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El lujo en los pueblos rurales

 

Grande es la obligación en que me encuentro con los lectores de la Gaceta Agrícola, si he de demostrar el sincero agradecimiento que guardo por la benévola acogida que ha merecido mi anterior trabajo, Influencia de la vida del campo en la familia. Deber ineludible es en mí corresponder a tal favor con el mayor esfuerzo de inteligencia que me sea posible, dado mi pobre valer y mis escasos conocimientos. Mucha gratitud debo a las personas de eminente saber y elevadísima posición que, con sus plácemes conmovedores y sus calificaciones honrosísimas hacia mi persona, han demostrado su completa anuencia hacia los pensamientos manifestados en mi trabajo, y grande es el compromiso adquirido por tan halagüeño resultado, si he de seguir merecedora de su estimación y aprecio… Guiada por el deseo de no aparecer ingrata; poseída también de las santas verdades del Evangelio, derivadas de la eterna ley de la naturaleza, que alejan de nuestro pensamiento toda imagen banal y pueril, colocando al alma en actitud de apreciar los hermosísimos dones que nos otorgó el Creador, sin las pompas fastuosas de una soberbia sensual y frívola; guiada por el raciocinio de un sentido común práctico y observador, y deseando corresponder, aunque sea muy pobremente, al favor que el público me ha dispensado, es como hoy me atrevo a penetrar en el campo de las investigaciones sociales, donde todo está por decidir, aun a pesar de tanto como ya se ha dicho, y de lo que aun se dirá, donde se descubren pavorosos problemas irresueltos todavía, que estarán sin resolver largas miríadas de siglos, y que amontonan en los horizontes del porvenir grandes masas de nubes, henchidas de discordias que arrojarán sus teas en los fértiles valles de nuestro mundo, cubriéndolos de sangre, de llamas y de crímenes, y preparando a las generaciones futuras una senda aspilleraza por los odios y las pasiones.

Sin vacilación penetraré en esos escabrosos abismos sociales, y recogiendo el pensamiento, procuraré desentrañar un mal profundo, corroedor, insignificante ante los ojos del indiferente, del egoísta, o del descreído, pero cuyos efectos terribles conmueven nuestra patria llenándola de un malestar indefinible, haciendo el vacío en torno de los hogares, desarrollando la envidia en el corazón de los hermanos, atrayendo la hipocresía, el descreimiento y la soberbia sobre las masas populares, e impulsando a quiméricos ideales a las imaginaciones débiles y enfermizas, faltas de educación y de conocimientos.


Fragmento del texto publicado en Gaceta Agrícola

Esta carcoma, este mal invasor, repugnante siempre en los grandes centros de las naciones, y mucho más en los hogares del agricultor, es el lujo, no el lujo del magnate cuyas pingües rentas le permiten y aun le obligan a disfrutar de cuantas sibaríticas ventajas le ofrezca la civilización de los pueblos, sino el lujo ruin, estrecho, lleno de privaciones y de congojas, sacrificador de rentas y de capitales, rebuscador y aun machacador de honras, émulo de los vicios, compañero y encubridor de la ignorancia, perturbador de la inteligencia, asesino de las virtudes domésticas, iniciador de los crímenes, Celestino de las doncellas, cómplice de los adulterios, violador de los derechos paternales, langosta terrible de nuestros campos que devora sin hartarse jamás, y huracán infecundo que transforma los extensos horizontes de la vida agrícola en estériles desiertos, dejando sin uncir, o mal uncidos, los bueyes de labor, corroídas de gusanos las frondosas viñas, enfermizos los ricos olivares, secos los huertos y los prados, sin árboles los montes, sin pastos las ganaderías, sin población las agrestes y fértiles sierras, y sin pan y sin virtud al ignorante y alucinado jornalero.

De ese lujo que envuelve en amarguras inconcebibles los hogares de los pueblos y las aldeas; de ese lujo estéril de las sociedades rurales, que empuja a las familias hacia una miseria vergonzosa, obligándolas a cobijar en su seno una vanidad insultante, altanera e irrisoria a la vez; de ese lujo que como barrera infranqueable se alza entre los padres y los hijos, entre los hermanos, entre los amigos, aislando los intereses, esterilizando los esfuerzos individuales y dividiendo en clases…¡terrible palabra tratándose de pueblos y de aldeas agricultoras! Los vecinos de una misma localidad; de ese lujo, de esa enfermedad moral que aqueja a nuestros pueblos, es de lo que me propongo hablar en el presente trabajo, presentando el estado avanzadísimo del mal, con cuadros reales sacados del natural, deduciendo las consecuencias funestas que acarrea a los intereses de la nación, y exponiendo la necesidad, necesidad ineludible, para todos, en que estamos de llevar los ricos veneros del pensamiento humano por otros cauces más abiertos, más fáciles, más grandiosos, mejor orlados por la belleza y la fertilidad que aquellos para los cuales se desliza empujado por los consejos de la soberbia y de la ignorancia.

He aquí mi tarea; ¡quiera Dios que al terminarla haya realizado mi propósito, arrancando del alma de algún ser esa perniciosa semilla, no ajena a los vientos revolucionarios que empuja nuestro siglo, la cual tiende a empobrecer el ánimo, a desnivelar las fuerzas sociales, viciando los principios eternos de la eterna moral, que manda la belleza del alma y del cuerpo, de cuyo fin son tan violentos la vanidad y el lujo!

El cuadro es sencillo; poco mérito hay en copiarle, si acaso hay alguno, es tan solo en observarlo, puesto que la mayoría, la inmensa mayoría, se sonríe desdeñosamente ante lo que se ha dado en llamar insignificancias de la vida, puerilidades indignas de preocupar a los espíritus fuertes, a los que, por cierto, les sucede lo que al astrónomo del cuento, el cual, ocupado en observar las maravillas celestes, no hacía caso de los mendigos de la tierra que humildemente le pedían el pan de la limosna.

Bajemos la mirada nosotros a estos valles de nuestro mundo, donde la humanidad gime sujeta por las cadenas de las pasiones, empujándose en desordenadas falanges que dejan en la historia hechos vergonzosos y llenos de sombra, sucesivamente anatematizados por las generaciones del porvenir; descubramos esas miserias de donde brotan, como de oculto manantial, los raudales ponzoñosos que van corroyendo nuestra privilegiada naturaleza, y ya que no consigamos aislar a los hombres de todo influjo pernicioso, por lo menos quede nuestra palabra estampada como enérgica protesta en medio de nuestra sociedad contemporánea; esto debe hacer el creyente, el honrado, el observador.

Estamos en la aldea de una retirada provincia; no fijemos la mirada en esos pueblecitos cercanos a las grandes capitales; en ellos se reflejan vivamente todos los vicios que se desenvuelven en la ciudad, sin esa distinción, sin esa cultura y elegancia que se observa en los centros populoso, que los hacen menos repulsivos, que los ocultan hasta cierto punto a las miradas poco escudriñadoras, y que, en último caso, como promovedores que son de infinitas necesidades, dan trabajo y alimento a miles de trabajadores que, gracias a los vicios de los de más arriba, tienen pan para sus hijos y abrigo para sus ancianos.

Ínterin la sociedad va recogiendo los verdaderos elementos de su constitución definitiva; ínterin los hombres aprenden a vivir en la comunión de la caridad, sin otro fin que la dicha colectiva, por medio del cumplimiento de los deberes individuales; ínterin se uniforman las huestes humanas bajo las banderas de la ciencia y del amor, esos vicios de los grandes centros de población son el necesario regulador de las fuerzas sociales, puesto que arrancan el óbolo de las manos del que acaso no lo daría si no fuese por satisfacer una pasión, para entregárselo al que tal vez no lo recogería si no fuera el precio de su trabajo, y al cual no sería ni prudente siquiera el dárselo, dado su terrible rebajamiento moral, sino bajo el pretexto de la remuneración.

Alejemos la mirada de esos pueblos circunvecinos de toda capital o ciudad importante, pues en ellos no se hallan más que reflejos inconscientes de la vanidad y el lujo cortesano, no pudiendo la raquítica agricultura de sus términos rurales con ese prurito de afinarse que se descubre en sus recintos: el cual hace que el desvencijado caserón se torne en taller de modista, pues todas las mujeres de la familia se ocupan en hacer prendas vistas en los últimos figurines, en tanto que los varones, recitando las quintillas del Tenorio, o discutiendo sobre el materialismo, racionalismo y otros condimentos filosóficos, se prueben los guantes recién traídos por el ordinario (uno como arriero que va y vienen en el día a la capital), o bien balanceándose sobre una mecedora, colocada en medio del corral donde picotean las gallinas, se extasía con la lectura de la sesión de Cortes, de la revista de los tribunales, de los últimos banquetes o saraos de París y de otros importantísimos asuntos, que maldito lo que le deberían importar al que siembra garbanzos, apacenta ovejas o recoge el dorado fruto de la viña, pero los cuales forman parte de las obligaciones del señorío del pueblo, muy engreído en su distinción, con su elegancia, con su manera culta de vivir y con la distancia inmensa que establece entre él y el tío Blas, el tío Gil y el tío Diego, veterinario, sangrador y maestro carretero de la localidad; estas aldeas, estos arrabales de las grandes capitales no pueden servir de estudio, pues en ellas es imposible encontrar un carácter definido, una originalidad exclusiva; su vecindario es una mezcolanza de familias agricultoras, artesanas o venidas a menos de otra localidad, las cuales toman de la ciudad inmediata lo superficial e inútil trasplantándolo a unos lugares raquíticos, faltos de ese colorido brillante que se descubre en la morada del agricultor, cuyos antepasados guiaban ellos mismos las yuntas sobre los profundos surcos, y cuyas añejas costumbres, respetadas por el recuerdo y la tradición, imprimen un carácter patriarcal y edificante a la honrada familia.

Separemos la mirada de estas aldeas, llamadas a ser en lo porvenir grandes agrupaciones de quintas de recreo, donde las familias acomodadas de las ciudades busquen el reposo y el solaz, y que hoy por hoy, tal y conforme se encuentran, no merecen el trabajo de la investigación, y busquemos ese pueblo alejado de la capital, retirado del mundanal bullicio, que debería ser nido hermoso y alegre donde la paz del alma irradiara con mágico esplendor, llevando el pensamiento a las purísimas regiones del cielo, y sumiendo a la conciencia en un éxtasis contemplativo de las maravillas de la naturaleza, que arrancando del corazón el amor de las bajas pasiones levantara al hombre a las cumbres de la racionalidad, haciéndole digno de sus humanos destinos y merecedor de su esperanza en la inmortalidad.

Recorramos esos pueblos donde la vida, como nos la pintan las promesas del Evangelio, debiera ser fuente de todas las venturas posibles, centro de todas las felicidades ideadas, deslizándose tranquila y dulce, reposada y alegre, en los trabajos productivos y nobles de la agricultura; busquemos esa aldea, que debía ser llamada a presentar el perfecto estado de gracia de la existencia, no como nos lo  muestran los horrores del misticismo, sino como es acreedora a gozarle la elevadísima inteligencia del hombre, capaz de penetrar, en las alas de la imaginación, hasta la eternidad de Dios, y de descubrir, con la tenacidad de su poder analítico, el origen de la vitalidad; lleguemos a ese pueblo, concejo o villa, donde deberíamos hallar las fértiles llanuras cubiertas de verdor o doradas por los sazonados frutos de las mieses, donde los huertos, las viñas, los olivares y las dehesas, brindando sus dones, nos señalaron el poder del trabajador incansable, que estudiando en las veladas del invierno, aicultura que la experiencia y la observación entregan a la publicidad, realizara en sus heredades las mejoras que le ofrece su aprendida ciencia, dirigiendo él mismo entre sus hijos y colonos (jamás criados) las faenas del campo, acrecentando sus rentas por medio de un entendido aprovechamiento de tiempo y de fuerzas, reunidas todas para un solo fin, desterrar la miseria, el hambre, la ignorancia, la perversión del sentido moral, entre las clases empujadas a la inferioridad por el desquiciamiento de las pasiones humanas.

Entremos en ese recinto rural, donde hoy agoniza la agricultura, arrastrándose entre la rutina, comida de miseria, deshonrada por la holgazanería, empobrecida con la vanidad y ahogada en los brazos de un lujo repugnante.

Lo primero que atraerá vuestra mirada es la curiosidad impertinente con que os acoge el vecindario, ¡triste muestra de su escasa educación!, a partir de este primer momento de llegad, el asombro o la pena no habrán de dejarnos ni un solo instante: la suciedad de las calles, plazas y sitios públicos de la aldea, con muy honrosas excepciones, es como el blasón heráldico con que se adornan nuestros pueblos rurales, sin duda para que resalte más la distinción de sus habitantes; pero que, en realidad, es el primer efecto del egoísmo que engendra el afán de lo innecesario; contrastandPortada del folleto publicado en Madrid en 1882 o con este abandono colectivo se ven por las entreabiertas ventanas o balcones cortinajes, sillerías y muebles que, aunque de pacotilla, remedan en sus hechuras y colores a los que vieron los dueños en su viaje a la capital; y allí donde la fresca y limpia anea debía ofrecer pasajero reposo al labrador o ganadero, se ve la cretona, el satén y, en ocasiones, la seda, plegada y replegada, las más de las veces con un gusto tosco y vulgar, pero la cual dice al visitante: «Entra, reposa; no creas que mis amos se ocupan de las ordinarias faenas del campo; tienen fincas y posesiones campestres, es cierto, pero como ves por los objetos que te rodean, ellos viven completamente alejados de tan rudas y bajas ocupaciones, sin que sus manos se estropeen en innobles trabajos ni su inteligencia se gaste en tan inútiles tareas» Después del mobiliario vienen los trajes, luego las costumbres; las familias visten con relación a su manera de vivir, viven como les obliga el uso de sus vestidos: las señoras gastan batas o trajes de casa, apropiados a la ocupación de no hacer nada, o como en Castilla se dice, de hacer que hacemos; el peinado, el arreglo del vestido más conveniente para dar los días a alguna señora del pueblo, preocupa toda una semana a la que tiene por preocupación semestral las sorpresas que ha de causar en las ferias circunvecinas con los prendidos, telas, hechuras y adornos que prepara en sus variados trajes de paseo, de comida, de baile y hasta de ¡recepción!... logrando con especial cuidado que ninguna otra señora del pueblo vea las novedades que se han mandado traer de la corte o de la ciudad (que suelen ser de lo más llamativo y reluciente que en ella se encuentra), de donde tiene a gala traerlo todo, aunque le cueste el triple de su valor, y a donde convergen todos sus ideales, pues no hay una sola señora o señorita de pueblo que no suspire, allá en las soledades de su conciencia o haciendo público su afán, por otra vida que aquella que la pícara suerte le ha  reservado en medio de gañanes, de privaciones y de vulgaridades; si de los prendidos se pasa a las costumbres, rara, rarísima es la familia que, disfrutando de un modesto capital, no vive en el rincón de su pueblo como pudiera hacerlo en la ciudad más populosa el más rico hacendado; el tren de casa (palabritas introducidas también en los hogares del agricultor por el influjo de la vanidad) se ve ya como una necesidad imprescindible de la familia, la cual no se contenta con la limpia vajilla de blanca loza, ni con que sus sirvientes, que debieran ser miembros del hogar, nacidos en él, en él criados y sin otro salario que la participación en los trabajos y en las ganancias de sus protectores, más bien que sus amos, le sirvan con la confianza y la naturalidad de los propios: nada de eso; los criados han de asistirlos con ese automático respeto, con esa sumisión comprada, repugnante, impuesta por medio de una tiranía incalificable y una soberbia satánica; moda que han infiltrado en nuestra sociedad las costumbres francesas, las cuales colocan al criado en la escala de los seres irracionales, al nivel de una máquina perfectamente organizada para el servicio doméstico; el cual no puede tener palabra, acción o pensamiento que no pertenezca por derecho exclusivo al que le arroja un puñado de oro en cambio de tan personalidades cualidades, forzándole, por esta compra de sus prerrogativas humanas, a dar calor en su corazón al odio, a la envidia, al rencor sordo y profundo que, creciendo sordamente bajo unas formas distinguidas y respetuosas, se desbordan en dicterios infamantes y calificaciones injustas; este lenguajes de los enemigos irreconciliables de la familia siempre es oído con placer por la mayoría, la cual concluye por sentir los mismos odios, los mismos rencores, levantándose imponente, en el paroxismo de su furor, en contra de los que pretendieron anularla con el peso de sus riquezas, y de los cuales se venga en un solo día, como fiera hambrienta largo tiempo encerrada, que rompe los hierros de su prisión; esta mayoría, haciéndose por sí misma justicia, reconquistando por sí misma el puesto que, poco a poco, la hizo perder la fuerza, procura lavar con ríos de sangre la mancha horrible del servilismo degradante, que arroja sobre ella la falta de caridad de unos pocos, la ignorancia de muchos, la perversidad de algunos… Y he aquí cómo, de ese trato, insignificante al parecer, del mercado doméstico, en el cual se avaloran las facultades por pesetas o por reales puede surgir el pavoroso fantasma de las revoluciones… ¡las represalias!

Pues bien; en esa aldea en que nada obliga a una compra tan vergonzosa, la vanidad, el lujo ha forzado a las familias a separar dentro de su misma morada los miembros de un mismo hogar, separación que se ha extendido hasta el último límite, estableciendo valladares infranqueables en los recintos rurales, donde las clases, mucho más exclusivas y marcadas que en la ciudad, no se confunden jamás, ni jamás se extralimitan en sus atribuciones, haciendo por lo tanto más terribles las conmociones populares. Pero nada de esto es de importancia tratándose de esa pasión, desarrollada en nuestros pueblos, hacia un progreso mal entendido y realizado en caricatura; los criados y criadas aprenden a servir a la manera que en los grandes hoteles; en medio de la mesa se ven adornos con frutas, flores y demás aperitivos de la gastronomía ocular; pasándose los platos por detrás de los comensales, no siempre limpios, por sus espaldas, gracias a la poquísima maña que, para tales primores de servicio, se dan unos criados que ha poco desuncían los bueyes del arado o echaban de comer a los puercos; después de la comida, en distintos aposentos se suele servir el café, ¡terrible bebida cuyo abuso va empobreciendo el organismo, manteniéndolo en constante irritabilidad nerviosa que suele transformarse en carácter violento y en dominante voluntad!... ¡Pero la moda lo manda, el qué dirán obliga y le tendrían a uno por zafio labriego si el tren de casa no demostrase la importancia social de la distinguida familia; el café se bebe, pues, con verdadero placer, y siempre que para ello se encuentra ocasión, como se come el pavo trufado, cuya receta se ha conseguido de un cocinero de la corte, y aunque a los verdaderos inteligentes les parece todo menos pavo, y trufado, ello es que la cocinera lo propina en almuerzo y comidas, junto con la lengua encarnada, las chuletas a la Balmasela y todo este cortejo de manjares rebuscadores del gusto, manjares que van estragando el estómago y el paladar del que los consume, hasta el punto de extraviar las sensaciones, haciendo desear una infinidad de mezcolanzas muy buscadas por la gastronomía, pero siempre precursoras de las terribles dispepsias, de la insufrible gota…

Pero es preciso, es necesario, que el labrador, el que debiera ser campeón y adalid de la naturaleza, mantenedor del fuego sagrado de la vida por medio de una sabia alimentación, se entregue a los excesos sensuales de la gula a que le obliga la vanidad, el lujo consumidor de su existencia. Nada importa que las rentas de la familia sean escasas para el sostenimiento de tales costumbres; las fincas se hipotecan, se merman los salarios y los jornales, se arranca del seno de la tierra una tras otra cosecha, sin darla reposo ni procurarla elementos de recomposición orgánica, y más adelante, cuando los acreedores se echen encima con incesante clamoreo, cuando el trabajador murmure y la tierra exánime, empobrecida, apenas devuelva un tercio de lo que debiera dar, ya habrá salido el primogénito de la casa diputado por el distrito, u otro de los hijos desempeñará un alto cargo en algún Ministerio, o la hija habrá hecho el gran casamiento con algún magistrado o gobernador de provincia, y por medio de estos apoyos de la familia, la situación se salvará, los acreedores dejarán un respiro bajo la promesa de carreteras, de rebajamiento de contribución o de subasta de alguna obra local, el jornalero se acallará con unas cuantas monedas arrojadas a modo de limosna, y la tierra podrá reposar inculta y abandonada, toda vez que ya no se la pide más que algún puñado de grano con que mantener las yuntas que sirven de esplendor a la casa, unas cuantas fanegas de garbanzos o un chorreón de aceite con que lucirse en las exposiciones de algún país extranjero en que apenas se cultiva el olivo. Nada importa que allá en los horizontes del porvenir, se vislumbre una terrible crisis para el Estado, para la Nación, para el pueblo todo, promovida por esa inundación de productos agrícolas que nos vienen del Nuevo Mundo y que va llenando nuestra patria, gracias al estado raquítico de nuestra riqueza agrícola, forestal y ganadera, gracias al abandono indiferente en que se tiene a sus riquísimos valles, a sus fértiles y hermosas sierras, a sus magníficas razas caballar y vacuna, y a su infinita variedad de animales indígenas y emigrantes, que pueblan sus montes, sus aires y sus ríos. En vez de aprestarse a la lucha, aprovechando las ventajas climatológicas de nuestra patria; en vez de empuñar las toscas herramientas del trabajador, utilizando, para el mejor resultado de los cultivos agrícolas o de la cría de animales de utilidad bien definida, cuantos adelantos ofrece la mecánica contemporánea y la experiencia científica; en vez de pedir a la tierra el premio del trabajo y de la honradez, haciéndola que baste por sí misma al sostenimiento de sus hijos, sin necesitar de importación alguna, consiguiendo los productos necesarios para una existencia desahogada, tranquila, satisfecha y ajena al ansia de ficticios placeres; en vez de colocarse con ánimo sereno enfrente de esa agricultura poderosa, que ha nacido con los albores de la libertad, y con la cual se podría luchar acogiéndose a la misma bandera que le sirvió de enseña en aquellos remotos países, que fue la del trabajo y la fraternidad, el labrador de nuestros pueblos, cuidándose con minucioso esmero sus blancas manos, adornado de los mil dijes con que la moda convierte al hombre en caricatura, buscando en las impresiones del juego, de la embriaguez o de la liviandad un olvido voluntario a sus angustias financieras, disimulando el estado ruinoso de su moralidad bajo una máscara de ilustración, procurando ocultar el egoísmo de su corazón, helado en el vacío de un hogar sin amor y sin belleza, por medio de un apasionamiento ridículo a las bellas artes, culto estrafalario cuando se rinde llevando el espíritu sumiso en las tinieblas de la ignorancia, y por último, torciendo los sentimientos nobles de la Naturaleza por una senda estrecha, a cuyo fin se encuentra únicamente una ancianidad despreciable y una muerte descreída o supersticiosa, que no sirve de ejemplo para alentar a los [que] se quedan, el labrador de nuestra patria se presenta ante las investigaciones del historiador, como el genio fatídico de la agricultura, como el sostenedor de la miseria y del embrutecimiento popular, como la rémora de nuestro progreso, de nuestra riqueza nacional, debiéndose todo ese cúmulo de males al germen funesto de la vanidad, desarrollado en medio de su hogar, que lo ha transformado, de santuario de Dios, en apeadero de los vicios y recinto de las pasiones.

Ese mismo lujo, ese afán incansable, esa fiebre de la imaginación impulsora de estrambóticas ambiciones y de estrafalarios deseos, ha trascendido desde la muralla del acomodado hasta las chozas de los menesterosos, envolviéndolos a todos en la misma insensata pasión hacia las apariencias de una posición desahogada, que en realidad no existe más que en la imaginación de estos alucinados, que no ven, o mejor dicho, que no quieren ver la terrible miseria que les rodea, miseria de espíritu y de cuerpo, arraigada profundamente en el seno de las familias por el apoyo de la pereza y por la falta de creencias; hemos visto en una humildísima vivienda de un jornalero agrícola (¡cuán penoso es decirlo!) carecer de los más indispensables objetos de la vida, tales como un colchón, una manta y algunas sábanas, en tanto que prendía de algunos clavos la ropa exterior de los domingos, entre la cual se distinguía el imprescindible gabán de merino con su fleco alrededor, perteneciente a la dueña de la casa, las sayitas con volantes de sus hijos, la americana con solapa de terciopelo del jornalero y algunas otras prendas del mismo género… ¡espantoso cuadro donde se veía todo el desorden moral de aquellos hijos del trabajo; que se sacrificaban, privándose de las más justas necesidades, en aras de un lujo mísero y de una vanidad ¡irrisoria! No es extraño así que aquellos seres, en vez de fijarse en su profesión con todo el ahínco del amor, busquen tan solo en el jornal o salario el medio seguro para arrancar algún pingajo más a las deidades de la moda con el cual serán nuevamente admirados por sus parientes y convecinos: no es extraño así que el arado se suelte siempre que un grito subversivo se alza de entre las impacientes muchedumbres; así no es extraño tampoco que la maquinaria agrícola se mire con esa aversión que la tienen nuestros pueblos rurales; en ella ven una disminución de jornales, puesto que no son necesarios tantos braceros, y en esa disminución ven la necesidad de suprimir en sus costumbres, no lo preciso, sino los superfluo, y les aterra la idea de carecer de aquellos objetos que han atraído sobre ellos por algunos momentos la envidia de sus prójimos.

De este modo, en tanto que el propietario ansía reformas que le den prontamente seguros resultados, y que le permitan mermar los haberes del bracero, buscando para este fin cuantos medios le ofrezca la civilización; en tanto que el capital no repara en la manera de acrecentarse para luego perderse en un lujurioso despilfarro; en tanto que busca con afán el momentáneo desahogo sin que jamás lleve la mira de un engrandecimiento positivo y sólido que asegure en lo porvenir las conquistas del progreso y de la ciencia, el trabajador, el bracero, el elemento más imprescindible de toda prosperidad colectiva, maldice las innovaciones, aborrece las reformas, se coloca, amenazando o destruyendo, enfrente de todo lo que pueda disminuirle sus haberes, y ciego e iluso, sin meditar que aquellos perfeccionamientos mecánicos o científicos que rechaza le darán más abundantes, sanas y económicas subsistencias, se opone tenazmente al planteamiento de toda mejora, a la realización de todo proyecto que engrandezca la agricultura en sus diferentes ramos.

………….

¿Se pretende demostrar con todo lo expuesto que el agricultor habitante de nuestras villas, pueblos y aldeas, tiene que ser un zafio campesino, o un idealista bucólico separado de todo contacto social, sin ningún pensamiento elevado? ¿Es acaso nuestra intención probar que la humanidad debe retroceder a las edades de su lejana infancia, y anulando los esfuerzos de cien generaciones, olvidándose de la sangre vertida por los mártires de la ciencia, del amor y de la libertad, debe convertirse en una inmensa familia de pastores, entregándose, en medio de unas costumbres semisalvajes, a las delicias de la siega o de la vendimia, coronándose de pámpanos al son de la flauta y de la zampoña, y preguntando al influjo de los astros sus destinos futuros? ¿Podrá ser lo manifestado que, llevando a la exageración el espíritu de una misantropía nacida entre las amarguras íntimas del alma, pretenda demostrar que la humanidad es una bandada de infames o de necios empujada por violentas y ruines pasiones, indigna de todos los bienes sociales, y la cual solamente puede subsistir sobre nuestro planeta aislándose como las fieras, satisfaciendo las necesidades del cuerpo sin cuidarse para nada de las del alma, y siendo incapaz de conseguir ninguna ventura sino trabajando con afán sobre la áspera tierra?... ¿O será, tal vez, que la imaginación, abultando con su acostumbrada vehemencia los males observados, exagera las desdichas presentes, aumenta los peligros del porvenir, y dejándose llevar al mismo tiempo de su admiración por la naturaleza, pinta unos ideales imposibles y aconseja unas virtudes absurdas e irrealizables?... ¡No! Nada de esto se desea, ni nada de esto podrá suponer el que leyere despacio cuanto queda escrito… Lo que aquí se pretende, lo que es menester que se diga enérgicamente, sin consideración alguna, sin apasionamiento tampoco y sin cesar un solo instante, es que jamás se podrá conseguir el apogeo de una raza, de un pueblo, de un Estado, sin grandes y sólidos elementos de organización moral y física, y que nunca podrá alistarse una nación entre las huestes de las privilegiadas sin que la fuerza invencible de la virtud, largamente ejercitada en el fondo de los hogares, la preste su incondicional apoyo, su maravilloso poder, lo que sí es menester decir de modo que todos lo oigan es que así como sería un absurdo levantar un magnífico edificio, lleno de adornos suntuosos, sin construir antes un profundísimo y sólido cimiento; que así como sería una insensatez contener el oleaje del mar si otro dique que las manos, así también es una aberración de los entendimientos enfermos y apocados lanzarse en el torbellino social, dar cabida en el corazón a todas las ambiciones que surgen del trato del mundo, pretender disfrutar de todos los placeres que la riqueza, la paz, el progreso y la educación ofrecen al hombre (sacrificando para ello los más purísimos sentimientos), cuando el hambre se cierne sobre los pueblos, cuando la miseria entreabre las puertas de infinitos hogares, cuando la ignorancia es el único patrimonio de las clases trabajadoras, cuando los campos malamente cultivados, solo ofrecen la esterilidad, y cuando hace falta mucho trabajo, mucha sobriedad y economía y muchísimas virtudes para conquistar el tiempo perdido y hacernos dignos de que así como hubo una época en que el nombre de español era sinónimo de valiente y aventurero llegue un día en que nos saluden con el epíteto de trabajadores y honrados.

Para lograr un galardón tan noble, ¿cuál es el camino? Desterrar de nuestros pueblos rurales lo superfluo, y aun de lo necesario dejar lo estrictamente preciso; que el capital se una con el trabajo bajo una sola enseña, la fraternidad; que el agricultor, dueño de grandes heredades, colonice sus fincas vigilando, tomando participación por sí mismo, si fuera preciso, en los trabajos agrícolas; que con el libro en una mano y la reja o el manubrio de la locomóvil en la otra, labre la tierra regándola con el sudor de su frente, iluminándola con la luz de su inteligencia, y que, regenerándose ante los ojos del jornalero, del proletario, por medio de una conducta prudente y de unas costumbres intachables, le atraiga a su lado preparándole a recibir el bautismo de la ilustración y de la cultura, valiéndose del ejemplo, el más poderoso auxiliar para el perfeccionamiento humano. Para lograr el puesto deseado, para lograr la honrosa calificación de nación culta en los pueblos extraños y en las páginas del historiador, es menester que se olviden esos alardes irrisorios de prematura libertad, de riquezas imaginables; es menester que, sin levantar los ojos de la tierra más que para esconderlos en los libros de la ciencia, se arranque de los brazos de la molicie la familia agrícola; es menester que, haciendo una hoguera de esos jirones que la vanidad llama indispensables, se encienda en el hogar el sagrado fuego de los antiguos lares, iluminando el recinto familiar con el suavísimo calor de las virtudes femeninas, es menester, por último, que de los que hoy son centros de pereza, salga el abundante socorro para el impedido trabajador, la dulce palabra que señale a la infancia las letras del alfabeto, el apacible y casto consejo para la enamorada doncella, la cariñosa y firme reprensión para el extraviado mozo, y el pan abundantísimo, repartido con el corazón lleno de amor entre los infelices desheredados. De este modo la tierra dará lo que se la pidió con el cuerpo y con el alma; de este modo la ganadería no morirá empobrecida por falta de inteligentes cuidados, y los principales productos del país, tales como el vino, obtenidos con mayor perfección y de clase más selecta, hallarán amplios mercados en el exterior como en el interior, creciendo al par la población, extendiéndose y repartiéndose la riqueza, se suprimirán los pobres con la disminución de los ricos, y cuando avanzando a las primeras líneas, de las cuales marchamos tan distantes, nos vea aparecer en el concurso universal de la civilización, nos harán sitio saludando nuestra llegada con el cántico del amor y de la libertad.

Grande es el esfuerzo que hay que hacer para llegar a tal altura; la molicie nos rodea, nos ahoga la rutina, y a todos los absurdos imaginables nos conduce la vanidad funestísima, aprendida casi siempre en las lecturas de esa literatura sin carácter definido ni creencias sólidas, literatura que se ha infiltrado en nuestra patria cuando aun no estaban sus habitantes dispuestos a conocerla sin que su imaginación se impresionara ni sus sentimientos se pervirtieran.

Inmenso es el poder que ha de desarrollarse en la inteligencia de nuestros agricultores para que se detengan en la fatal pendiente; pero confiemos en la sensatez de algunos; confiemos en que muchos ven y comprenden la necesidad de cambiar de ruta; y es seguro que aunque aisladamente y a costa de grandes sacrificios de amor propio, procurarán detener la invasora enfermedad que amenaza de muerte nuestra agricultura, oponiendo enérgicos e individuales remedios para conseguir la prosperidad de la patria.

Tengamos esperanza, confiemos, unamos nuestra humilde palabra y el esfuerzo de nuestra ínfima inteligencia a las elocuentes palabras de las inteligencias superiores, y ya que el corazón late al unísono de los mejores sentimientos, penetremos sin temor en las filas de los que combaten por el bien de la humanidad, vanagloriándonos de haber pertenecido a ellas, aunque pasemos desapercibidos a las miradas de los espectadores, y pudiendo despedirnos de la vida con el alma llena de felicidad, si logramos vislumbrar en lontananza esa hermosa aurora de purísimo resplandor, que iluminará a las generaciones del porvenir; aurora ante cuya luz caerán rotos los frágiles ídolos que hoy se levantan en los altares de la sociedad, agrandados por las sombras que los rodean y que al hundirse para siempre en los abismos del pasado, dejarán libre el camino al vuelo inmortal de la inteligencia, única y exclusiva conquistadora de la paz universal, de las venturas terrenales…

Rosario de Acuña de Laiglesia

 

 

Nota

Fue publicado en Gaceta Agrícola, revista editada por el Ministerio de Fomento, Segunda época, Tomo II, abril-junio (1882), donde aparece fechado en «abril de 1882»,  más tarde fue incluido en el volumen La siesta (⇑) y, finalmente, publicado como folleto independiente. (Pulsando aquí (⇑) se puede acceder al texto que se conserva en la Biblioteca Nacional).

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)