En un patio espacioso y encalado
de una casa andaluza,
muy cerca del alero del tejado,
junto a un saliente de la tosca viga,
de argamasa y esparto construido
y blanca plumazón almohadillado,
se ve un humilde nido,
por negras golondrinas habitado.
Es de noche: la luna plateada,
al dar en la cancela de la entrada,
pinta en las anchas losas
fantástica enramada,
y en la pared, donde se afirma el nido
la sombra recortada
de una veleta, que figura el diablo
por un ángel vencido,
y más abajo, hallando las arcadas
de un ancho corredor, por él se cuela,
y con sus rayos suaves e indecisos
ilumina la faz de anciana abuela,
que en tranquilo reposo adormecida,
pensando en el destino de la luna,
existe sin conciencia de su vida.
–¡Verdad que de esta noche ya no pasa!...
Dice un rapaz, en cuyos negros ojos
grandes, vivos y ardientes,
se ve cruzar la luz de los enojos.
«Según dices, abuela, nuestra casa
se ensucia y estropea.
¿Le vamos a quitar? La abuela. –Sea»
Y dicho y hecho, con alegre risas
alió, dando mil brincos el muchacho,
y mandando, y haciendo, y dando prisa,
logró al fin una caña, una escalera,
(que consintió en tener la cocinera)
y quedándose en mangas de camisa
para subir mejor por los peldaños,
aquel sayón de cinco o de seis años,
armado de su caña
y procurando ahogar el menor ruido,
vuelto a la blanca luna que lo baña,
se encarama veloz donde está el nido.
Reina el silencio en él, por el estrecho
y calculado espacio de su entrada
se ve la golondrina, que, ahuecada
y bajo el ala oculta la cabeza,
reposa dulcemente adormecida.
Todo es allí calor, pasión y vida.
Sobre el alero, y cerca de su nido,
oculto bajo un pobre jaramago
que entre unas tejas rotas ha nacido,
el macho, fiel guardián de sus tesoros,
duerme feliz, soñando que la aurora
con su rosada luz baña el Oriente
y que la compañera que enamora,
al mirar sus fulgores,
le saluda con cántico de amores.
De pronto, interrumpiendo la armonía
que al nido quiso dar naturaleza,
sirviéndole la caña que blandía
de arma conquistadora,
y con una algazara atronadora
el futuro monarca de los seres
(así llaman al hombre sus iguales)
a destruir con entusiasmo empieza
el nido de los pobres animales.
El barro seco y fino, deleznable
ante el bárbaro empuje de la caña,
la frente del rapaz de polvo baña,
pero él sigue y prosigue con empeño:
la pasión de vencer que le acompaña
le hace grande, a pesar de ser pequeño,
y gritando, feliz con su destino,
oculto en polvoriento remolino
desmenuza febril, tira y golpea,
y como galardón de su combate,
prende al ave, que gime y aletea,
diciéndola con ira: «¡Date! ¡Date!»
«Ya es mía la victoria» Grita ufano
mostrando desde el fin de la escalera
el pájaro, sujeto en una mano:
«No ha quedado del nido ni una paja:
¿estás contenta, abuela?» –»Vamos, baja.»
Contesta entre un bostezo la señora
«y a cenar pronto, Juana, que ya es hora»
Bajó el rapaz, conquistador del nido,
pintando en la pared negra silueta,
y como lleva el ave levantada,
de ambas patitas la infeliz sujeta,
en aquella escalera suspendido,
semeja de tal modo a la veleta
por la luz de la luna dibujada,
que si de lejos vieran su figura,
el ave con el ala desplegada,
y él con la frente baja, viendo el suelo,
confundieran tal vez la criatura
con el dragón perturbador del cielo
creyendo (por la sombra se supone)
que el ángel era el pájaro rendido
y, ¡oh poder de los rayos de la luna!,
que el ángel vencedor era el vencido.
EPÍLOGO
Apareció la aurora, blanquecina
y tenue luz se derramó en Oriente.
¡Cuánto horror alumbró! ¡Cuánta tristeza!
¡Solo ruinas donde antes castamente
anidaba el amor y la belleza!...
En un rincón del patio, espeluznada,
rotas sus alas, yerta y magullada,
la infeliz golondrina,
que, tras largo martirio,
murió medio tostada en la cocina,
atrae la melancólica mirada
de su inocente y viuda compañera,
que, con agudos trinos
y revuelto girar, por el espacio
repite en su lenguaje: –«¡Quién dijera
que nada tengo ya! ¡Nido y amores,
todo ha muerto! ¡Infeliz! ¿Cuál es mi culpa?
¿Qué pudimos hacer a esos señores
para que así nos traten? ¿no llegamos
brindándoles amor a su morada
y con dulces gorjeos procuramos
anunciarles la luz de la alborada?
¿Qué delito es el nuestro? Son malvados
esos seres informes que vegetan
encerrados en nidos de pedruscos,
sin levantar jamás el libre vuelo
por el hermoso azul del ancho cielo
¡Y nosotros, que siempre confiamos
en su fuerza famosa, en su destreza!
¡Y nosotros, que el nido construimos
al amparo del ser que tanto amamos!...
Su fuerza es la fiereza,
astucia es la destreza que creímos,
mi nido destrozado,
mi pobre compañera asesinada,
y yo ¡triste de mí! Solo y perdido
demuestran el error que hemos tenido
¡Raza infame y cruel, desheredada
del cielo, donde nunca te levanta!
Ayer te amé feliz, y ahora me espantas.
………….
………….
Tal dijo el ave, y con agudo grito
su maldición lanzando sobre el suelo
se perdió en el azul de lo infinito,
cuando el fuego del sol bordaba el cielo
Zaragoza, mayo 1880
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)