El ángel mujer,
que cae y se pisotea
eso con que se espolea
el hastío del placer,
la mirada sin fulgor,
la sonrisa sin bondad,
el placer sin castidad,
el halago sin amor:
¿Empadronáis la ramera?
¡Pues dad cartilla al vicioso!
(Trata de blancos, de Leopoldo Cano)
Semejante a esas esculturas de mármol que, al borde de un sarcófago, en actitud meditabunda, puso el cincel del genio para significar la tristeza, el espíritu, no menos maravilloso que las obras del arte, se recoge en sí mismo, y, con las alas de la imaginación caídas melancólicamente, a impulsos de profundo desconsuelo, inclinado el acongojado rostro, y con hondo suspiro de amargura, se para al borde del sombrío abismo de la prostitución, sarcófago revestido de suntuosidades halagadoras y guardador de mísera escoria. Sin levantar la mirada a los cielos, olvidando por un momento su patria inmortal, recogidos cuidadosamente los cendales divinos que sirven de trono a sus inspiraciones, el alma del pensador es menester que detenga su vuelo en ese umbral donde se arremolinan las miserias humanas, ofreciendo un semillero inagotable de males a la marcha triunfal de la vida sobre el planeta.
Pluguiera a la madre naturaleza broquelar de acero cortante mi palabra, y de fuego consumidor mis conceptos, y aún mi voluntad no quedaría satisfecha; de tal modo engrandecida la siento al idear como posible la extirpación de esa gangrena, cuidadosamente abrigada, sostenida y excitada por leyes, religión y costumbres
Entremos de lleno en el asunto.
La hora del crepúsculo invade la ciudad. El cielo fulgura con tornasoles de grana y oro, y allá abajo, sobre el Occidente, manda sus últimos destellos el astro de la luz. Comienzan a retemblar en los azules espacios estrellas y luceros, y el limbo glorioso del día, envolviéndose en la majestuosa noche, levanta el cántico sagrado de despedida a su amada tierra. Entonces, sobre el duro pavimento de las ciudades, se desliza desde su guarida la mujer pública. A través de sus formas redondeadas, se ven los ángulos de un organismo rudimentario. Destinada a ser anillo intermedio en la cadena humana, hubiera permanecido solo hembra, si el vicio no la hubiera arrastrado a ser prostituta. Labriega ruda, menestrala ignorante, idealista desengañada, mujer, en fin, no apta para las grandes funciones de la razón, hubiera cumplido en parte sus deberes, y acaso su ser hubiese dado hijos robustos, hábiles e inteligentes, átomos útiles al engrandecimiento de la especie; la ambición, la pereza, el despecho mordieron en su cerebro, débil ante las sugestiones de lo que halagaba sus predominantes instintos, y la ley, la religión y la costumbre, colocando un cómodo puente sobre el extravío de su imaginación, la brindaron el fácil camino para ser menos que hembra, para ser ramera.
Hela ahí, magistralmente retratada por uno de los genios de nuestra patria: su mirada es un jirón sobre una inteligencia vacía: su amor ¡Ah! ¡frase divina, impíamente ultrajada por una sociedad que, en amasijo repugnante, mezcla las torpezas del alcoholismo con las asquerosidades de la imbecilidad. Sobre el frontispicio de nuestro siglo te esculpieron con letras de oro los sabios y los poetas, y, en el fondo del santuario, te arrojan entre cieno y escoria las aristocracias del talento, de la sangre del dinero! ¡Amor de la prostituta! ¡amor del árbol, o de la roca! atracción inspirada por el instinto de conservación. El árbol tuerce sus raíces por buscar humedad que asegura su vida; la roca abriga el liquen que defiende su existencia; la prostituta reclama el puñado de monedas que la aseguran su comida. ¿Que no siente lo que manifiesta? peor para los que la compran; ella nada pierde. ¡Y a esto se llama amor !
Sí, se llama amor, y es el más posible dentro del círculo del fango en que gira nuestra sociedad. La ramera es la creación digna de toda época decadente; es la figura representativa de nuestras huestes sociales; las sintetiza y se eleva de la categoría de monstruo a la jerarquía de mártir; ella es irresponsable; es el producto activo, la realidad encarnada, concreta, de la espantosa degeneración que domina los cerebros humanos
Ya se oye el rumor que, como jauría atraillada, levantan los eclécticos, los hábiles gimnastas de la vida, que, en equilibrio constante sobre la sólida maroma de su egoísmo, dominan, con benévola sonrisa, la pública opinión, aprovechándose de los aplausos y haciendo como que se caen de un lado o de otro así que barruntan una silva. Vicio preciso, dicen unos; necesidad de la naturaleza, dicen otros; mal que evita mayores males, dicen los de más allá. Vayamos reflexionando sobre estos aullidos: ¡vive Dios! que lo merece.
Vicio preciso. ¿Es decir, que el vicio es una necesidad? Eso contesta la antropología cuando se la pregunta sobre ladrones y asesinos, y, sin embargo, todavía no se le ha ocurrido ni a esta ciencia ni a la ley dejar que impunemente se robe y se mate: el vicio es, ha sido y será innecesario. Vicio, defecto, deformidad, enfermedad, dolor, todos estos y parecidos sinónimos, podrán ser, pero no es necesario que sean: transigir con el vicio, ser su cómplice, su encubridor, su tercero, es mucho más monstruoso que el vicio mismo. ¡Necesario! ¡cuántas y cuán largas consideraciones se pueden hacer sobre este sofisma de ruines que llama necesidad al vicio! -¿Se quiere colocar al ser humano al nivel de la bestia?- Pues ni aun allí encontraremos la necesidad del vicio: solo en algunas especies que el hombre ha educado (domesticado) se observa algo parecido al vicio, pero que no lo es; fuera de ellas se desarrolla la vida dirigida por el amor; por el amor, no por el ayuntamiento.
En la época precisa, cuando el ambiente de la primavera, el fulgor del estío o las escarchas del invierno favorecen la reproducción de las especies, desciende, por los átomos atmosféricos llevado, un anhelo infinito de felicidad: al latido del corazón rebosante de vivíficas ilusiones, responden las fibras todas del ser organizado, ¿y quién no se extasió ante las serenatas sublimes que el ruiseñor entona en las plácidas noches de primavera, cuando llama con todas las fuerzas de su diminuto pulmón a la hembra, aun desconocida, procurando rendirla a su voluntad al emitir modulaciones de agudas notas, que a juzgar por el brío con que salen de su trémulo pico, las inspira el deseo de llegar hasta los mismos cielos? ¿y quién no contempló la ruda lucha del ciervo montaraz, cuando erguida su arrogante cabeza, firmes sobre las aristas de la roca las nerviosas patas, bufando con vaho de celos y vanidad, y la mirada fulgente de ansiedad y bravura, reta a su contrario, para que delante de su prometida se justifique su fama de valiente y hermoso, y la caricia ambicionada sea el premio al amor ideado y la victoria conseguida? Y cuando hayamos recordado las fiestas de himeneo en todas las especies que pueblan la redondez de la tierra y hayamos visto al amor, que es sentimiento y no sensación, armonioso o rugiente, dulce o violento, arrullador o indómito, plácido o grave, pero siembre arrebatador, omnímodo, vibrante desde la última célula del más retirado músculo hasta la primera del más poderoso ganglio: cuando hayamos contemplado esta sublime explosión de afectos en la palabra amor sintetizada, que levantan sobre la corteza terrestre el santuario de la vida universal; ¡con qué repugnancia, con qué desprecio, con qué asco tan hondo fijaremos el pensamiento en ese lema, profanación de la racionalidad del hombre, bajo el cual se pretende justificar la prostitución!
Necesidad de la naturaleza.- ¡La naturaleza necesita amar! ¿Se ama a la prostituta?...
Eso con que se espolea
el hastío del placer.
¿Es la necesidad de la naturaleza? Dijérase que es la del vicio, y más verdad se diría. El vicio, lo irregular, lo anómalo, ¿de dónde surge? De lo insano. Y esta condición, ¿de dónde se deriva? Jamás de la naturaleza en puridad de ley; se deriva del falso concepto de moral en que están fundamentadas nuestras legislaciones (o costumbres, que todo es igual). Lo insano se aleja de lo natural, lo repele. La vida ha de elevarse en el hombre como compendio de todas las vidas inferiores, y en la actualidad la mayoría social está muy por bajo de la masa animal; el hombre vive para comer, dormir, beber y gozar; no come, duerme, bebe y goza para vivir: el fin ideal de nuestra época es el hartazgo individual, no la seguridad del mejoramiento ajeno; vivamos nosotros, nuestros prójimos y descendientes que revienten: el amor ha descendido más abajo que lo que se llama instinto, no salva ni una línea del personalísimo interés de nosotros mismos.
Sobre este fermento de bajezas, ruindades y pequeñeces se ha desarrollado la ramera; es la consecuencia lógica del estado patológico de los espíritus de actualidad. con la ramera no se necesita otro sacrifico que el de un puñado de oro, esto es lo más fácil de lograr en la espantosa perversión del sentido moral que informa nuestras especulaciones.
La ramera se encuentra en cualquier parte, no hay que molestarse en buscarla; se la halla a cualquier hora y de cualquiera clase. ¿Halaga la vanidad? Pues se la toma de relumbrón. Librada del empadronamiento por orgullosa generosidad, se la pasea como un buen caballo o una buena galga. ¿No se busca más que el espoleo del hastío? Pues no se elige, se coge si acaso. ¿El cieno ahoga? Pues se revuelve en él hasta encontrar lo más asqueroso Después espera el banquete, la conferencia, la discusión, la biblioteca o la cátedra. La prostituta, si se tiene en casa, satisface todos los instintos del vicio, porque entroniza las inclinaciones tiránicas del hombre. ¡Es tan seductora la condición de amo! Allí está aquel montón de carne y huesos sin inteligencia ni voluntad, las dos prerrogativas de la criatura humana: allí está como animal cuidadosamente sostenido para el momento de la necesidad, y este momento ha de surgir del cansancio, no de la esperanza; este momento ha de surgir como brote podrido que arroja un árbol frondoso. Allá arriba, en el corazón, y más alto, en el cerebro, las grandes aspiraciones, la ambición del oro que proporcionará molicie y envidiosos; la ambición de la gloria que producirá delirios y aduladores; la ambición del prestigio que acarreará vanidades y víctimas; allá, en el sentimiento y en la razón, el afán de la vida mejor, más regalada, más brillante o más satisfecha; allá arriba con los extravíos de la concupiscencia, mezclados los elocuentes discursos, haciendo brotar luminosos ideales de progreso, de perfección y de cultura; el libro, profunda síntesis de sólidos conocimientos, henchido de preceptos sublimes y sabias indicaciones; el descubrimiento científico o industrial, viniendo a testificar el nombre del siglo de las luces: allá arriba, en esos dos mundos que lleva el hombre impresos en su voluntad, en el sentimiento y la inteligencia, todas las expansiones de la amistad y todas las elucubraciones de la sabiduría, y más debajo de la coba exuberante del árbol de la vida, suciamente revuelta con detritus de fermentación, la sublime y esencial necesidad del amor rebajada, envilecida, degradada en todas sus manifestaciones, huída de todos los sentimientos para brotar impura y liviana como una contracción espasmódica de repugnante epiléptico, y producir en instantánea revulsión de encontradas tendencias, un hastío enervante y después una ferocidad impía y un rencor vil hacia la racional mitad de la humana especie, hacia la mujer. ¡He aquí el amor a la prostituta!... Pero ella libra de la humillación de amar a una mujer; ella no crea obligaciones, ni gratitudes, ni sacrificio, ni abnegación, ni siquiera molestias; no se necesita con ella más que una sola pasión, ¡la del desprecio!
Cruel ceguedad, torpe error de nuestra envilecida época, la ramera es el veneno que roe las entrañas sociales, su influjo lo invade todo, porque infiltra en el impulso generatriz de la raza humana que es el sentimiento, una inspiración de antipatía, desconfianza y odio hacia la mujer, en su altísima, pura y redentora misión de esposa. El amante de la prostituta, es decir, el prostituido, mira el matrimonio con espanto, le teme como carga, le toma como contrato, va hacia él, pero no confiado, creyente ni decidido, sino con reservas, y siempre con premeditaciones de dominación, o cuando menos educadoras ¡Ah! ¡error funesto! La personalidad del hombre y la de la mujer han de fundirse sobre la misma línea de respetos en los afectos del amor, si han de producir el símbolo humano en su corrección natural, compuesto del varón y la hembra. Jamás con intenciones de comprarla con intereses, con la fuerza o con la astucia, será la mujer otra cosa que verdadera concubina de su marido. La influencia de la ramera se nota, más que en nada, en este engreimiento masculino que surge así que se calman los estímulos de la posesión. Enlos brazos de la esposa, quise se acostumbró a los de la mujer pública, solo ve la expiación de un arrebato, el castigo de una locura de la juventud, y, en último caso se la sufre por la seguridad de la legitimación de los hijos. Pero, ¡ay! jamás elevará la esposa a compañera quien profanó los primeros anhelos del amor en los antros inmundos de la prostitución. Ellos le hicieron conocer algo más inferior que la hembra, la mecánica construcción de un artefacto vendido a toda clase de precios, desde el ínfimo de un mendrugo de pan, hasta el subido de un palacio. Nada de humano, de racional, de justo, de digno, ni de respetable verá en la mujer, quien la descubrió sin alma ni cuerpo.¡Sí! que el cuerpo de la ramera, como producto que es del arrollamiento en las leyes naturales, no ofrece las encantadoras hermosuras de la mujer, sino la deformidad repulsiva del monstruo disimulado, y el que en la atmósfera de lo monstruoso se inspira nunca llegará a apreciar lo perfecto.
Y no solamente perturba el prostituido su propia vida, sino que su influencia trasciende a la amistad y al conocimiento. Semejante a esa fruta podrida, que un descuido del recolector arrojó entre la sana, su contacto todo lo corrompe y envenena: hallándose pequeño, roído por la indolente pasividad de la génesis del vicio, muerde en su espíritu la envidia, siente tristeza del bien ajeno, y, con esa suavidad propia de los reptiles, va dejando caer gota a gota la hiel de sus ruindades en el corazón de los sanos que encuentra en su camino: busca en cada uno su debilidad y por ella le ataca: a los hombres capaces de amar les habla de indignidades, de predominio, de fatalidades, y hasta de virtud, si el recinto se encuentra bien pertrechado, y al fin le toma: arrastra la vanidad, empuja el egoísmo, irrita la presunción, y, afectando a todos sus manejos un deseo redentor, no desiste hasta conseguir rebajar el sentimiento a sensación, y arranca del corazón enamorado toda virtud de consideración, de ternura y de aprecio hacia la mujer, que al cabo se ve conceptuada como cosa, no como persona, como triste necesidad, no como hermosa salvación Y así deserta el hombre de los goces puros, de las dichas suaves, de las felicidades apacibles; así se aleja de la vida sencilla de emociones y rica en concepción, de la vida ordenadora, higiénica, racional, que el hogar le ofrece cuando en él reside una compañera, y así se enfanga en esa soledad agotadora, de impresiones impuras, de combatidos deseos, de intranquilidad irritante; y, sin darse cuenta de lo que quiere, ni de lo que logra, ni de lo que busca, consume los días de su vida en mezcolanza de debilidades y heroísmos, tornándose terco como un niño, voluble como un mono, irascible como un necio, pueril como una hembra; y sin fijeza de carácter, sin constancia en la voluntad, ni método en la existencia, cae de lleno en todas las inferioridades, hasta presentar ese tipo que pulula por todas partes, mercader de su palabra, baratero de honras, rebuscador de azares, aventurero indigno, parásito de la humanidad, criatura despreciable a todo juicio sano, y tolerado por la mayoría, unas veces por lástima, con frecuencia por necesidad, en ocasiones por miedo, pero nunca por estimación y menos por amor : he aquí hasta donde alcanza la horrible influencia de la ramera.
Y a esta llaga horrenda, que extiende sus pestíferas emanaciones sobre la familia constituida por el hombre y la mujer, mediante una oferta de perennidad de amor, meta sublime a que ha llegado la vida al ascender por la escala de los siglos desde la pasajera efervescencia del instinto animal, a la sagrada divinización del sentimiento racional; y, a ésta llaga que aleja la paz del hogar de los hombres, y tornándolos a una degeneración improductiva los rebaja a la bestialidad, tienen muchos la osadía impúdica de llamarla salvadora necesidad social; y aun van más lejos otros, y pervirtiendo principios, conculcando con cínica ignorancia las leyes de la vida, la llaman reguladora de la salud ¡Vive Dios! Esto merece entrar en un orden de consideraciones no completamente separadas, pero distintas, del mundo, de la moral y el sentimiento.
¡Regulador de la salud! ¿Habrá menester una invocación a la fisiología para demostrar lo que es el hombre? Por sabido se calla: sinteticemos. El hombre natural (sano, bien constituido y civilizado, pues al dar el epíteto de natural siempre ha de tenerse en cuenta la más alta perfección), el hombre natural es casto; la castidad excluye el vicio, es su antítesis; la simultaneidad de la vida en todas las necesidades rechaza el predominio de todo vicio. El hombre natural ama, busca la mujer, pretende los hijos, pero por una serie de consideraciones complejas, mucho más elevadas que la exclusividad de los placeres sensuales: la vida se entroniza sobre lo más completo, no sobre una sola cualidad. El triunfo de la vida, por lo tanto, se afirma sobre el hombre casto, amorosamente unido a la mujer casta y, ¡ay! que, si la selección que preside en las leyes de la vida (imposible de negar creyendo en las inmortalidades), quisieran los hombres aplicarla con conocimiento de causa a los códigos sociales, en su realidad posible, y establecieran sobre las bases de lo natural los preceptos de lo artificioso; si el matrimonio no fuese ayuntamiento o empresa lucrativa de intereses compuestos, y se llevara a la sagrada vinculación de lo indisoluble solamente lo que fuera fundamento de lo inmejorable; si en la pureza de lo mejor fuese donde únicamente se asentara la constitución de la familia, y sin duelo, escrúpulos, ni remordimientos, se legislase sobre la vida atendiendo antes al bien que a la tradición, antes al porvenir que al pasado, antes a la grandeza de la raza que a la satisfacción del individuo, el matrimonio surgiría correcto, elevado, uniendo almas y cuerpos complementarios de un todo de felicidad, cima perfecta de las generaciones futuras. ¡Tanta y tan honda trascendencia tiene la unión del hombre sano a la mujer sana! ¡Cuánto más aprisa caminaría en su eterna ruta de merecimientos la especie racional, si aunase sus dictámenes de moral a los fines de la naturaleza; si sacrificando necias puerilidades y míseros respetos, sin menoscabo de la voluntad individual, solamente sancionase con la legalidad lo que solamente fuera sancionado por la ley de perfección progresiva. Lejos de esto, acude al extremo más retirado del fin de la vida, estableciendo y justificando el sofisma espantoso de que la prostitución es el regulador de la salud. ¡Tanto valdría decir que un cadáver sin sepultar era la garantía de la sanidad de la atmósfera!
Allá va la torpe y extraviada sensación, con sus pervertidos impulsos; la ramera la acoge, y cambia por el simulacro del amor el virus de la enfermedad ¿de esta o de aquella enfermedad? de una o de otra, ¡de todas! Aire puro, luz directa, espacio anchuroso: primeras bases de la salud. Sobriedad, sencillez de alimentos, ejercicio general de todos los músculos, estudio, meditación, trabajo, aspiraciones a lograr estimación sólida, aprecio inacabable, bienestar continuo, esperanza en lo inmortal por nuestras obras, nuestros hijos, o nuestras creencias; segundas bases de la salud, coronamiento de todas las actividades que mueven al ser humano.
En lo contrario de todo esto anida la enfermedad, el vicio y el crimen. Pues bien, la ramera de todo esto carece. Su existencia se acoge a los grandes centros; las estadísticas arrojan un desnivel inmenso entre la prostitución de aldeas y campos, y las ciudades. En las grandes capitales se afirma, pues, la ramera: la atmósfera de lo artificial, de la noche y de la aglomeración, es su principal elemento; altas o bajas por categoría de precio, todas están muy hondas en el nivel de salubridad: su alimentación, deficiente o excesiva, siempre es excitante, cayendo con el alcohol y la golosina sobre un estómago o hambriento o estragado. La indolencia dijérase que ha tomado personificación en la ramera; en solo el andar se descubre aquella estúpida inmovilidad del abandono constante. ¡Energía! No hay uno solo de sus músculos que tenga otra fuerza que la del espasmo. Si ni siquiera se mueve, ¡cómo ha de estudiar! Intelectualmente, cualquier joven gorila, educado con precaución, alcanza tantas cualidades de reflexión como la ramera; su meditación continua no salva el círculo del instinto de la conservación. Atrofiada para amar, es imposible que trabaje: el trabajo es amor, fuerza expansiva que brota al exterior para beneficio humano. Del último orden de consideraciones antes expuestas, que son las más altas de la racionalidad, no hay que hablar tratándose de la ramera. La degradación de sí misma, anula todo conato de aprecio, de consideración y de bienestar; ella con que la paguen tiene bastante. En cuanto al desprecio que hace de toda honradez, es la justa devolución del que reciben (más adelante se verá lo dignas de lástima que son, ahora se está demostrando su misión perturbadora). Pues bien, con todas estas condiciones se ofrece como salvadora de la salud, como su regulador, apoyada en una legislación que, no solamente la tolera, sino que garantiza su impío comercio. La juventud, el vigor, la actividad acuden a ella muy creídos que se salvan ¡La juventud, el vigor, la actividad! ¿Son éstas las condiciones esenciales de los que las buscan ? Torpeza inusitada, mísera codificación basada en corrompidas costumbres: ¡qué horrendo extravío inspira vuestros asertos, que no lanzáis excomunión de desprecio y vergüenza sobre los que, llamándose jóvenes, activos y vigorosos, se entregan a la prostitución! Porque ¡fuera respetos! el hombre se prostituye tanto, exactamente igual que la ramera. Y se llama joven, vigoroso, activo, y luego se califica tal vez de sabio, de grande y de justo. Y ¿cuál es lo cierto de todo esto? Que ni es joven, ni vigoroso, ni activo, ni sabio, ni grande, ni justo: que es una imperfecta criatura agosta sin desarrollarse, debilitada por falsas energías, indolente por perversión de actividad, y allá va a recoger sobre su degeneración incipiente la degeneración de la ramera; allá va a recoger en el aire que respira a su lado gérmenes de infección, inclinaciones brutales, hábitos groseros, costumbres de holganza, y cuando más seguro camina por esta fácil y atractiva senda de la seguridad de la salud, le sale al encuentro la ponzoña con su nidal de dolores, a roer su sangre y sus huesos, y arrancarle, una por una, sus prerrogativas todas de ser inteligente, hasta bestializarlo de modo tan profundo que, en el concierto de la vida represente la suya un átomo de escoria arrojado a la voracidad del pudridero, donde anidará más tarde sus descendencia, raquítica retoñadura dispuesta a ser carne de presidio o de lupanar.
¡Declamaciones melodramáticas, juegos de moralistas, idealidades de imaginación calenturienta!... Ya se oye el rumor de estas exclamaciones, trascendiendo desde las mancebías y tratando de imponerse con la sátira o el desprecio a todo movimiento de generosidad redentora; ya se oye esa algarada de las grandezas pequeñas, que muy a su gusto en sus guaridas de talco y lodo se arremolinan, precipitan y afanan, con algo de miedo, como manada de gusanos que, royendo tranquilamente sabrosa poma, sintiera de pronto el acerado filo de la cuchilla partiendo en dos mitades su guarida. ¡Es tan fácil y tan cómodo roer la vida! ¡Es tan difícil y trabajoso el afirmarla! Y ello la roen, se la encontraron fresca, luciente, brindando felicidad y calma, ¡así fulgura en todo el universo! y ellos, los egoístas, los amantes de sí mismos, los que toman la humanidad por medio y no por fin, los que rompen su honra y la ajena sobre el cuello de una botella de Champagne o en un chiste incisivo, los que haciendo descender el tipo humano hasta la representación de una quisicosa con formas de víbora, pensamientos de hiena y costumbres de buitre, caminan en mortecina soñolencia por las sendas sociales con la mirada impúdica fija en los albures, y la voluntad impotente ansiosa de obscenidades. Esos productos que las leyes del atavismo arrojan sobre nuestros siglos como una reminiscencia de las razas simias; esos que tratándose del honor le califican de poder, y tratándose de virtud la entienden por hipocresía, y tratándose de amor le sienten por la ramera; esos se levantan como hacecillo de miasmas deletéreos surgientes de un pantano y con el equívoco oportuno, la agudeza injuriosa, la estúpida sonrisa, escupen sobre las almas que no descendieron de su jerarquía de racionales, y sostienen, por desgracia con éxito, en apoteosis constante, la belleza del vicio, la necesidad de lo imperfecto, lo útil de lo monstruoso, ¡agentes tan opuestos al triunfo progresivo de la humanidad sobre nuestro espléndido mundo!...Y el mal continúa, acorrala, curva las aspiraciones levantadas, derrumba los ideales de perfección, abrasa los sentimientos nobles, hiela todo impulso de actividad conscientemente amorosa: rebaja, perturba y pervierte el sentido moral, haciéndole converger, no a la familia, la nación y la raza, sino hacia el individuo, en el que fermenta el ruin egoísmo, moho de la inteligencia y carcoma del sentimiento; extiende su maleficio de hogar en hogar, de corazón y corazón, y transforma a la juventud en desconfiada (¡!), a la familia en cuadrilla especuladora (¡!), y a la sociedad en montón fermentado de lujuria, de vanidad y de pereza!... Y a la mujer, a esa copa de perfume eterno donde el Altísimo colocó la diadema más espléndida de la vida, la de la maternidad; a esa criatura cuyo suave espíritu parece que aun retiembla a impulso de angélicas inspiraciones; a ese ser que encierra en su corazón la melodía más conmovedora del concierto universal, pues sostiene en vibrantes cadencias todas las tonalidades del amor, a la mujer, la rebaja la prostitución a la más honda de las perversiones, y arrancándole sus excelsos privilegios, la transforma en rémora del progreso de la vida y en antro de infecundos dolores
¡Cuán amargo dolor se experimenta ante esas pobres víctimas de la irracionalidad del hombre y la deficiencia de la ley! ¡Cuán tristemente se contempla la muerte moral de tantas violentamente arrastradas por impuras atmósferas al funesto extravío de sus destinos! Y al hallar a la ramera más que culpable desgraciada, ¿cómo no revolverse contra el llamado fuerte, contra el hombre, y arrojar a su frente, manchada con pensamientos repugnantes, un anatema tremendo? ¡Fuerte! ¿Para qué? ¿Para someter a la debilidad? ¡Donosa fortaleza! ¡honrado triunfo! Inculpan a las débiles a las mujeres y no se detienen en prostituirlas, facilitando a su debilidad los medios para ello. ¿Dónde está aquí la fortaleza? ¡Tanto valdría preciarse de tenerla por degollar gran número de corderos en breve tiempo! En cuanto a la debilidad o inferioridad de la mujer hay mucho que hablar.
¡Inferioridad! Concienzuda e imparcialmente, dentro de lo humano, hay que emprender un largo trabajo para poner sobre la cuestión de la inferioridad el dictamen de la naturaleza, de los siglos y de la ciencia. No es esta ocasión de extenderse con método rigorista en la exposición del problema, pero no es posible dejarle sin tocar al referirse a la ramera y conviene sintetizar algunos puntos.
Parte el hombre pensador para hacer realizable la imposición de su autoridad de considerarse perfectamente ilimitado en su voluntad, pues reconoce en la voluntad el poder omnímodo. En efecto, bien que pese a los pocos que se niegan a sí mismos al llevar sus negaciones más allá de Dios y de la fuerza, pese a los sectarios del ateísmo completo, cuando ya se han verificado todas las transformaciones, cuando hueso y carne, sangre y átomos, todo ha huido en los torbellinos de la materia, renovándose con nuevos elementos, el yo determinante y perfectamente determinado con los propios y continuos caracteres, sostenidos desde la misma infancia hasta la misma vejez, y conservado sin desviaciones radicales hasta en las perturbaciones del delirio (con sus formas externas e internas de constante entidad) el yo, queda permanentemente con su acción objetiva y subjetiva, que es la voluntad. En la ilimitación de ella, como queda dicho, apoya el hombre su autoridad para calificar a la mujer de ser inferior; de pasivo y no activo; secundario y no esencial; sufrible y no perfecto; hábil y no consciente: sagrario y no verbo: criatura organizada para ser impuesta no para imponerse. La falta de ciencia, de observación y de sentimiento, el extravío del hombre, en fin, le ha llevado a colocar como premisa de sus conclusiones un error de principios, la consecuencia se ha ensanchado, y, dañando positivamente (por causa del medio en que se la obliga a desarrollarse) la especie femenina, ha estancado su organización, viniendo a producir, con algunos reales, una apariencia de verdad para tal sofisma. En prueba de este aserto, la ciencia con exactitudes numéricas nos señala una desproporción inmensa, en perjuicio del femenino, entre el cerebro de la mujer europea y del hombre europeo (peso, calidad, construcción y medida) y una desproporción insensible y en la mayoría de las razas inapreciable, entre el de la mujer y el hombre de los pueblos salvajes: es decir, la cuestión de la inferioridad queda reducida a simple condición de tiempo y de medio, y no de entraña, como principio inconmovible, esencialidades del ser. Pero como queda dicho, la causa de la deficiencia que pudiera llamarse del momento presente (¡qué son los siglos ante la vida de la humanidad!), parte de un error de concepto del hombre, que juzga su solitaria voluntad motor omnipotente de la vida (¿será error de concepto, o vicio de puerilidad ?) reaccionadora en las entrañas de la mujer por ley de pasividad forzosa. De este fondo de creencia se deriva todo el gran edificio de civilización contemporánea, y como este fondo informa una obcecación monstruosa, resulta que leyes y costumbres llevan la levadura de la guerra de ideas, sensaciones y prácticas entre las dos mitades de la vida; entre el hombre y la mujer: porque, a pesar de su inferioridad consignada (y acaso por esto mismo) la naturaleza, que vuelve por sus leyes donde quiera que estén profanadas, ha equilibrado la usurpación violenta, haciendo de la sierva, irritadora potente, de la humillada, débil irresponsable; con lo cual recoge el hombre todo el daño que ocasiona. ¡Quién que haya reflexionado profunda y metódicamente sobre el misterio de la encarnación, analizándolo a toda luz, con el ánimo sereno, como debe tenerlo siempre quien piensa en los demás antes que en sí mismo; ¡quién será el osado que desligue las dos voluntades humanas con su presencia y jerarquía! ¿Quién no se para silencioso ante la sagrada hora, inclinándose con respetuosa veneración ante la mujer, cuya voluntad reacciona con poderoso anhelo, no a favor de sí misma, ni aun a favor del hombre, sino a favor de la especie? Y, cuando la divina llamada alzó la vida a su trono más alto, que es el de la criatura racional, ¿qué otra cosa que la voluntad de la mujer ha de otorgar al embrión deforme la alteza de humano?, ¿adónde convergería la creación del hombre sin la creación de la mujer? Zoofito radiario, pez branquial, ave implume, cuadrumano insólito, en todo se quedaría la masculina voluntad, si la voluntad femenina no domase el dolor para transformarlo en nutrición generosa, organizadora de la criatura perfecta, de la criatura humana. He aquí las dos esencias, las dos paralelas infinitas que jamás podrán absorberse ni confundirse en una sola voluntad, he aquí las dos potencias iguales ante el génesis de la vida, mostrando iguales destinos, iguales almas, igual medida en el fin de sus horas, igual iniciativa, igual valimiento ¿Y a qué se queda reducida entonces la inferioridad en su raíz intrínseca? a palabras y palabras como dijo el gran poeta inglés. El reactivo de esta verdad es la ramera: su voluntad puesta en un solo fin, que es mantenerse, solo es fecunda para el dolor (la excepción confirma siempre la regla), en último caso el vástago de la ramera es la reivindicación de la personalidad de la mujer; el hijo de la prostituta, en la acepción relativa de la palabra, no tiene padre. Afortunadamente la naturaleza se venga, en todo, del ultraje que se la infiere en una de sus más perfectas criaturas. Con escarnio de todo derecho humano, la mujer pública pertenece al fisco, ni más ni menos que la res al matadero; la ley, para seguridad de sus protegidos, los viciosos, establece vigilancia sanitaria sobre la ramera: mas como olvida dirigir sus desvelos hacia el prostituido, el mal, sobre quien recae, realizando sus fines de destrucción continuada, no es sobre la mujer, es sobre el hombre y su descendencia. ¡Justa represalia de no empadronar también al vicioso! Este se va tranquilo: a su espalda queda la ley, muy satisfecha, llevando lo insano al asilo o al hospital, él ¡el hombre! ¿Cómo descender de su altura de semi-dios? ¿Cómo prestarse al indecoroso fisco? Su soberbia le salva de la humillación, pero le entrega a una consecuencia, que le otorgará, como a individuo el dolor, como a humano la vergüenza de una progenie miserable, enferma o criminal; y, como si aún no fuera bastante este castigo a su impúdica justicia, la naturaleza busca el equilibrio de sus fueros hollados, hasta en los últimos detalles. Los hijos varones del hombre prostituido heredan con más frecuencia y facilidad que las hembras la génesis del vicio ¡Ah! dijérase, ante esto, que la inmunidad innata del ser femenino contra los gérmenes del dolor y la degeneración, es la revancha que se toma de sus poderes profanados, de sus sentimientos vendidos, de su dignidad pisoteada.
Y sobre el abismo del mal, que eleva alborotadas ondas de cieno, devorantes de toda virtud, de toda belleza y de todo bien, la justicia soberana del regulador de los orbes, el espíritu de Dios, flotante en las leyes universales, imprime su mandato de suprema equivalencia, otorgándole a la mujer el privilegio excelso de todas las sublimidades del amor. Nada importa que torpezas erróneas la arrojen al fondo de las negaciones, sobre ella irradiarán fúlgidos resplandores de conmovedora ternura. Ella levantará con los efluvios de su mirada la antorcha vivífica de las inspiraciones en el alma de los genios; ella, bien que el dolor desgarre sus entrañas, abrirá con celestial sonrisa las puertas de la vida a los hijos del hombre; ella, cuando ya en su corazón no encuentre calor para la existencia ni esperanza para la felicidad, ascenderá en limbos de gloria sobre su descendencia, y con su diadema de canas, se afirmará con dulcísimo recuerdo de dicha en la memoria de sus nietezuelos, y siempre sobre el pedestal grandioso del sentimiento, sacerdotisa vigilante del fuero generador de la creación, sus palabras serán himnos de gloria para el sabio y para el artista; bálsamo de consuelo para el desgraciado; sostén regenerador para el réprobo; templanza suavísima de la fogosa pasión; compendio de todo lo tierno, lo generoso, lo noble y lo puro; fe de las almas, estímulo de las inteligencias, paz de la tierra!... ¡Sobre los desgarrados cimientos de estas generaciones que nos rodean, apolilladas por el materialismo escéptico y la prostitución sibarítica, ella sola, ¡la mujer! sostiene flotante la enseña de lo ideal, luminaria resplandeciente, que allá en los cielos eternos preside la formación de los mundos y el perfeccionamiento de la vida!
Febrero, 1887
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)