I
Etimología de la palabra
Viene de «intermedio» (intermedius, interjacens): aquello que se encuentra entre dos extremos opuestos; la parte media de una línea recta que no lo sería sin la precisa condición de tener en su dentro ese agente que liga su principio y su fin: he aquí el intermediario. La historia de la geología, o sea de la formación de la tierra, nos lo muestra alguna vez fósil en la escala animal o vegetal, ligando especies extremas y desconocidas en la actualidad.
El intermediario es el preciso eslabón con que se une la existencia en sus múltiples transformaciones; es una palabra que realiza todas las evoluciones de la naturaleza; su origen es divino, suprimirla es suprimir a dios; desde él hasta nosotros, debe existir un intermediario; este es el espíritu, intermediario entre la divinidad y la materia, entre el alma y el cuerpo, entre la idea y la palabra, entre el Creador y la criatura: he aquí el intermediario celeste.
En el mundo de los sentidos, el intermediario son los nervios; unen las manifestaciones del espíritu a los movimientos de la carne; hacen vibrar los gustos sensitivos bajo el impulso de la inteligencia, intermediaria del espíritu, intermediario de Dios; henos ya con la cadena reconstruida desde los últimos eslabones, por medio de los intermediarios; desapareciendo esos agentes de la unidad, desaparecería la armónica escala de la naturaleza; la significación de esta palabra es, pues, tan sublime como la precisa de las leyes que regulan la vida; hay que admitirla como necesaria, reverenciarla como divina, conservarla como reveladora; traduce todo un mundo de misterios; es el universo puesto en acción bajo el poder de las perfecciones armónicas de dios; sin ella no pueden reconstruirse los principios de la vida, como no pueden adivinarse los fines del espíritu; esta palabra forma los sostenidos de la creación; suprimiéndola, marcando rudamente con enérgicos trazos los contornos de la vida, desaparecería de entre nosotros el claroscuro de las obras de la naturaleza; el mundo del espíritu y de la materia, serían vigorosos escorzos jamás suavizados por los tonos de las medias tintas; henos aquí de frente con la necesidad imprescindible de los intermediarios, lo mismo en el mundo físico que en el mundo moral: pasemos a otro género de reflexiones sobre el asunto.
II
Los intermediarios geológicos
Son muchos y en múltiples formas y, sin embargo, no son bastantes a reconstruir con minuciosa perfección la escala de los seres.
Desde la piedra hasta el hombre, faltan infinidad de intermediarios, que los profundos estudios de los más hábiles geólogos no han podido descubrir, pero que no por esto se les niega la existencia.
Remontemos el pensamiento a los tiempos en que nuestro sistema planetario era una nebulosa, masa de luz fosforescente, rielando en la inmensidad de los espacios siderales; desde entonces hasta el momento que separados en órbitas gigantescas empezaron a girar los planetas alrededor del Sol, existe un intermedio fabuloso de miríadas de siglos, intermedio que apenas concibe la mente y que nunca analizaron los sabios; he aquí, en esos siglos, los primeros intermediarios que contribuyeron a la formación de nuestro universo.
La Tierra es un hecho; el enfriamiento de su corteza ígnea, la inmensa pérdida de su calor central, al girar en vertiginosa carrera por las soledades del éter, modifican las condiciones de su naturaleza, crean su atmósfera y la disponen para recibir los primeros gérmenes de la vida; henos ya en el periodo intermediario entre la potencia del Creador y el nacimiento de la criatura; ya estamos enfrente de las primeras manifestaciones de vitalidad desarrolladas en la frágil corteza de nuestro incandescente planeta.
El agua, condensándose en la atmósfera, cae en torrentes de fuego sobre la tierra, ofreciendo la cuna que sirve de origen a los seres orgánicos; en este momento aparece el periodo de transición, punto intermediario entre la nada y el todo, entre las tinieblas y la luz, entre la muerte y la vida.
La naturaleza se desarrolla exuberante sobre nuestro globo, mal enfriado todavía, llevando en su seno torrentes de lava y mares de fuego; bajo el calor externo del sol y el de sus entrañas, se forman los gigantescos bosques de helechos y de calamitos; aparece el reptil, así como en las aguas el zoófito y el pez; y el periodo hullífero marca su paso sobre la superficie de la tierra; he aquí otro intermediario en el cual han de terminarse los más arduos problemas de la generación espontánea.
La tierra se puebla de infinidad de seres; los peces y las aves, los reptiles y los mamíferos, los zoófitos y los insectos vagan por sus contornos, cruzando el mar, girando en el ambiente, arrastrándose en los pantanos, paciendo en las praderas, vegetando en las rocas, zumbando en los bosques; la creación se realiza en sus maravillosos principios, y los tipos primitivos de los seres orgánicos aparecen sobre la superficie de nuestro globo con toda la salvaje rudeza de sus formas enérgicas y vigorosas; la tierra registra entonces otro periodo intermediario entre los orígenes de la vida y las modificaciones consecutivas a los medios en donde tiene que desarrollarse.
Pero el mundo está hecho; nada importa que parciales enfriamientos de su superficie trastornen las escalas botánicas y zoológicas; nada importa que la desviación de su órbita primitiva empuje las aguas de los mares y deshaga en diluvio las nubes del cielo, sepultando en ondas cenagosas especies enteras; los orígenes de la vida, manifestados ya en la extensión terráquea, subsistirán a pesar de tan espantosos cataclismos, y los grandes misterios de la creación tendrán ancho espacio donde realizar sus maravillas, en tanto que el calor del astro central reparta sus benéficos rayos por la superficie del planeta.
Pero aún no ha terminado la geología de manifestarnos sus intermediarios; en pos de los grandes periodos en que divide la formación de la costra terrestre, vienen las divisiones zoológicas a iluminar con su brillante colorido la formación de nuestra planetaria morada; la geología desciende hasta encontrar el humus, humildísima cuna de nuestras fecundas existencias, y desde aquel elemento orgánico parte, por grados ascendentes, hasta encontrarse con el mamífero cuadrumano, última manifestación de la vida, con la cual cierra la geología sus hábiles descubrimientos. Del uno al otro extremo existen los intermediarios, y, por consecuencia lógica a la forma clasificadora de los periodos geológicos, entre esa extensa colectividad de intermediarios, entre el humus y el hombre, entre el germen y la criatura, entre la idea y la forma, existen, a manera de firmes pilares, especies tipos donde convergen las condiciones opuestas, representadas por otra serie de intermediarios. Del uno al otro reino, de la una a la otra especie, la transición se verifica insensiblemente, por medio de seres cuyas cualidades alcanzan alguna parte de los extremos; subdividiendo esta segunda escala, encontramos también tipos que concretan especies y familias, y entre ambos otra serie de intermediarios, muchos de ellos perdidos con toda su descendencia en la oscura noche de los siglos pasados, y algunos, tales como el pterodactylo presentándose en esqueleto fósil ante las escudriñadoras miradas del geólogo y mostrando en su gigantesco cuerpo de reptil, en su poderoso cuello y cabeza de pájaro y en sus vigorosas alas de murciélago, la misión intermediaria de su existencia, lazo de unión entre el ave y el saurio, entre el cielo y el cieno, entre lo bello y lo feo, entre la luz y la sombra.
Por donde quiera que abra la geología sus páginas de piedra, se descubren vestigios del intermediario, y si a grandes distancias se pierden en las tinieblas de esos escalones por donde la vida ascendía a su perfeccionamiento, en otros periodos está reconstruida con minuciosos detalles tan hábil evolución, no habiendo género de duda al afirmar que existieron los intermediarios, hoy perdidos a pesar de las indagaciones de la ciencia, puesto que con una sola especie, con una sola familia, con un solo individuo en que aparezcan las cualidades distintivas de su misión intermedia, basta para asentar como ciertas las modificaciones ascendentes de la vida por transiciones lentas y múltiples.
III
El intermediario de la especie humana
A primera vista, y sin previo conocimiento de causa, a cualquiera se le ocurre que el intermediario de nuestra especie es el gorila o mandril, y aun los que más avanzan suponen encontrarle en el cafre o en el hotentote: no se puede negar, de una manera rotunda, que ambos grupos no forman una clase de intermediarios entre nuestra familia; pero el sitio que ocupan en la escala animal es anchísimo terreno donde se hallan diseminadas las cualidades distintivas de la humanidad, desde sus más toscos principios hasta los trazos rudimentarios de la más alta inteligencia; por lo tanto, no puede verse en esos grupos de monos y de salvajes otra cosa que el principio de una especie intermediaria, es cierto, de otras más toscas e inferiores, pero nunca el paso insensible y delicado al perfecto ser racional; entre el mono y el cafre han debido existir un sinnúmero de intermediarios, así como entre el cafre y el hombre existe una infinidad de los mismos, siendo casi seguro que entre el hombre y el ángel existirán miles de especies intermedias; la dificultad de encontrar las perdidas entre el gorila y el hotentote es insuperable; no se ha descubierto ningún ejemplar que las manifieste, y si fuera posible que así en la estructura anatómica se encuentran analogías asombrosas, se hallasen afinidades en la moral, el paso medio estaría reconstruido; pero desgraciadamente el abismo no se llena, y el orgullo humano es una de las rémoras que entorpecen la aclaración de tan arduo misterio: ya se ve, ¿cómo conceder sin violencia que nuestros abuelos descendían por línea recta de una pareja de mandriles ? ¡El salto es espantoso! Desde la divinidad al mono, desde el hombre hecho a imagen de Dios hasta el racional nacido del cuadrumano, la negación es absoluta, aunque la evidencia geológica y anatómica sea un hecho consumado. A partir de esa especie de intermediarios perdidos entre el mono y el hombre, ya no se reconoce ninguna gradación en la escala de los racionales; todos son hombre; desde el hotentote hasta Miguel Ángel, desde el cafre hasta Dante, desde el patagón hasta Sócrates, y sin embargo, la escala no está cerrada en una sola nota representada por el hombre; hay intermediarios que, partiendo del estado salvaje o rudimentario, preparan suavemente, por medio de conatos de racionalidad, el ascenso a la suprema inteligencia del hombre.
He aquí la gran dificultad para los actuales moradores de nuestro mundo; buscar, encontrar, bajo las multiplicadísimas y variadas formas en que se presentan, a esos intermediarios de nuestra especie, verdaderos híbridos, que arrastran su organismo por las esferas de las más nebulosas constituciones, y no hay que buscarlos fuera de las divisiones de raza; nada de eso, el intermediario del negro no puede ser el malayo, como no puede ser el intermediario del blanco ni el esquimal ni el mogol: los intermediarios de las razas hay que buscarlos entre sus congéneres, y de aquí la inmensa dificultad de hallarlos, mucho más cuando los caracteres exteriores apenas si difieren, ante los ojos del más sagaz observador, de los rasgos característicos de sus semejantes. ¿Acaso la dificultad de encontrarlos demuestra que no existen? Nada de eso; existen, se ven, desprendiéndose de vanas preocupaciones; y aun más, se ven en asombroso número de ejemplares; estos seres pululan y se multiplican; para cada individuo de la especie humana que ostenta en su completo desarrollo las facultades racionales exclusivas del hombre, hay cien intermediarios que no poseen más que en estado rudimentario, en embrión, y permítasenos la frase, las condiciones del alma; no parece sino que a medida que la vida avanza hacia su perfeccionamiento, se hace más precisa esa preparación paulatina hacia lo exacto, demostrada por los seres intermedios.
Sin duda en los crisoles donde se purifican los atributos del espíritu racional, tienen que verterse en grandes cantidades diferentes escorias, cuyas partículas invisibles sean aprovechables para la formación del todo perfecto; solo así, y después de haber reconocido en el estudio del ayer la presencia ineludible de los intermediarios, es como se puede contemplar, sin movimiento de espanto, esa inmensa familia de seres que llena el vacío entre el irracional y el hombre, entre el instinto y la inteligencia.
IV
Rasgos característicos del intermediario de nuestra raza
Este es el punto culminante de la cuestión. Una vez conocida la etimología y significación de la palabra; una vez repasada la geología y expuestos en diferentes formas, condiciones y estados sus periodos intermedios; una vez asentada la imprescindible necesidad de su existencia, y, por último, una vez encontrados vivientes los intermediarios del hombre, es necesario, si no se quiere que tal aserto pase a la categoría de fábula, probar en qué, cómo y cuándo se conocen esos célebres intermediarios del hombre. Asunto difícil, porque hay que descender mucho: desde la tierra en estado ígneo hay que bajar hasta el gomoso de nuestra sociedad; desde el periodo de transición tenemos que penetrar en el perfumado ambiente de un gabinete a lo Luis XV; desde el interior de los bosques de calamitas hay que encerrarse en las oficinas de algún banco hipotecario sobre porcelanas del Japón; hay que sentarse en los escaños de un congreso, en las butacas de un coliseo, en las trastienda de un comercio, y hasta en la sibarítica mesa de un título nobiliario y de una mujer de moda
¡Tales distancias y tan profundos abismos hay que recorrer para adentrarnos de frente con los intermediarios de nuestra raza! Véase, pues, lo difícil del asunto y lo arduo de la empresa; pero no importa: la verdad es luz, y siguiéndola, no hay laberinto donde se pueda extraviar el hombre, y como el intermediario existe, es decir, es una verdad, y como para encontrarle basta fijarse con detenimiento en las particularidades que ofrece, y como es muy conveniente que se extienda el conocimiento de tal ser, puesto que admitido y tratado como intermediario pasa a la categoría de inofensivo, y no siendo a primera vista descubierto puede acarrear profundos y graves perjuicios, de aquí la precisión de poner de manifiesto las condiciones y rasgos característicos que lo distinguen.
El intermediario se halla en los dos sexos en iguales proporciones; empezando por el que se considera superior, se puede decir que se encuentra en todos los estados de la vida; aun hay más, la edad no modifica en nada sus espacialísimas condiciones. El intermediario puede ser noble y plebeyo, aunque abunda más entre la primera clase, toda vez que el pueblo es, en colectividad, un gran intermediario de las clases superiores, y en medio de sus masas los individuos de inteligencia son las excepciones; por esta razón, hay más intermediarios, proporcionalmente, en las altas esferas de la humanidad: tenemos, pues, el intermediario noble y plebeyo, rico y pobre, casado y soltero, sacerdote y seglar, joven y viejo, masculino y femenino: como se ve, la especie es numerosa y variada.
El intermediario, en su parte física, es casi igual a los demás hombres, aunque la frenología demuestra con frecuencia grandes diferencias en sus cavidades cerebrales; pero estas diferencias solo se manifiestan a los ojos de la ciencia, ayudada por el estudio; las masas, el total de la humanidad, no distingue esos rasgos frenológicos del intermediario; solamente en sus ojos, en su fisonomía, puede el hábil observador ver algunos detalles de sus condiciones especiales.
El intermediario es afectado en sus gestos y miradas; hablando y expresándose por sensaciones instintivas, nunca marchan acordes los movimientos de su fisonomía con la exposición de sus ideas; no oyendo el eco de su palabra, es decir, viéndole hablar sin oírle, su gesticulación es la más viva copia de los ademanes peculiares del mono; en esto es menester insistir, porque es uno de los caracteres exteriores, donde más se conoce su afinidad con los cuadrumanos; en su risa también encuentra el observador rasgos inequívocos; si es hombre, se ríe en una nota aguda, sarcástica, como el grito del pavo real, y su risa suele ser tan extemporánea al asunto de que se trate, que hiere de una manera desagradable el tímpano del oyente. Otro detalle: cuando el intermediario no es romántico, en cuyo caso su risa no pasa de mueca, y esta clase está en minoría en la especie, entonces es excesivamente jocoso, siempre se está riendo y siempre a gritos.
Si el ser es hembra, entonces su risa no es aguda, es bronca, como la carraspera catarral: es una carcajada hueca, sonora, prolongada en ocasiones hasta el enrojecimiento de las mejillas, pasa con frecuencia a risa nerviosa, es mucho más afectada que la de su compañero, y siempre hace el efecto que haría una bomba estallando sobre la mesa de un festín; los ademanes en el femenino de la especie, tienen un sello especial de coquetería huera y perfilada que funda sus dengues y sus monerías en la colocación de un pliegue de la falda, en el afianzamiento de una flor prendida en el cabello, y en la colocación perpendicular de algún herrete, borla o cintajo con que se adorna la individua, porque conviene saber que la intermediaria es perfectísima imitadora de cuantos maniquís viste la moda.
Para terminar la serie de caracteres exteriores del intermediario, se puede citar la vaguedad de su mirada; a pesar de sus esfuerzos para que aparezca melancólica cuando el asunto de que se trata es triste, brillante cuando es alegre, profunda cuando es grave, observadora cuando es científica, sus ojos son dos inmensos fanales por donde se asoma un alma informe, indeterminada, solicitada por igualdad de partes, lo mismo por las toscas sensaciones del animal que por las atracciones de la racionalidad. Los ojos del intermediario brillan sin reflejos, buscan sin intención; en una palabra, miran sin ver, y sin que en la vaguedad distraída de su mirada se pueda adivinar el alma ensimismada en grandes dolores o en profundos análisis; miran sin ver, porque su fuerza de penetración no alcanza al punto culminante de los destinos humanos.
Donde se manifiesta con más claridad las condiciones de estos seres, es en el consorcio de sus ideas por medio de palabras; en este terreno, basta fijarse con detenimiento para conocerlos entre cientos de racionales, y eso que también existen intermediarios que, como aquellos borrachos del cuento que engañaron al diablo con la viveza de sus movimientos, engañan a la mayoría de los hombres con su culta manera de expresarse y el modo desenvuelto de conducirse; estos intermediarios son peligrosos, si no se les llega a conocer enseguida, porque suelen extraviar el criterio moral del racional en un laberinto de sandeces que no en pocas ocasiones acarrea el conocimiento de los vicios y hasta del crimen; estos intermediarios son, por lo general, nacidos en altas esferas, rigen la formación de las costumbres de ciertas clases sociales, por sus riquezas, por sus títulos o por su posición, y casi siempre por su audacia; su moralidad está resumida en estas frases: «Chico, la condesa X estaba anoche divina; se lo dije delante del ente de su marido y mirándola de un modo que vamos, el hombre me comprendió, y pretextando asuntos en la embajada, se marchó dejándome el campo libre, y en fin, nada, te digo que ¡delicioso, delicioso!»
En cuanto a sus ideales políticos, también son fáciles de concretar. «Ayer comí con el ministro, y me dijo que era menester que me presentase por el distrito de C.; el hombre ha olido mi importancia entre sus enemigos políticos, y yo me dejo querer; ¡qué demonio!, si con la diputación logro una subsecretaría y el dote de la sobrina del ministro, volveré la casaca, porque a mí, después de todo, lo mismo me da de los unos que de los otros.»
En cuanto a sus conocimientos científicos o literarios, también se manifiesta en breves palabras: casi siempre se presentan con todo el aire de la más alta suficiencia; su voto, en todo, lo creen indispensable, por más que se pueda pasar perfectamente sin oírle, y lo dan siempre, aunque nadie se lo pida; si se trata de ciencia, se explica su pensamiento en corto espacio. «Hoy han estado en casa del duque insoportables; figúrate que empeñaron una discusión sobre las teorías de Darwin; el barón X se empeñó en probarnos que en cortándole la trompa a un elefante nacen sus hijos sin trompa; yo me dormí al arrullo de la discusión; ¡cómo si fuera posible que mis hijos naciesen mancos, cortándome a mi los brazos!; como den en esta clase de asuntos, no vuelvo a poner los pies en aquella casa». Como se ve, el intermediario es profundo conocedor de los experimentos científicos.
Si de literatura se trata, llama a los dramas de Calderón y de Lope rancios dramones del género romántico; le llama al señor Echegaray Pepe, y acude a los estrenos llevando de repuesto una infinidad de frases hechas en contra del autor, de la obra y de los actores, frases que suelta en cuanto encuentra ocasión; y si el éxito de la obra no le permite desembuchar el inocente acíbar de sus vísceras biliares, cambia los adjetivos denigrantes, en periodos de grandilocuencia laudatoria, y es el primero que se arrastra, con la miel de la adulación en los labios, a los pies de aquellos que iba dispuesto a zaherir.
El intermediario no tiene patria conocida; es cosmopolita, no como lo es el filósofo, el naturalista o el médico, sino como lo es el mono; generalmente, denigra con sistemática parcialidad todo cuanto se relaciona con el suelo donde nació, y empieza, para conseguirlo, por el lenguaje; el intermediario no busca para la expresión de los conceptos frases castizas, puras, concretas, y sobre todo, originales del idioma de su patria, sino que, haciendo una mezcolanza monstruosa de vocablos extranjeros y nacionales, borda su lenguaje con los más estrafalarios colores, y muchos, no contentos con amanerar la dicción, intercalan, sin modificarlas, frases de distintos idiomas, lo cual, según ellos, es la supremacía de la distinción, del gusto y del talento, quedándose muy satisfechos cuando a una cortesana le llaman dame du demi monde, y a lo más escogido de un círculo aristocrático le dan el nombre de high life.
Uno de los rasgos distintivos del intermediario, es su afán en distinguirse de cualquier manera que sea de la mayoría de los mortales, encontrando en el amaneramiento y ampulosidad del lenguaje uno de los principales medios para conseguirlo, puesto que unos pocos por prudencia, muchos por ignorancia, y la mayor parte por pertenecer también a la especie de los intermediarios, suscriben con su silencio, con su admiración o con su anuencia, a esa especie de carcoma cosmopolita que invade el habla castiza y peculiar de cada nación.
El intermediario es eminentemente pulcro; entendámonos, gasta caudales de agua, arrobas de jabón y litros de perfumes en la conservación y embellecimiento de sus miembros; suele, sin embargo, y a pesar de este minucioso cuidado de su persona, no ser todo lo limpio que requiere la condición de racional, puesto que, bien por el uso de grasas, polvos, mantequillas y cosméticos (artículos que extiende sobre su piel después de las abluciones), o bien por el embrutecimiento sensual en que pasa la vida, despide ciertos tufos y olores que no bastan a disipar ni el extracto de magnolia, ni la esencia de heliotropo.
Pasemos ahora al género femenino, para que una vez conocida la especie en sus dos sexos y en su periodo más completo de desarrollo, se indiquen algunas particularidades inherentes al intermediario en distintos estados.
V
El intermediario-hembra
Ya quedan expuestas las condiciones más esenciales de su constitución externa. La intermediaria es eminentemente coqueta en todas las pequeñas puerilidades de la vida; sus uñas, sobre todo, son los agentes externos que más llaman la atención de sus facultades intelectuales; para ella exclusivamente han sido inventados esos estuches de minuciosos instrumentos, cuyo uso, para un racional inexperto en conocer el medio en que se desarrolla el ser de que tratamos, pasaría por una caja de instrumentos anatómicos: tal abundancia de piezas presentan los indicados estuches y tal diversidad de formas existen en las piezas.
Después de las uñas, su atención se fija en la formación de los ojos; una pincelada de más, una sombra demasiado pronunciada, una línea exageradamente recta, causan un verdadero cataclismo en el cerebro de la intermediaria cuando se confecciona sus gracias físicas delante de su neceser de pinturas, porque así como el intermediario para lavarse necesita estar en agua un par de horas al día, la hembra de la especie necesita pintarse todo lo que se ve, y a veces hasta lo que no debía verse.
Después de estas condiciones ineludibles a la vaciedad de su inteligencia, vienen los rasgos sobresalientes de su especialísimo carácter: generalmente, la intermediaria suele ser más perjudicial que su compañero, pues exacerbadas en ella las cualidades malignas del sexo, así como en la estupidez del intermediario solo coge la vanidad, en la de la hembra se desenvuelve la vanidad envidiosa en grados ascendentes, que suelen llegar hasta la envidia vengativa, o sea la criminalidad. La intermediaria envidia muchas veces sin saber el qué, pero siempre aquello que no posee, hasta el extremo de zaherir con el sarcasmo más refinado a cuantos se ven en posesión de lo que ella no tiene; de esta irritabilidad de pasión envidiosa provienen sus manera petulantes, su falsedad en el trato social, elogiando finamente aquello de lo cual se burla con sangriento coraje, así que encuentra ocasión para ello; de la misma causa parte su afán de que todo lo que no sea ella es cursi, vulgar, estrafalario, ridículo, provocativo, etc.; esta es una señal inequívoca para conocer a la intermediaria; aquella que usa en su conversación los adjetivos expresados, es esencialmente intermediaria del racional; su organización se encuentra en la zona media que existe entre el gorila y el hombre.
Además de estos caracteres, la intermediaria presenta una inferioridad de entendimiento, un estado embrionario de comprensión intelectual que conmueve al observador, llevándole no pocas veces desde el desprecio a la conmiseración, desde el odio a la tristeza; hablad de cosas profundas durante ocho minutos con una intermediaria, y la noche de aquel cerebro, medio organizado para recibir las sensaciones, causará un asombro inmenso; esta clase de mujeres no comprenden jamás ciertas verdades, y para ellas el sentido moral es una palabra completamente vacía de significación, sin que alcancen nunca ninguno de los altos fines de la humanidad: decidle a una intermediaria que la naturaleza, que Dios, que la racionalidad rechazan con repugnancia las microscópicas puerilidades de la moda, y la veréis soltar una carcajada chillona y calificar de ordinarias a las gentes que piensan así, llamándolas sublime cursilería, entes más estrafalarios entre los más estrafalarios burgueses; decidla que más fácilmente se encuentra a Dios en el sencillo canto de la alondra que en la suntuosa novena, que celebra, acompañada de su traja de falla y de su sombrero Rubens, y se la verá palidecer de ira, y con fino sarcasmo preguntar si algún amor romántico perturba las facultades del que así piensa, hasta el punto de preferir un prado de fresca hierba al empedrado de la Puerta del Sol (y entiéndase que puesto que en España y por española están hechos estos apuntes, trato de nuestro intermediario, sin que por esto niegue la existencia de la especie entre las demás razas y naciones de la tierra).
Así como la nota grave de la intermediaria es la envidia más sistemática y la vanidad más depurada, la nota aguda es un egoísmo que raya muchas veces en monstruoso; para la intermediaria no hay más que ella; fuera de ella, cuantos la rodean, sean padres, hermanos, esposo o hijos, son seres exclusivamente destinados a enaltecerla o a servirla; en esto avanza mucho, perdiendo terreno de la línea instintiva en que se desarrolla el animal; la intermediaria ve en los autores de sus días un elemento indispensable para la exposición de sus gracias o de sus riquezas; en su esposo encuentra un ente necesario para adquirir la posición social y el respeto y las consideraciones humanas, y en sus hijos halla unos objetos imprescindibles para desplegar sus cualidades de elegancia o suntuosidad, haciéndolos maniquís de sus caprichos y de sus vanidades; y cuando llega a ser abuela, mira en sus nietos el último cerco donde puede hacerse admirar bajo los dictados de matrona, austera dama, etc., etc.
Como se ve, estas mujeres giran en una esfera cuyo centro son ellas mismas, pero sin que nunca conciban que puede existir otro mundo que aquel por ellas inventado, y en esto se advierte la pureza de su especie intermediaria. No es que sean malvadas; la maldad, y mucho más en su grado máximo, demuestra generalmente un conocimiento de causa y de efectos que nunca acusan un cerebro rudimentario, ni una organización imperfecta; el malvado es el ser pervertido, no es el ser anulado; y así como la perversión siempre se caracteriza por una poderosa penetración intelectual, así la condición de intermediario lleva por causa, bien que realice actos punibles, el más absoluto embrutecimiento de las cualidades de la inteligencia. Por esto los intermediarios no son perjudiciales a la sociedad, sino cuando pasan desapercibidos sus caracteres especiales; entonces pueden muy bien confundirse con el perverso, en cuanto que realizan actos semejantes a los reprobados por el racional; pero conociéndolos, distinguiéndolos entre las masas y apreciándolos en su justo valor, los intermediarios son, a lo más, pobres seres desprovistos de los más excelsos atributos de la inteligencia humana, seres guiados solo por el predominio del instinto, incapaces de perturbar con sus actos los principios fundamentales de lo bello y de lo bueno; pues entre la media-tinta, en el claro-oscuro donde se desenvuelve su inteligencia, si bien son incapaces de presentar grandes bellezas ni de realizar grandes bienes, son nulos para perseverar en reprobados vicios ni en funestas maldades: ellos son siempre, y en todo, intermediarios.
VI
Los intermediarios en diferentes estados
Los tenemos patricios; éstos son los que más daño suelen causar porque ocupan un sitio que acaso quitan a verdaderos racionales: en esta clase los hay con diferentes condiciones, unos son los rectos y otros los cínicos; los primeros son una verdadera plaga cuando desenvuelven en toda su plenitud las cualidades que poseen; estos patricios rectos suelen ser jóvenes; ellos nunca ceden ante ninguna sugestión, su moralidad es inflexible, su rectitud asombrosa, verdaderos parásitos de la sociedad y de la familia, viven a su costa haciendo de su ficticia virtud una inmensa escalera; suben, suben por ella y algunos llegan a los primeros puestos del Estado, donde, desde luego, se les acaba la rectitud, y lo más gracioso del caso es que, mientras escalan las posiciones, existe entre sus actos y sus palabras una extraña anomalía, una mezcolanza informe y ridícula; ellos son incapaces de hacer antesala a ningún personaje para pedirle una merced para los suyos, porque la rectitud de sus principios se lo impide, pero salen diputados cuneros siempre que para ello se les presente la ocasión; ellos no pueden gestionar la terminación de algún negocio importante, porque podría suponérseles interesados en el asunto, y se lo impide su escrupulosa rectitud; pero encuentran muy natural pasar a la categoría de amantes de alguna dama, que por su influencia, su riqueza o su posición, les facilita la ascensión hacia el punto culminante de sus aspiraciones: esto es en cuanto al recto.
El cínico es más fácil de conocer y menos peligroso que el anterior; éste es de los que dicen después de una votación perdida, o poco menos, para el Gobierno: hoy sí que les hemos dado una paliza, y su voto figura entre los de la mayoría oficial; de esta madera suelen también salir grandes personajes, y no es difícil verlos asaltar los primeros puestos de la nación, con el fin, según ellos, de redondearse, o con la esperanza de hacerse una buena cama para caer en blando.
Estos intermediarios, padres de la patria, pasan a la posteridad sin que la nebulosa atmósfera donde está envuelta su verdadera personalidad se disipe ante los sucesores del hombre; de todos los de su especie, este es el más dañoso y el que menos se conoce, porque la posición que ocupa le defiende de las escudriñadoras miradas del observador racional; a pesar de los trastornos que su presencia causa, así en la organización política como en la administrativa, no es todo lo dañino que pudiera ser, atendida la esfera en que se desenvuelve, y suele ser barrido, en ciertos periodos, por el viento de las revoluciones, que, como es sabido, arranca de raíz las malas hierbas, dejando solo en pie los fuertes árboles.
El intermediario sacerdote radica en las aldeas no muy retiradas de los grandes centros, que en aquellas solo pueden subsistir los hombres de sano criterio, recto juicio y sólida virtud, pues en medio de la solitaria grandeza de la naturaleza no hay mareo posible para la pequeñez del intermediario; en las aldeas próximas a las más fáciles vías de comunicación, donde pueden participar del sibaritismo de la vida y de las alegrías de la naturaleza, allí es donde generalmente se encuentra el ser que nos ocupa; suele mostrarse alguna vez en una Metropolitana, pero nunca traspasa ciertas categorías sacerdotales, porque el clero es la clase social que mejor expurga sus instituciones de medianías y nulidades, no dando entrada en ciertas esferas sino a los que poseen en alto grado la cualidad distintiva del hombre, la inteligencia, bien que se emplee en sublimes o artificiosos fines. Por esto, allá en el pueblo, es donde suele verse el intermediario sacerdotal, con su manteo grasiento, alguna vez salpicado del espirituoso mosto, subido en alto mulo, con una magullada colilla entre los rugosos labios, llevando en ancas de su cabalgadura a la dueña de la casa donde mora, y caminando en amor y compañía de sus feligreses a celebrar una romería en alguna ermita de los alrededores; o bien se le halla con destemplada voz y tras una perorata sobre si los partidos negros debían ser blancos o viceversa, explicando en tono de anatema profético la dulce doctrina del Crucificado, que no en balde murió sobre tosco madero, como demostrando que solo entre las ortigas se pueden apreciar las rosas, y que únicamente en la agrietada corteza de un leño informe podría brillar en todo su esplendor la magnitud de su sacrifico.
El intermediario, hombre y mujer, en estado matrimonial, ofrece curiosísimos ejemplares; desde el cominero hasta la erudita, hay una variedad asombrosa; el uno preguntando en qué se gastaron los dos cuartos que sobraban de la cuenta, y la otra citando el incendio de Roma por Nerón, cuando su marido la interpela por haberse churruscado la ternera, son pruebas evidentes de esta numerosísima familia. Los hijos de estos matrimonios, conservan siempre en toda su purea las cualidades de sus progenitores; estos niños toman rabietas sistemáticas durante la lactancia; cuando mayorcitos, se entretienen con verdadero placer en desplumar vivo a un pollo o en clavar con un alfiler cuantas moscas pillan; si son hembras, desde pequeñitas se pasan las horas muertas delante de un espejo con lo que sus embebidos padres llaman coquetería infantil, y no es otra cosa que el principio de sus condiciones intermedias.
Cuando llegan a la pubertad, algunos se tiran por el viaducto o por otro sitio elevado, desesperados por las amarguras de la existencia, porque no les quiso alguna vendedora de El Imparcial, o porque el traje que la fulana lució en las últimas fiestas había oscurecido al que ella estrenó; otros de estos seres acuden a las universidades y academias para después de duplicar los años de carrera, ingresar en el foro, en la política, en la milicia, o en algún cortijo, donde ponen de manifiesto sus relevantes cualidades, bien dictando sentencia favorable a indulto para uno que mató a siete de su familia, por suponerle en estado de enajenación mental, por más que toda su vida haya dado el asesino de pruebas de ser pillo y no loco; votando nuevas imposiciones a los contribuyentes, porque aquellos que le dieron el distrito son los que las proponen; haciéndose llamar capitán, comandante, coronel, y así sucesivamente por todos sus subordinados, aun cuando se trate de asuntos tan familiares como pedir un vaso de agua o empezar una partida de tresillo; y, por último, recorrer los graneros del cortijo, haciendo que el administrador de las tierras limpie de gorgojo el trigo, y obligando a la cortijera a que aprenda a cantar manchegas.
Cuando en el matrimonio uno de los cónyuges no es intermediario, lo cual raramente sucede, porque los individuos de la especie se buscan en sus dos sexos, y solamente por extravío de pasión o calculo positivista se realiza la desigual unión, entonces los hijos suelen aparecer algunos grados más perfectos en la escala, pero siempre conservando rastros de la precaria condición de uno de sus progenitores. Estos matrimonios son verdaderos calvarios para el que representa la parte racional, si la pasión o un movimiento desesperante le llevó a consumarlo, y siempre terminan por el adulterio, con todas sus consecuencias de hijos no reconocidos, etc., etc., pues se ofusca de tal modo el entendimiento de la parte racional de la unión, que en vez de compadecer a su compañera, dispensándole la protección y el cariño que toda animalidad requiere, se empeña en colocarla a igual nivel de sí mismo, con lo cual se transforma el yugo en una montaña, las contrariedades en verdaderos conflictos, y el final en una catástrofe. ¡Cuántos y cuántos males se evitaría la sociedad si reconociese y aceptase la existencia real y positiva del intermediario del hombre y del animal!
Vienen después de tantos diferentes ejemplares, y de otros que por brevedad no se manifiestan, los intermediarios poetas, pintores y escultores, es decir, los artistas: a primera vista parece un anacronismo que tan sublime sacerdocio pueda ejercerse por unos seres tan imperfectos; pero cuídese bien de observar que aunque así se llaman (que de algún modo han de llamarse los que muestran conatos de racionalidad en la divina ciencia), no por esto ejercen en la verdadera extensión de la palabra la misión a que se dedican: el número de intermediarios artistas es infinito.
El intermediario poeta tiene por base de su personalidad un ilimitado amor propio: primero Homero, el Dante o Virgilio, después yo; busca a estos genios, porque son los más lejanos; sin embargo, algunos avanzan más: después de Dios, yo; esta idea de sí mismos se trasluce, aunque alguna vez intentan ocultarla, en los más pequeños actos de su vida; el aire protector con que hablan a los demás mortales, les acusa, a primera vista, como ejemplares de la especie. A sus obras las llaman inspiradas, por más que muchos se pasen una noche contando con los dedos las sílabas del verso que hicieron a fuerza de trazos y acomodamientos de verbos y adjetivos, de artículos y pronombres; ellos siempre viven en las regiones de lo ideal, o sea en el paraíso de los tontos.
Éstos, y cuantos de su especie siguen las carreras artísticas, no llevan en su frente la luz inmortal del arte; son como la luna, reflejan a una distancia inmensa los rayos del sol, sin que por eso sientan el calor de su lumbre ni devuelvan la intensidad de sus fulgores: sus obras, fatigoso trabajo de recopilación, donde se amontonan ideas ajenas, pensamientos ajenos y ajeno estilo, son como el ovonibus de los jardines, sirve de marco para que resalten las flores delicadas del cuadro; son el fondo negro de una tapicería, donde se admiran brillantes combinaciones. Como se ve, estos son los intermediarios más inofensivos y, si se quiere, llegan a ser necesarios.
En el teatro, en el taller, en la fabrica y en el asilo, en la cátedra y en el convento, en las academias y en los presidios, lo mismo en las chozas que en los palacios, en las aldeas que en las ciudades, entres las clases más altas y las más bajas, entre los felices y entre los desgraciados, en todas partes y bajo todas las formas, se ven los ejemplares de esta inmensa familia; viven entre el hombre y con el hombre, y abarcan todos los destinos al hombre reservados, llenando con su presencia ese inmenso vacío que existe entre el animal y el racional.
VII
Necesidad del intermediario. Modo de armonizar su existencia con la del hombre. Fin del cuadro.
Bosquejada a grandes rasgos esa numerosa prole que vegeta sobre nuestro mundo, y trazados sus más principales caracteres, pocas palabras quedan que añadir para llevar a término el presente trabajo.
Existe el intermediario: la naturaleza, todas las ciencias que se derivan de esa madre universal, prueban la existencia de los intermediarios; las páginas de los pasados siglos nos lo muestran siempre, y en toda clase de formas, y al avanzar la vida paulatinamente hacia el todo perfecto, lo arrancó de su lecho de cuarzo y de granito para colocarlo en medio de las actuales generaciones; inútil es negar la existencia de esos seres que ofrecen el paso para llegar a los más superiores: inútil es el suponer que la naturaleza ha formado sus variados tipos como en los moldes de alfarero, e inútil es presentar el coronamiento de la vida en la especie humana sin hacerla ascender por una serie de escalones, en los cuales se detenga breve tiempo antes de posesionarse de su excelso trono. Existiendo el intermediario, ¿se podrá negar la necesidad de su existencia?... imposible: nada hay que huelgue en los grandes crisoles donde se transforman las fuerzas creadoras de la naturaleza; el intermediario es una necesidad para la purificación de la vida, como lo es el malvado y como lo es el loco; al avanzar la humanidad del porvenir, podrá borrar esa necesidad, hoy latente, cuando su perfeccionamiento alcance el grado máximo; pero entonces, forzoso es decirlo, estaremos en Dios; sólo en lo inconcebible coge lo perfecto absoluto, sin relación ninguna, antes y después y siempre, sin espacio, tiempo, ni lugar: ¡jamás se llegará a conseguir esta perfección en nuestro reducido planeta ! El intermediario del hombre es, pues, una necesidad imprescindible de la humana naturaleza.
¿Cómo aparecería el genio sin el concurso del vulgo?, ¿cómo el sabio sin la multiplicación del necio?, ¿cómo el cuerdo sin el estudio del loco?, ¿cómo el virtuoso sin el conocimiento del malvado?, ¿cómo se encontraría al hombre sin la existencia del intermediario?, mejor dicho, ¿en dónde se podría hallar el tipo de la racionalidad humana, en su mayor grado de intensidad posible sobre nuestro globo, si no se viese al intermediario presentar en toscos caracteres los conatos hacia la inteligencia racional?... Al comunicarse con algunos de esos seres nacidos entre el orangután y el hombre: ¡qué poco concepto de sí mismos se formarían los demás mortales, si no hallasen una diferencia esencial entre ellos y las cualidades de aquellos individuos de la zona media!...
Es menester repetirlo: los intermediarios son necesarios: ¿quiere decir esto que sean envidiables o dignos de otro respeto que el que se concede a los seres de los reinos inferiores? De ninguna manera. Admitida su necesidad, la cuestión es armonizar su existencia con la vida social del hombre; para esto basta conocerlos, basta descubrirlos entre las muchedumbres, y no equivocarse nunca sobre su verdadero carácter y sus ineludibles fines; una vez descubiertos, una vez encontrados, la armonía entre las dos especies es facilísima; nada de conatos de redención; el intermediario no puede ascender nunca, tiene que morir en el medio en que nace, de él no puede salir sino por largas y naturales selecciones; querer que alcance a las razas superiores, querer que pase a más alta esfera por medio de la predicación, de la educación o de la ilustración, es lo mismo que intentar que un galgo se vuelva podenco por medio del estudio del latín, o que una cotorra diserte sobre Sócrates enseñándole su filosofía. Al intermediario hay que tomarle conforme es y tratarle como lo que representa; a las sugestiones de su palabra, vacía de sentido, inútil siempre y a veces pérfida, hay que oponer una fina sonrisa y una exquisita educación, cuidando de hablarle sin decirle nada, de escucharle sin procurar entenderle, y de mirarle con el convencimiento profundo del sitio inferior donde se desenvuelve; y si con sus ardides de lagartija venenosa intenta alguna vez morder la planta del hombre, hay que pisarlo sin volver jamás la cabeza a sus alaridos de ira.
Hay además que poner exquisito cuidado en que los oropeles entre los cuales a veces se presenta, bien por el nacimiento o por la fortuna, no trastornen con sus cambiantes el juicio analítico del que le observa, encontrando un paliativo a sus condiciones, en la admiración que causa el puesto que ocupa; en esto es donde se debe poner exquisito cuidado. El intermediario, siempre y en cualquier sitio en que le hayan colocado sus títulos de cuna, sus riquezas o sus audacias, es un ser infinitamente imperfecto e inferior al verdadero hombre, al verdadero racional, que ostenta la alteza en sus ideas y la grandeza en sus actos, al ser dotado de inteligencia superior, cuya alma gira en todas las esferas de la perfectibilidad humana, al ser que toca por un extremo en los más delicados sentimientos y por el otro en las más altas concepciones: siempre y en todos los rangos en que éste colocado, y será el intermediario escalón en el cual apoya su planta la personalidad realmente humana, representada por el ser racional. Todo cuanto se diga sobre este asunto es poco para precaver el daño que ocasiona ese inútil respeto hacia seres en realidad inferiores a los que les rinden culto; nada de concesiones; donde exista el intermediario, sea en la esfera que sea, márquese la línea divisoria que lo separa de la especie humana; y bien ocupe altísimo puesto o atesore fabulosas riquezas, recíbasele con la sonrisa del desprecio y la lástima, y cuídese de que el contacto de su alma embrutecida no manche ni con la sombra la pureza del alma racional.
¿Pueden perturbar las aspiraciones de la vida esos seres nacidos entre la animalidad y el hombre? Jamás. El círculo de su existencia no alcanza más allá de ellos mismos: contaminarán a los que, poco firmes en el convencimiento de la escala ascendente que sigue la vida en sus evoluciones, se dejen seducir por los falsos ideales de la igualdad humana bajo la protección divina; todas estas criaturas, creyendo ver en aquellos rudimentarios seres hombres hermanos suyos, los acogerán disculpando, bien por causa de mala educación o de viciosos progenitores, la incapacidad de su organismo. A estos inocentes idealistas, rayanos muchos de ellos a la zona media, donde se encuentran los intermediarios, les puede perjudicar el contacto de tales seres, llevándolos hacia una atrofia del entendimiento, o estado de imbecilidad, en el cual se asimilan todas las imperfecciones del intermediario: pero a los hombres de sano criterio, a los que avanzan con la antorcha de las ciencias por el áspero camino del progreso, buscando las fuentes de la vida; a los escogidos de Dios que capitanean con firme paso las huestes de la civilización; a los que sienten en los recónditos senos de su cerebro bullir la idea innovadora que ha de arrancar de la región de las sombras algunos átomos de luz; a los que proclaman la grandeza del Creador, fijando su mirada en las nebulosas del espacio y en el colibrí de las selvas; a los que ostentan sobre su frente el sello de la inmortalidad, y graban la huella de su planta en los arenales de la tierra, a esos jamás les llegará la perniciosa influencia de los intermediarios.
Tiempo perdido. Madrid: Imprenta de Manuel Minuesa de los Ríos, 1881
Cosas mías. Tortosa: Casa Editorial Monclús, 1917
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)