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I
CUATRO PALABRAS DEL EDITOR
Una de las más perentorias necesidades de la instrucción elemental de la niñez es la de los libros que en escasas páginas condensen, con la mayor precisión y exactitud científicas, los conocimientos naturalistas, sin que para enseñarlos se tenga que acudir a ninguna de las ficciones que dividen el imperio de la razón, antes bien, explicándolas con un método positivo, que manifieste tal y conforme es, a la nunca bastante amada naturaleza. He aquí mi propósito al empezar esta colección de pequeños libros: satisfacer tan perentoria necesidad, llevando al cerebro de los niños ideas ciertas de lo que es el universo que le rodea, del cual forma parte íntegra, y del que debe tener un exacto conocimiento, si ha de contribuir a la armonía del conjunto, procurando ajustar sus pensamientos, palabras y acciones a las leyes de la naturaleza que más contribuyan a la perfección de todos y cada uno de los seres.
A la inagotable bondad de la noble pensadora doña Rosario de Acuña debo el inaugurar esta serie de cartillas con uno de los trabajos más delicados en intencionales de tan conocida escritora. En forma de cuento sencillo y racional, pues en la trama solo expresa la realidad de las leyes naturales, en esta cartilla incluye una extractada clarificación de los insectos más útiles al hombre, no solo por el rendimiento beneficioso que le producen, sino porque enaltecen su imaginación llevándola a ideales perfectos con el ejemplo de sus maravillosas costumbres.
Creyendo hacer un gran favor a las escuelas, ofrézcalas este trabajo, al cual han de seguir otros de la misma índole, escritos por celebridades del mundo de las ciencias y de las artes.
Que éste mi esfuerzo se va recompensado, haciendo que el amor a la verdad comience a latir en el corazón de los niños.
El editor,
José Matarrredona
Érase una mañanita de mayo, muy clara y muy serena, cuando empezó el Sol a iluminar con sus rayos uno de los más hermosos valles de la tierra: estaba aquel día el Sol de buen humor, es decir, brillaba de modo que parecía que sus reflejos eran un manojito de hilos de oro, ensortijados sobre las hierbecitas de los campos y las hojitas de los árboles; y como estaba tan de buen humor, empezó a llamar a todos los bichos de los montes y de las vegas diciéndoles, con ese lenguaje que solo conocen los animales y las plantas:
–Vamos a ver, mis amados hijos; hoy he decidido otorgar un premio al insecto que preste mayor utilidad y beneficio a mi hijo más querido, que es el hombre. Venga aquí, pues, todos los insectos útiles y beneficiosos al hombre, y díganme sus méritos, pues, aunque yo lo sé todo, porque todo lo penetro con mis rayos, tengo deseo de oír cómo se expresan los insectos.
Como el Sol brillaba sobre una vega muy ancha, fueron muchos los insectos que oyeron la proclama del certamen, y enseguida empezaron a llegar insectos a un clarito del bosque, en donde el Sol estaba más radiante; porque los insectos, como los hombres, buscan los premios donde quiera que se los ofrecen.
Y hétenos aquí con que empiezan a llegar insectos, que son los bichitos más pequeñitos que hay en la creación, y empiezan a llegar de todos tamaños; unos muy chiquitos, y otros algo mayores, y entre los que tenían un tamaño visible, venía un drilo (2) , que es un bichito como la una pequeña del dedo meñique, que tiene un cuerpecito negro, lleno de pelos, y la cabeza alargada y salientes, y unas alitas o élitros (3), que son como si fuesen alas, pegadas al cuerpo, y amarillas, y sobre la cabeza dos cuernecitos largos y flexibles, que se llaman antenas; estos cuernecitos o antenas, que se parecen a hebras de seda, las tienen todos los insectos, y con ellas no se sabe si hablan, o ven, u oyen; pero es lo cierto que con ellas se entienden con todos sus semejantes.
El drilo venía muy orondo, al lado de su mujer, que es doble de tamaño que el marido, y es parduzca y rayada de negro, y venían los dos muy contentos, creyendo que eran los insectos que hacen más beneficio al hombre, porque se comen todos los caracoles de los huertos y de los jardines: porque los insectos comen y digieren como todos los demás bichos, y algunos, los que son insectos carnívoros, o sea comedores de carne, tienen sus aparatos para digerir tan bien hechos y concluidos como el de los leones; y todos ellos tienen nervios, que son unos hilitos tiernos y blancos, que están mezclados con la carne y cruzan por todo el cuerpo en forma de hacecitos de paja menudita, saliendo todos del centro, que es la cabeza, o, mejor dicho, los sesos, que parece el depósito o almacén de toda la sustancia nerviosa que corre por las demás partes del cuerpo; y los insectos tienen sus sesitos, más o menos grandes, más o menos abundantes de nervios, pero todos ellos capaces de pensar y de sentir, como los que tienen los niños dentro de su cabeza.
El drilo empezó a contarle al Sol cómo mataba los caracoles; así que ve uno, espera que salga a comer, y cuando está descuidado, ¡zas!, se le agarra a la carne; el caracol se mete en la concha así que siente el bocado, pero el drilo no suelta tajada, y queda dentro del caracol; allí empieza a roerle, hasta que concluye por comérselo, y entonces, ya limpia la concha, la hembra empieza a poner huevos dentro, de modo que sus hijitos, cuando nazcan, se encuentren abrigados dentro de la concha. Gracias al drilo, el hombre puede comer frutas y verduras sanas y frescas, sin estar baboseadas o roídas por el caracol, y puede disfrutar de las flores, que tanto embelesan con su perfume y su color.
Detrás de este insecto, entre los más grandecitos de los pequeños, venía el reduvio, que es un insecto parecido a una bellotita pequeña, muy pequeñita, partida a lo largo; es pardo, y tiene la cabeza alargada, con las antenas bastante larguitas; sus élitros, que son las alitas, muy pegaditas al lomo, y todo su cuerpo vestido de pelo sedoso y fino: venía andando muy serio, con la cabeza llena de polvo, porque acababa de salir de un agujero que tenía hecho en el rincón de la casa de un pobre pastor.
–Yo debo ser de los más útiles al hombre -venía diciendo el reduvio- porque me como las chinches, que tanto le mortifican a él y a sus hijos.
En efecto; este insecto, largo y oscuro, está siempre al acecho de las chinches, para lo cual hace un agujero en los rincones o rendijas de las casas sucias, y allí enseña a ser limpios a los hombres, limpiándoles la casa de chinches, porque todas cuantas pasan a su alcance las mata, y tiene buen cuidado de llenarse la cabeza de polvo, para que ellas no le vean, y caigan entre sus mandíbulas; y cuando tiene mucha hambre, no las espera, sino que va él mismo a buscarlas a sus niños.
La hormiga-león apareció muy cerca, entre el león de los pulgones y el estafilino (4). Venía la hormiga-león con sus cuatro alas desplegadas y sus antenas o cuernecillos de la cabeza en forma de gancho.
–Yo sí que soy útil –decía, y balanceaba su cuerpo largo, y miraba a todas partes con sus ojos saltones–. Gracias a mí se ven los campos limpios de muchos cientos de hormigas.
Y así es, porque la hormiga-león, que es larga, como medio meñique, y que tiene unas patas cortas y débiles, con las que apenas puede andar hacia atrás, se dedica a cazar hormigas, haciendo un hoyito en forma de embudo, en medio del cual se mete ella, dejando solamente fuera sus mandíbulas; y así que pasa una hormiga, como el hoyo está hecho de arena muy finita, que acarrea con las patas, las hormigas se escurren en ella, y si acaso no se escurren bien, ella las ayuda a caer, echándolas arena encima, con lo cual caen atontadas al fondo del embudo, y allí se las come. ¡Con que, vaya si hace servicio al hombre la hormiga-león!; y lo más raro es que, así como casi todos los insectos, vive de tres modos Pero el Sol seguía llamando a los insectos, y no puedo explicar del todo estas tres maneras de vivir que tenía.
Llegó al claro de sol la libélula o caballito del diablo, y ¡allí fue ella! ¡Qué de giros y revoloteos con sus alas, que parecía de acero labrado con oro! Venía dando vueltas, y subidas y bajadas, como si estuviese prendida por un hilo invisible; traía sus largas patas prontas a posarse sobre el borde de alguna espadaña, junco o cañizo de los que crecen al lado de las fuentes y arroyos, que es donde le gusta ponerse, lanzando de todo su cuerpo destellos azules y verdes. Trabaja mucho la libélula en favor del hombre, porque ella se come todos los insectos pequeñitos que caen entre sus mandíbulas, armadas de cinco fuertes espinas; de modo que se puede decir que es una especia de ave de rapiña del mundo de los insectos. La libélula también vive de tres maneras, y de las tres maneras es útil al hombre: a lo primero son larvas que salen de los huevecitos, puestos por las hembras en los estanques y charcas; así que sale del huevo la larva, comienza a devorar insectos, para lo cual tiene un labio muy largo, muy largo, terminado por un par de sierpecitas, con las que coge su presa; mientras vive siendo larva, tiene el cuerpo gordo y robusto, la cabecita muy aplastada, y nada de alas ni de patas, siendo tan feísima de larva como es bella cuando es grande: así vive un año. Después se hace ninfa, que es como si dijéramos joven, y entonces empiezan a nacerle las alas, y para llegar a ser persona formal tiene que perder su piel, o, por ejemplo, desollarse, para lo cual se pone al sol hasta que la piel se le resquebraja y se le abre por la mitad, y entonces sale volando y deja de ser ninfa para ser completa libélula; cuando es macho, pardo rojiza, y toda ella rayada de amarillo cuando es hembra.
El Sol la miraba llegar con su esbelta armadura, cincelada de tornasoles nacarados, y sonreía de satisfacción al mirarla tan bella, derramando sobre las abiertas alas del insecto sus destellos plateados.
El manta-religiosa venía a grandes zancada, por lo difícil que es para este insecto el andar, acostumbrado como está a vivir quieto, como un ermitaño, en las ramas y hojas de las plantas y árboles; traía cuestión con su mujer porque la hembra de este insecto es muy quisquillosa, y desde el día siguiente al de la boda, ya anda riñendo con el marido; de modo que muchas veces lo mata a mordiscos, porque en realidad no hace falta el macho para criar a los hijos, porque el manta-religiosa hembra los sujeta a las ramas con un betún o goma, y allí se calientan al sol, que es el que hace que nazcan con sus rayos.
El clerón hormiguero, a pesar de ser muy pequeñito, pues su cuerpo abulta tanto como una lenteja gorda, venía muy engreído con su misión utilísima para el hombre.
–Yo me como el gorgojo del trigo –le decía al Sol a grandes voces–. Soy pequeñín, pero, gracias a mí, los graneros se libran de ese pícaro insecto llamado gorgojo, que agujerea los granitos del trigo, y hace que la harina tenga mal sabor y mal color, y, por lo tanto, tenga mal sabor y mal color el pan, que es el mayor alimento del hombre
Y entre el microgaster y el betilo, y otros insectos devoradores de plagas dañosas a los campos y jardines, venía la Esfinge vellosa, muy afamada por decirle al Sol que ella mataba todas las orugas, librando de esta plaga a los huertos.
Pero apenas habían empezado a explicarse estos insectos, cuando llega la familia de los cárabos. Uno de ellos, corpulento y arrogante, del tamaño del dedo gordo de la mano, venía a zancadas sobre sus largas patas negras, y traía sus dos antenas tiesas delante de sus ojos saltones. Llegó henchido de orgullo con su vestidura de color violado y sus élitros, esas especies de alitas de los insectos, de un color verde de latón.
–Mira, Sol querido, le dijo al astro del día, yo no solo soy el más hermoso de los insectos, sino que me tengo por el más útil, porque hago el mayor beneficio al hombre comiéndome infinidad de bichitos.
–Tantos como tú me como yo, y no alboroto la mitad, dijo el gusano de luz o luciérnaga, que venía despacito, arrastrándose sobre su cuerpecito blanquinoso: como era de día, no brillaba la lucecilla que lleva este insecto sobre su abdomen (el abdomen de los insectos es la barriga, dentro de la cual tienen los aparatos de la nutrición). En efecto, el gusano de luz no solo es bello de noche por la luz azulada y diáfana que arroja de su cuerpo, semejante a una cabeza de fósforo cuando se la restriega, sino que es un animalito muy útil al hombre, por las muchas babosas y gusanitos de las plantas que se come.
–¡Que me pongo el manto! ¡Que me pongo el manto!, llegó diciendo la mariquita, ese insecto del tamaño de una lenteja, que anda sobre todas las yerbecitas, hojas y frutas de la tierra. Venía con sus élitros cerrados sobre su cuerpecito, blando y tierno; sus seis patitas negras y sus antenas, terminadas en una macita. «Yo soy pequeñita y bonita, y cuando abro mis alas parece que me pongo un manto encarnado, porque mis élitros son rojos, con siete puntitos negros: me como todos los pulgones y bichitos casi invisibles que encuentro sobre las hojas y las frutas de los campos y de los jardines y huertas. Dime Sol: ¿mereceré el premio?...»
–¡Atrás todos; atrás todos, que llego yo!, dijeron las cincidelas, y se presento una, con una cabeza muy grande, relativamente a su pecho; la cabeza es como un cañamón, y el pecho como la mitad (el pecho en los insectos se llama tórax); su color es verdoso, brillante, como si fuera de metal. La cincidela es una terrible devoradora de insectos; para cogerlos se vale de una astucia, porque todo ser pequeñito que tiene que atacar a otro más grande que él, no tiene otro remedio que valerse de la astucia; la cincidela hace un agujero en la tierra y lo reviste tan a la perfección que parece que lo estuca; para esto va echando una babilla que, cuando se seca, hace el oficio de cal; así que está hecho el agujero o pocito se mete dentro, y se pone de modo que su cabeza tape la boca del pozo; los huecos que quedan entre su cabeza y las paredes de su obra, los cubre con pajitas y tierra, y allí metida espera sin moverse a que pasen por encima de su cabeza los insectos; así que siente uno, agacha la cabeza y ¡cataplán!, cae el insecto dentro del pozo, envuelto en las pajas y la arena, y allí se lo come la cincidela: de modo que se puede decir que estos insectos hacen las ratoneras del mundo insectil. Además de esto, le dijeron al Sol que ellas servían de objeto de adorno para los trajes de la compañera del hombre, y, en efecto, la cincidela seca adorna las flores y las plumas de los tocados femeninos, con lo cual se hace un gran comercio de estos bichitos.
–Bien –les dijo el Sol a todos éstos y otra porción de insectos semejantes, que fueron llegando desde todos los rincones del valle–. Ya estáis aquí reunidos todos los que hacéis beneficios al hombre, librándole de otras plagas de insectos que le destruyen sus campos, huertos y jardines, y le comen sus cosechas de granos, frutos y flores; útiles sois, en efecto, a mi hijo el más querido de todos, que es el hombre; pero me parece que debemos esperar, para entregar el premio, a que lleguen muchos más que veo por allá abajo, y que, si no me equivoco, por lo que yo sé (pues ya os dije que el Sol lo sabe todo por la propiedad de penetrar con sus rayos en todas partes), se me figura que le hacen al hombre beneficios más directos y de mayor importancia que los vuestros. Quedaros aquí, cerca de mí, que cuando ya no quede ninguno por llegar, entonces se determinará para quien ha de ser el premio.
–Aquí me tienes, Sol, –dijo un escarabajo pelotero, gordo, negro y lustroso, con tórax (pecho) muy ancho, la cabeza aplastada, las antenas cortas y terminadas en forma de maza, es decir, como si fueran un as de bastos; los élitros o alitas casi cuadradas, y sus patitas largas. Venía dando vueltas a una pelotilla de estiércol, que hace para que la hembra ponga dentro sus huevos, y con el calor del estiércol nazcan los escarabajitos chiquitines.
–Creo que soy muy útil al hombre siguió diciendo–, porque de mi cuerpo, estrujado, se saca un aceite que tiene la propiedad de calmar los dolores agudos. ¿Dónde me pongo?
–¡Quédate ahí! –contestó el Sol lanzando una ráfaga brillante sobre los élitros del insecto–, separado de los demás bichos, porque tú eres para el hombre de una importante utilidad.
Llegase en esto el ciervo volante, un insecto inmenso, del tamaño de una bellota, muy gordo, muy gordo; insecto que tiene unas mandíbulas enormes, en forma de cuernos de ciervo; sus antenas son finitas y cortas, acabadas en maza; sus seis patas miran cuatro hacia atrás y dos hacia delante; su cabeza y tórax son negros, y el abdomen (ya se sabe que el abdomen es la barriga de los insectos), es pardo. Este insecto tan grande y tan feo, es lo más inofensivo del mundo; vive chupando la savia que se escapa de los robles y de algunos otros árboles, de modo que no roba nada, ni mata a nadie para vivir, manteniéndose de lo que sobra; su utilidad al hombre es mucha, pues, reducido a polvo en un almirez, después que está bien seco, sirve para aliviar los dolores de reuma y de gota, y los dolores nerviosos; y convirtiéndolo en aceite, sirve para mejorar la epilepsia. Según dicen algunos libros, las larvas del ciervo volante eran comidos en los banquetes de los romanos, como entremeses o condimento de los guisados. El Sol hizo tomar al insecto un sitio reservado, como muy útil que es para el hombre, y enseguida atendió al aceitero, que llegaba arrastrando pausadamente su negro y lustroso cuerpo: el aceitero vive comiendo hojas de plantas rastreras, tiene las mandíbulas en forma de sierpecita, y se parece mucho a un gusano gordo, pues no tiene alas: su olor es muy fuerte y muy acre, y del aceitero se saca un aceite esencial que alivia la gota, la parálisis y el reuma; pulverizado este bichito después de seco, sirve para que no enconen las picaduras de los escorpiones, y hasta se dice que sirve para curar la mordedura del perro rabioso, de modo que no rabie la persona mordida; es del largo del dedo grande de la mano, y con todos estos antecedentes bien se comprende que el Sol colocaría al aceitero entre los muy útiles. Apenas se había quitado de en medio, llegó por el aire la cantárida, que una mosca grande, verde brillante, con reflejos de púrpura y oro, como si fuese un pedacito de fuego volante.
–Heme aquí le dijo al Sol–, mi cuerpo, cuando está seco, se pulveriza y hace un emplasto mezclado con ciertas grasas, y aplicado este emplasto sobre la piel del hombre, la levanta en vejigas y la desahoga de los malos humores; gracias a mí, no se mueren muchos de pulmonía y de otra porción de enfermedades, y yo salvo a muchos niños de morir estrangulados por las anginas o cieguecitos por las escrófulas. ¿En dónde me coloco, Sol?
–Allí, entre los muy útiles. En verdad, bella mosca, que eres de los insectos más beneficiosos para el hombre.
La mosca se fue a su sitio y allí contó a los demás insectos muchas cosas, porque como mosca es muy parlanchina: les dijo que sus hijitos y ellas mismas viven en los fresnos, y que tienen un olor tan fuerte, que cuando se reúnen muchas producen mareos al que pasa cerca de ellas.
En esto estaba cuando llegó el cínife del roble, trayendo, para muestra de su trabajo de utilidad, una agalla de roble. Este cínife es un mosquito un podo mayor que los de trompetilla, con el cuerpo más grueso y los ojos más saltones, y las antenas o cuernecitos de su cabeza más largas: tiene cuatro alas transparentes, como si fueran de tafetán de seda; patas largas, y todo él está revestido de pelo fino y blanco. La esposa del cínife, para poner sus huevos, hace una pinchada en el roble, y en ella pone el huevo; el roble se encona con la herida, y arroja una porción de resina, con la cual se forma una bolita alrededor del huevo, y esta bolita es la que se llama agalla del roble; el huevo se transforma en larva, luego en ninfa y, por último, sale de la bolita hecho cínife: las agallas de roble son de mejor calidad cuando tienen dentro dicho bichito, y con estas bolitas se fabrica la tinta y una porción de ingredientes para la pintura de telas, muebles, casas, etcétera, etc. Se puede decir que la agalla del roble es la cuna que el cínife hace para sus hijitos; su existencia es, por lo tanto, sumamente útil al hombre; ella es la base de esta tinta con que se escribe para que los niños aprendan a ser buenos, trabajadores y racionales. El cínife del roble y su agalla se colocaron entre los muy útiles.
Detrás de éstas apareció la cochinilla, con su cuerpecito grueso y encarnado oscuro, del tamaño de un guisante; las alas de este bichito son grandes, relativamente a su cuerpo, ligeras y blancas; la hembra no las tiene, y su color es moreno muy oscuro; sus patitas son largas, las antenas, o sea los cuernecitos de la cabeza, son cortitas, compuestas de diez artejos o pedacitos, y al final de su abdomen tienen dos rabitos como si fueran dos hebras de seda engomada; la hembra tiene el cuerpo revestido o cubierto de un polvillo blanquinoso y suave; esta pobrecita hembra, así que termina de poner los huevos, se muere, y su cuerpo seco le sirve de protección a la cría: los chiquitines tardan diez días de pasar de niñitos a jóvenes; ya se sabe que los niñitos son las larvas, y los jóvenes son las ninfas. La ninfa de la cochinilla vive quince días, pasados éstos se vuelve persona formal, es decir, cochinilla perfecta.
Venía la cochinilla muy satisfecha de sí misma, a decirle al Sol lo útil que es al hombre: en efecto, este insecto es el que produce ese hermoso color rojo o carmesí, con el cual se tiñen las telas, los papeles y otra porción de cosas; color que tanto entusiasma a los españoles cuando lo ven en su bandera. Este bichito tan pequeñito, nació en América; vive comiendo las hojas del nopal, de la higuera de la India y de la higuera chumba. Tanto el macho como la hembra viven quietecitos sobre las hojas de estos árboles, y el hombre, para sacar más producto de ella, la cría a mano, es decir, que hace rebaños de cochinilla, como los hace de carneros y de cabras; un buen pastor de cochinilla tiene que hacer lo siguiente: cuidar de que los insectos se extiendan bien por todo el árbol, porque como ellos se mueven poco, necesitan que los lleven o siembren, que viene a ser lo mismo, a sitito donde se desarrollen bien, sin estar apelotonados; para esto se hacen unos niditos de algodón, o de trapo fino, y se ponen encima las hembras, dentro de un cajón; las hembras llenan de huevecitos estos nidos, y cuando están bastante llenos de cochinillas chiquititas, se ponen sobre las hojas de la higuera del nopal, sujetándolos con unas púas, de modo que no se caigan: esto es lo que se llama sembrar la cochinilla; así que está groda y fuerte, para lo cual hay que cuidar mucho de que no les falte buen alimento, y de que no se mojen; se van separando de las hojas con una brochita, y se recogen, poniéndolas a secar en un horno o metiéndolas en agua hirviendo dentro de una cesta; ya secas o escaldadas, se venden, a razón de un tanto el kilo; y de tal modo saca beneficio el hombre de estos insectos, que hay provincias en donde se hacen ricos muchos con la venta de la cochinilla, por ejemplo en las Canarias, en donde sube a muchos miles de pesetas el importe de este comercio. Llegó la cochinilla al sitio de honor, y allí empezó a manifestar sus muchos méritos; el Sol la acariciaba con sus más ardientes rayos, de modo que el insecto brillaba como un rubí transparente, que es, una piedrecita roja y diáfana como un pedacito de cristal labrado.
–Creo que ya se puede cerrar el certamen –dijo la cochinilla conforme se acercaba a la mesa presidencial, que la ocupaba un rayo de sol de los más espléndidos.
–No, hermosa mía le contestó el Sol–, porque allí veo un gran movimiento en la multitud de insectos que acudió a mi llamada, y por el ruido que arman y el respeto con que se paran ante el que llega, me parece que se acerca un insecto de los más útiles al hombre; déjame que oiga la relación de sus méritos, y ya resolveré lo que sea más justo, pues no hay que olvidar que el premio ha de llevárselo el insecto que sea más útil y beneficioso.
Todos los insectos se separaban respetuosamente ante el que se acercaba. Venía volando, a vuelo caprichoso y rápido; era una mariposa, no muy bella, pero proporcionada, de color blanco cenizoso; tiene cuatro alas transparentes; el cuerpo grueso y velludo; sus antenas son cortas, en forma de sierra en las hembras.
–¡El gusano de seda, el gusano de seda! decían todos los insectos.
En efecto; el que llegaba era el gusano de seda en su estado perfecto, que es el de mariposa; traía al lado a su hembra, y ambos empezaron a relatar sus méritos.
–Yo dijo la hembra– pongo de trescientos a cuatrocientos huevos, de color blanquinoso; mis hijos salen del huevo a los siete u ocho días; salen de color negruzco, con la cabecita negra brillante; a los cuatro días de nacer hacen la primera muda, que consiste en dejar la piel; pasados otros siete días dejan la segunda piel, tomando entonces un color verdoso sucio; pasados otros siete días mudan la tercera piel, que dan de color gris claro, y pasados ocho o diez días mudan la cuarta piel; trabajan mucho mis hijitos para mudar de piel y lo hacen sujetándola con unos hilitos que tejen alrededor de su cuerpo, para que, al tirar de la piel por la cabeza, no se les venga detrás. Pasadas las cuatro mudas, mis hijitos seguía diciendo la mariposa hembra del gusano de seda– empiezan a comer hojas de morera hasta que engordan y se hacen unos gusanos grandes, del tamaño de un dedo, volviéndose de un color blanco transparente. Una vez dispuestos a pasar a ninfas, mis hijos buscan un sitio donde hilar su capullo, pues para llegar a ser perfectos como yo, necesitan encerrarse en un capullo, y aquí, del trabajo de mis hijitos al hilar este capullo, empiezan a arrojar un hilo por un tubito que tienen debajo del labio, y echando hilo, echando hilo sin parar, lo van arrollando alrededor de su cuerpo, empezando desde abajo; y dando vueltas, vueltas, siempre echando hilo, concluyen por encerrarse en una bolsita de seda amarilla blanquinosa, reluciente y tersa, como si fuese una bellotita de oro puro.
»Una vez encerrados en su capullo que tardan en hacerle ocho o diez días, a pesar de tener que hilar de trescientos a cuatrocientos metros de seda, se duermen dentro del capullo por unos veinte días, y en este tiempo mudan la quinta piel; a los veinte días ¡ras!, hacen un agujerito en el capullo y salen hechos unas mariposas como yo.
Tomó el macho la palabra porque, como persona bien educada, había dejado hablar primero a su mujer, y dijo:
–¡Oh! Sol; cuanto ha dicho mi esposa es cierto; ahora yo añadiré que nuestra utilidad para el hombre consiste en los capullos que hilan nuestras larvas.
» Nuestros huevecillos, recogidos por el hombre, son vendidos por kilos; estos huevos los llama el hombre semilla; convenientemente calentados en unas estufas, y otras veces en el mismo seno del hombre, se abren unos cañizos que, en forma de vasares, se tejen y colocan en una habitación seca y ventilada; los que se dedican a nuestra cría llenan estos vasares de hojas de morera, para que comamos y mudemos nuestra piel con toda comodidad, teniendo que cuidar que no nos confundamos en nuestras diferentes mudas de piel, y teniendo que cuidar además de que no haya ni mucho frío ni mucho calor en la habitación en donde nos pongan; así que las larvas han terminado el capullo, hay que cogerlos, separar los más hermosos y dejarlos tranquilos en un sitio, hasta que salga de ellos la mariposa, que es menester cuidar de que se case enseguida, para que empiece a tener hijitos y dé mucha semilla: por eso se dejan los capullos mejores; los demás se recogen y se llevan a un secadero, donde se ponen para que el calor ahogue a las ninfas que tienen dentro los capullos; de manera que no llegue a salir de él y muera dentro, porque la seda es mejor cuando la ninfa no rompe el capullo.
–Algunas ninfas he ahogado yo dijo el Sol–, porque muchos criadores de gusanos ponen los capullos ante mis rayos para que se mueran las ninfas con mi calor.
–Nosotros continuó la mariposa–, somos naturales del Asia y, sin disputa ninguna, allí es donde nos cuidan mejor: el hombre busca remedio a nuestras enfermedades, que son muchas; siembra y cultiva infinidad de moreras para que nosotros solos nos comamos las hojas; nos tiene en habitaciones con caloríferos; y del capullo de nuestras larvas hace tejidos maravillosos. En España nos cuidan regularmente, porque en España no se ama a la Agricultura, y a sus industrias propias, todo lo que era menester; y en cuanto al amor de la naturaleza que tan noble, generoso y feliz puede hacer al hombre, en España, es letra muerta; sin embargo, le gusta mucho al español, y sobre todo a la española, vestir con telas de seda; y las telas más hermosas del mundo, el brocado, el terciopelo, el gró, el encaje y la gasa, se tejen con los hilos de seda que arrolla nuestra larva alrededor de su cuerpo para volverse ninfa y después mariposa.
»Útiles en extremo, hacemos que el hombre gane montones de oro, vendiendo la seda que saca de nuestros capullos, y todas las bellezas del lujo se las proporcionamos nosotros.
»Creo que no habrá ya nada más que hablar, respecto al premio, porque dudo que haya otro insecto que sea más beneficioso para el hombre que ésta y yo.
Así diciendo el gusano de seda, dio una graciosa voltereta alrededor de su mujer, y se quedaron los dos plantados delante de un rayo del sol.
Todos los insectos se arremolinaron en torno de la pareja que acababa de hablar, porque, después de lo que habían oído ya, no tenían duda de que el gusano de seda se llevaría el premio ofrecido, y se esperaban el suceso para aplaudir con todas sus fuerzas al que resultara premiado, porque entre los insectos no hay esa pasión baja y ruin llamada envidia, y ninguno siente la tristeza del bien de sus semejantes; y no siendo para comer, o para casarse, el insecto no hace jamás ningún daño a sus hermanos, con lo cual, hay muchos pensadores que andan dudando de si serán los insectos más morales que los hombres.
En esto estaban cuando, ¡chún, catachún, chún, chún !, sonó una música muy parecida a la marcha real oída desde lejos; era el zumbido de una gran mosca negruzca que se acercaba acompañada de otras dos más grandes que ella; venía volando a todo volar.
–Paso, paso dijo el Sol–, aquí llega otro insecto, y por el sonido que trae, me parece que es insecto de alta categoría.
Toda la multitud se separó respetuosamente delante del recién llegado: éste era una mosca que al pronto parecía bella, pero que mirándola despacio era verdaderamente hermosa; porque la belleza no resulta de más o menos colores chillones, ni de más o menos adornos, picos y dibujos, sino del conjunto proporcionado de todas las partes del cuerpo o del objeto, de modo que ofrezca una armonía sencilla y una esbeltez graciosa. El color de la mosca era gris oscuro, casi negro; tenía el tamaño de un dedal de niña; la cabecita en forma de triángulo, y en ella cinco ojos; dos, uno a cada lado y los otros tres en medio; el tórax, que no hay que olvidar que es el pecho de los insectos, lo tenía redondo; el abdomen, de forma alargada como una bellota; y las patas revestidas de pelos cortos y fuertes en forma de cepillitos prolongados; traía un pequeño aguijón en forma de gancho; sus alas eran esbeltas y transparentes, y todas sus formas acusaban una elegancia especial.
–Soy la abeja –dijo la recién llegada– he venido la última por no perder mucho tiempo de trabajo; y si el Sol me lo permite, no diré nada de mí porque, a la verdad, me causa rubor hablar de mis méritos delante de tantos insectos tan útiles y beneficiosos como hay aquí.
El Sol la interrumpió exclamando:
–No te permito, mi querida abeja, que calles el más leve de los favores, utilidades y beneficios que otorgas al hombre; por esta vez es necesario que dejes a un lado tu noble y honrada modestia, y que digas todo cuanto se relaciona con el asunto; mucho te enaltece y muy grande virtud es el que te juzgues la última de todos, y a la verdad, mi querido insecto, que el ejemplo de modestia y de laboriosidad que has dado, deberían seguirle no solo los insectos, sino los hombres, pues antes que de los premios deben ocuparse las criaturas de los trabajos, y antes que de alardear o hacer ostentación de sus virtudes, deben los honrados enaltecer y glorificar las de sus prójimos; pero hoy he resuelto hacer una excepción, y te mando, abeja, que digas la verdad de lo que eres.
–Aunque sintiendo tener que hablar de mí, malgastando de este modo un tiempo precioso para los trabajos del colmenar, voy a obedecerte, porque es sabido que tú, ¡oh, Sol!, eres el padre de los insectos, y no cumpliría con el primero de los deberes de un buen hijo, si no te obedeciese inmediatamente, y con la mejor voluntad. Empiezo la relación de mis méritos presentándote a mi madre, a quien también llamamos maestra y reina, y a su marido el zángano: ninguno de los dos son iguales a mí, y ellos entre sí tampoco se parecen; de modo que , aunque los tres tenemos mucha semejanza, los tres somos distintos.
La maestra o madre se acercó acompañada de su futuro marido, y decimos futuro, porque el zángano, al otro día de las bodas muere; y así como el final de la vida de los hombres es la vejez, el final de la vida de los zánganos es el matrimonio; la madre es un insecto dos veces más grande que la abeja; las alas las tiene más cortas, y el abdomen terminado en punta, las patas son más gruesas y amarillentas. El zángano es también más grande que la abeja, tiene la cabeza más redonda y el abdomen más ancho.
Una vez hecha la presentación de sus padres, la abeja continuó su discurso:
–Yo, mi querido Sol, pertenezco a una gran familia, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, es decir, que no se puede saber con certeza de dónde procedieron mis primeros padres.
–Lo mismo sucede en casi todas las familias o especies de criaturas, dijo el Sol.
–Primero te diré que mi vida es inofensiva y que solo para mi defensa consiento en matar; mi alimento es el azúcar que tienen muchas flores en sus cálices, o sea, en el fondo de sus corolas, llamado nectario; con estas patitas que ves busco en las flores el polvillo que tienen, y con estos pelos cortos y fuertes de mis patitas, lo barro como si fuera un cepillo; las flores se ponen muy contentas con que yo las quite su polvillo, porque de este modo tienen casi seguridad de hacer matrimonios, pues todos sus secretos me los cuentan, y yo los llevo de unas en otras hasta que al fin se convienen los novios; con estas pincitas y la abeja le enseñaba al Sol unas pinzas que tiene en sus patitas de atrás– hago una bolitas con todo el polvillo que recojo de las flores, y las voy poniendo entre las patas; enseguida, cuando ya no puedo cargar con más bolitas, me revuelvo dentro del nectario de la flor, y como todo el cuerpo lo tengo revestido de pelitos, todo él se me queda cubierto del polvillo o polen de las flores; ya cargada del todo echo a volar y llego al hueco o agujero, en donde mis padres decidieron que estuviese el colmenar; allí suelto mi carga y se la doy a otras compañeras mías; éstas, así que cogen la carga, empiezan a separar las sustancias que tiene, de modo que, mezclando algunas con un cierto licor que producimos en nuestro estómago, se forma una especie de jugo o almíbar riquísimo, llamado miel por los hombres. Como nosotras no podemos comprar ni tinajas ni botellas y tenemos precisión de guardar esta miel par no morirnos de hambre en el invierno, fabricamos unos tubitos en forma de pluma de ganso partida por la mitad, y pegamos estos tubitos unos a otros; estos tubos, que no son redondos del todo, forman lo que se llama panal, cuyo panal lo pegamos por uno de sus lados a la pared del colmenar; así que el panal está hecho, empezamos a llenar los tubitos de miel, y enseguida ponemos a cada tubo su tapadera; para fabricar el panal se ocupan muchas hermanas, que las llamamos cereras, en amasar una grasilla que tenemos debajo de las alas, y con esa grasilla, que se llama cera, queda terminado el panal. Para que sepas, ¡oh Sol!, cuánto trabajamos, te diré que hay abeja cerera que hace cada hora más de doscientos tubos. Además de la miel y de la cera, hacemos otra sustancia llamada propolis o betún de colmena, con el fin de tapar todas las rendijas del colmenar para que no entre frío y con el fin de envolver a los cuerpos de las abejas que mueren en un sitio donde no las podemos sacar afuera; de este modo no se corrompe su cadáver dentro del colmenar.
–Yo dijo la madre–, no tengo otra misión que poner huevos, tantos, que pasan de 20 000 los que pongo en mi vida; estas abejas y la madre señalaba a la abeja obrera–, me fabrican un panal de la misma forma que hacen para la miel, y en cada tubito deposito un huevo; a los tres días sale la larva, porque nosotras también tenemos tres maneras de vivir. La larva, o sea el niñito de las abejas, es blanquinosa y tierna; así que nacen mis otras hijas, las obreras empiezan a servirla de nodriza; las dan un jugo compuesto de agua y azúcar; a los seis días, empieza a volverse ninfa, o sea jovencita, y entonces las nodrizas cierran el tubo donde está con una tapadera muy finita; dentro de su nido la ninfa hila un capullo muy finito y se duerme dentro de él unos quince días; pasados éstos, empieza a roer la tapadera del tubito, y sale de él convertida en abeja, que, a las dos o tres horas de estirarse y secarse bien, se pone enseguida a trabajar, si es obrera, pues, como antes dijo mi hija, nosotras nacemos ya con nuestros destinos especiales, y unas nacen para obreras, otras para madres y otras para zánganos; siendo tal nuestra conformidad a los mandatos de la naturaleza, que jamás armamos revoluciones por quitarnos unas a otras nuestros destinos, y lo que hacemos es procurar, cada una en lo suyo, cumplirlo lo más exactamente que nos sea posible.
–Mi madre, dijo la obrera, es madre y reina a la vez, y vive sola con sus hijos; de modo que cada colmena forma una sola familia, porque esto sería un trastorno para el orden de los trabajos, y no podríamos vivir sanas y en paz (en esto no se parecen las abejas a los hombres, que amontonan sus familias en una misma casa, con lo cual infeccionan el aire y aminoran la luz, y quitan a la familia el recato, la paz y quietud que debe haber en toda reunión de seres honrados).
» Nuestra existencia es el trabajo continuo, y solo cuando es preciso defender nuestras vidas, la de nuestros hijos o la de nuestros padres, es cuando herimos a los enemigos; pero el herirlos nos cuesta morir, porque el aguijón que clavamos, como se queda enganchado en la herida, nos produce a nosotras otra herida, y de ésta morimos a las pocas horas de picar.
» El hombre se dedica a sacar de nuestros panales la miel y la cera, y, para conseguirlo, no le obligamos a ningún trabajo rudo, sino a un poco de atención y otro poco de ternura, pues si el cosechero de miel es hábil y cariñoso, nosotras nos acostumbramos a su presencia, de modo que ni huimos de él, ni le ofendemos, y trabajamos nuestros panales hasta en su misma casa. Para sacar de nuestro producto una gran utilidad, no tiene que hacer otra cosa que cuidar de que no nos falten en primavera flores, en invierno un poco de miel y abrigo contra el hielo, y en todo tiempo agua pura, porque nosotras somos muy limpias, y no solo necesitamos agua pura para beber, sino para lavarnos, y para esto queremos agua fresca y pura; con estos cuidados y ponernos, en sitio tranquilo, unos cajones de madera o de corcho, en forma de tronco de árbol, ya estamos satisfechas y ya puede contar el hombre con grandes beneficios.
»Nuestra miel sirve de alimento y de medicina, y de la cera se saca una infinidad de ingredientes para industrias y medicamentos. Nosotras, pues, no solo le damos al hombre alimento y medicina, sino ganancia inmensa, y en cambio le exigimos muy pocos cuidados. He terminado, ¡oh, Sol!, mi relación, y por tanto, te pido permiso para retirarme a trabajar en mi colmena, pues estamos en mayo y en este mes es cuando tenemos más que hacer en el colmenar, porque las madres nuevas que acaban de salir de las celdillas, están formando familia o sea enjambre para irse a otro lado, y construir un colmenar nuevo, todo lo cual necesita hacerse con gran orden y con el consentimiento de todas nosotras.
Quedose el Sol un poco nublado mientras pensaba en todo lo que le habían dicho los insectos, y después, lanzando sus más espléndidos fulgores sobre la abeja, se expresó de este modo:
–¡Oh, insectos míos! Los muy queridos y acariciados por mí ya en estado de larvas, de ninfas o de mariposas: Atendedme con la reverencia y el amor que merezco por los cuidados que os otorgo. Es cierto que vosotros, desde el drilo hasta la cincidelas, sois muy útiles al hombre, pues andáis devorando continuamente a los demás insectos, y de este modo limpiáis los campos, huertos, bosques y jardines de las plagas de la langosta, caracoles, gorgojos, babosas, etc., etc., quede tal modo destruyen los granos, verduras y frutas de las cuales se alimenta el hombre; con vuestro oficio de limpiadores le hacéis al hombre un gran beneficio; pero ¡qué queréis que os diga, vuestra utilidad es muy sangrienta!
» Para ser útiles a la vida tenéis que ir matando vidas, y esto, a la verdad, que es muy horrible; retiraos del certamen, porque, en conciencia, no puedo daros premio ninguno, que si bien vuestra misión es beneficiosa, resulta tan terrible, que lo más que se puede hacer es aceptaros como una triste necesidad, pero de ninguna manera entregaros un premio.
» Vosotros, desde el escarabajo pelotero hasta la cochinilla, venid aquí, y creed que estoy muy complacido de los servicios que prestáis a mi hijo querido, el más querido de todos, que es el hombre; vosotros todos, sin matar ni causar dolor a vuestros semejantes, le dais con vuestros cuerpos medicinas para el alivio de sus enfermedades, o ingredientes para sus industrias; y, por cierto os digo, que si no hubieran llegado detrás de vosotros el gusano de seda y la abeja, el premio lo hubiera repartido entre todos; venid, pues, acá, los que sin destruir, ni matar, producís y vivificáis, y que mis destellos blancos os inunden de resplandor.
» Y ahora, acércate, ¡oh gusano de seda!, y colócate detrás del ciervo volante, porque, si bien tu trabajo es maravilloso, hay dos inconvenientes muy grandes para que sea tuyo el premio. El hombre aun no es feliz, ni vive sano y fuerte; y mientras no viva sano, fuerte y feliz, el lujo no es para el hombre ni beneficioso, ni útil; y tu capullo de seda, que tanto valor tiene, lejos de prestarle verdadera utilidad y beneficio al hombre, contribuye a hacerle sufrir, estimulando en él los deseos del orgullo y del poder; el día en que los hilos que teje tu larva sirvan para hacer más dichoso al hombre, podrás estar delante del ciervo volante; hoy le es más útil el cadáver del ciervo que, convertido en polvo, le cura la gota y el reuma, que tu capullo de seda, que le adorna con reflejos de oro en sus fiestas y devaneo; y ten en cuenta lo que te digo, para que nunca te presentes inmodesto y orgulloso como te presentaste en este certamen.
Un murmullo de aprobación levantaron los insectos, y el gusano de seda se colocó sumisamente detrás del ciervo volante.
–Ven aquí, hermana mía siguió diciendo el Sol, ven, abeja, y corónate con los rayos más espléndidos de mi gloria; tú, que no solo le das alimento apetitoso y nutritivo al hombre y materiales riquísimos para sus industrias y para sus medicinas, sino que le das el sublime ejemplo del trabajo, de la castidad, de la sobriedad, del amor a la familia, y de la prudencia y la perseverancia, que son las dos más grandes virtudes que puede ostentar la criatura para ser dichosa toda su vida; tu modestia, al llegar la última al certamen y expresar la relación de tus méritos, bastaría para hacerte acreedora al más hermoso premio.
» El último y excelso ejemplo de abnegación que le das al hombre, termina la serie de utilidades y beneficios que otorgas a este mi hijo idolatrado; tú no matas sino para morir; y al clavar tu aguijón en el pecho del enemigo, cuando la defensa de tu vida o la vida de los tuyos te impone esta necesidad, como si te hiriese el mismo dolor que causas, caes muerta en el acto de matar; ¡abnegación sublime que nunca será bastante elogiada, y por la cual se afirmará el triunfo del amor sobre el odio! ¡Ven aquí, oh abeja mía, y toma esta diadema tejida con mis resplandores de oro, y que ella te haga inmortal en el mundo de los insectos!
Así dijo el Sol, y mientras la abeja resplandecía hecha un ascua de fulgores dorados con la hermosa aureola que le ciñó el Sol, los demás insectos batían sus antenas llenos de regocijo, proclamando a la abeja la más útil y beneficiosa de todos los insectos.
Así terminó aquel día sereno y tranquilo del mes de mayo.
Notas
(1) En la Biblioteca Nacional está disponible una copia digital, a la cual se puede acceder pulsando en el enlace (aquí ⇑).
(2) En la actualidad se utiliza el término «drilus» para referirse a un género de coleópteros alargados, cuyo macho es alado, mientras que la hembra es áptera.
(3) En el original se usa «elictros», término que era habitual encontrar en los manuales y diccionarios de la época. Así aparece, por ejemplo, en Vocabulario de todas las voces que faltan a los diccionarios de la lengua castellana, de Luis Marty Caballero (Madrid, 1857).
(4) Aunque el término se suele utilizar para referirse a ciertos músculos del velo del paladar, usase aquí para designar a un miembro del género Staphylinus, perteneciente a la familia de los estafilínidos, coleópteros carnívoros que se alimentan de las larvas de otros insectos depositadas en las sustancias putrefactas.
(5) En 1890 y tras haber recibido el informe favorable del Consejo de Instrucción Pública, Certamen de insectos será incluido en la lista de libros autorizados para servir de texto en la Primera Enseñanza.
(6) En relación con el pensamiento de Rosario de Acuña sobre el papel de la educación en la regeneración social, se recomienda la lectura del siguiente comentario:
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)