de miel!

¿Cómo trabajaré? –pensaba–. Allá abajo, en la ciudad, unas acarrean, otras amasan cera, otras destilan el azúcar; a mí no me tocó aún ni acarrear, ni amasar… ¡En fin, probaré!

La abeja se lanzó al campo; consiguió libar con suavidad y rapidez; aprendió a cargar sus patitas y alas de suculento polen, y aprendió también a formar las celdillas de cera, transparentes como láminas de nácar, que luego se llenarían de exquisita y rubia miel, semejante a las nubes de oro que algunas veces pinta el sol.

El cuerpo de la abeja se extenuaba con el trabajo, pero estaba gozosa; únicamente le preocupaba quién se comería la miel de aquel panalito, porque, ¡ella necesitaba tan poca! ¿Qué habría de hacer con tanta?... ¡Y aún no tenía una gotita fabricada! ¡Pero la llevaba en su corazón hecho todo de miel!

Al fin llenó una de las celdillas del panal y se aprestaba a taparla, cuando asomaron por el agujero unas cabecitas de hormigas.

–Hermana abeja, ¿nos das un poquito de miel para nutrir a nuestros pequeñuelos? Así podremos educarlos sencillos y trabajadores.

–¡Pobrecitas! Entrad y tomad toda la que tengo –les contestó la abeja, mientras escondía con el mayor cuidado su fiero aguijón, temiendo que las hormigas se dañasen con él.

Todo el canutito del panal quedo desocupado. El hecho se repitió mil veces. Un día eran los mosquitos de la inmediata laguna los que pedían a la desterrada un poquito de miel para atemperar sus fierezas; otro día la araña madre, que buscaba en las suavidades del néctar, elementos de ternura para su vástago; otras veces era el zángano, atenaceado por las garfiadas de la vecina muchedumbre, quien venía a sumergir sus toscas patazas en la ambrosía del panal luego de hartarse de dulzura…

La abeja se esquilmaba, y eso que cada día hacia más miel, ¡pero la daba toda, toda!... ¿Y cómo vivía?... ¡Ah, sacando el jugo de su corazón, que era todo mieles!...

Llegó un día en que se alitas se negaron a sustentarla; cada legión de hartos que se marchaba, sin darle siquiera las gracias, dejaban el puesto a otra nueva legión que subía, ansiosa de llevarse un átomo de dulzura al fondo de sus acritudes.

La abeja sufría mucho al ver que su provisión de miel se agotaba; por un momento se le ocurrió bajar a la ciudad a pedir un poco; mas la sentencia era terminante y las abejas tienen un respeto absoluto a la justicia; nunca se le ocurrió que pudiera no ser justa.

–¿Qué hacer? ¡si me atreviera! –se dijo.

Es cierto que en la ciudad de los panales se reían de su mísero estado; es cierto que hasta la misma reina, maestra o madre, se había dignado burlarse de ella; es cierto que el cansancio la rendía y lo imaginado era cosa de riesgo; pero ¿qué hacer? ¿cómo negarse a otorgar dulzura llevando en el pecho un corazón todo hecho de mieles?... No vaciló más y con su propio aguijón se arrancó un pedacito.

¡El dolor fue agudo! Pero con aquella pizquita de corazón hubo para llenar todo el panal. ¡Cómo sería de dulce!

Las huestes esquilmadoras seguían subiendo al rinconcito de la colmena, y la abeja desterrada seguía arrancándose pedacitos de corazón, siempre que las celdillas del panal se agotaban.

Un día se sintió morir; no le quedaba ninguna dulzura que dar; era la momia de la vida que latía solo a impulsos de un ansia infinita: el ansia de seguir dando. Agonizaba y sonreía.

Al otro lado del colmenar contemplaba vergeles de flores, henchidas de suavísimos néctares, sus alas estaban secas; sus patitas inertes; sus ojos turbios; así y todo se arrastró hasta el agujerito de la corchera, y con el afán de libar una gotita de miel para seguir otorgándola, se lanzó al espacio…

Una carcajada resonó en la gran cavidad de los panales; el viento arrebataba el cadáver de la abeja, que, en su última congoja había tenido tiempo de sumergirse en un cáliz lleno de polen…

–¿Irá tan cargada para seguir regalando miel en el otro mundo? –dijo la gacetillera del colmenar- ¡Valiente necia! ¡Ja, ja!

En aquel momento se ponía el sol; todo el espacio se coloreó de púrpura y oro, y una armonía sublime, con rumor de alas sedosas, movidas a compás de los arpegios del ruiseñor, fue ondulando con entonaciones de himno que las abejas se les imaginó hosanna divino, revelador de felicidades eternas. El enjambre quedó inmóvil de asombro; las más inexpertas se atrevieron a decir:

–Indudablemente, la muerte de esa abeja, ha llenado de regocijo los cielos

Ante lo inesperado y lo desconocido, el espanto se extendía por aquella masa de menudos seres, cuando un zángano, que revoloteaba esperando la hora de la pitanza, les gritó:

–¡Necias! ¡Volved al trabajo! ¡Si creéis que el Universo se conmueve por los sucesos del colmenar!

El zángano era tenido por uno de los filósofos del enjambre, y ¡claro! nadie se atrevió a replicar.

Desde aquel día olvidose por completo la historia de la abeja desterrada.

 

 

Nota

(1) Félix Aramendía y Bolea (Marcilla, Navarra, 20/11/1856 - Madrid, 20/4/1894). Tras terminar los estudios de Medicina en la Universidad Central se traslada a Zaragoza, donde ejercerá su profesión como médico ( y también como profesor  de Anatomía y Patología Médica); allí se casará y allí nacerán sus hijos. En 1891 retorna a Madrid para ocupar una plaza de catedrático en la Universidad Central. Pocos meses después «su ciencia y su bondad» serán las que consigan  sacar de la agonía a Rosario de Acuña, quien dos años después, al enterarse del fallecimiento del joven doctor y catedrático, no duda en desplazarse a Zaragoza para asistir a su funeral.

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)